La sociedad actual presta cada vez mayor atención al cuerpo, en sentido físico y estético, a su imagen y a las diferentes representaciones de la corporeidad. La realidad mediática de la imagen, en la que estamos inmersos cotidianamente, es una auténtica pornografía de la foto. Las imágenes se reproducen constantemente en nuestros ordenadores y contribuyen a enfatizar este fenómeno, hasta convertir el cuerpo en un icono prevalente que se impone, de forma absolutamente preponderante, sobre las demás características psicológicas y de personalidad del sujeto al que se refieren tales imágenes.
No es ninguna novedad que la identidad de un sujeto se refiera también a su imagen; siempre ha sido así. Pero es interesante reflexionar sobre el impacto que la tecnología y los nuevos medios de comunicación tienen en esta creación identitaria; estamos hablando de un gran cambio contemporáneo.
Dentro de los ambientes virtuales, la identidad se ha desenganchado de la corporeidad y está caminando cada vez más hacia “una identidad virtual y simbólica”, carente de asideros físicos. Cuando subimos a la red nuestras fotos, pensamos ¿qué tipo de imágenes colocamos? ¿Qué tuiteamos? ¿Qué vídeo publicamos? Una foto, pero escogemos cuál y lo hacemos con mucho cuidado, porque es importante construir un ser en el mundo virtual que frecuentemente no se corresponde con el ser del mundo real.
Ya no es una novedad afirmar que en la red las personas viven relaciones interpersonales en ausencia del cuerpo y sin un reconocimiento a través de identidades realmente vivibles y visibles; si lo pensamos, hace tan solo veinte años esto era imposible para la mayor parte de la gente. La brecha entre lo ideal y lo real se está haciendo cada vez más grande.
Las relaciones cercanas en la dimensión virtual pueden crear una relación inestable entre cuerpo, identidad, conocimiento de uno mismo y autoestima. La experiencia de lo real, la experiencia del cuerpo, se aleja cada vez más. Tanto, que una frase típica podría ser: “Era mejor no verse, online todo era más sencillo y más bello”.
La mayor parte de los humanos nacidos y crecidos en una época en la que la realidad virtual formaba una pequeña parte de nosotros mismos está destinada a desaparecer; en el pasado, las relaciones se han basado siempre o casi siempre en el saber hacer y en el saber estar; ahora las cosas están cambiando sensiblemente y, sobre todo, muy velozmente. La mayor parte de los nuevos adolescentes occidentales delegan a la mediación visual incluso el primer beso. El primer encuentro amoroso sucede después de haber chateado, mirando post y fotos. Pero no es suficiente; ese primer beso, cuando sucede realmente, cuando los cuerpos se encuentran finalmente, será fotografiado (momento todavía más importante que el propio beso) y rápidamente subido a la red y difundido.
Estoy convencido de que también en este caso la antropología puede ser utilizada como instrumento para intentar comprender mejor los cambios. Esto no significa solo adoptar una postura crítica, sino tratar de profundizar la búsqueda en la experiencia virtual para poder comprender mejor este mundo.
Concluyo citando Ippolita, que desde hace más de diez años, de manera totalmente interdisciplinar y no académica, está afrontando muy seriamente la cuestión: “En el acuario de Facebook somos todos seguidores de Transparencia Radical, un conjunto de prácticas narcisistas y de pornografía emotiva. Estamos subordinados voluntariamente a un inmenso experimento social, económico, cultural y técnico, el cambio en acto”.
Andrea Staid
La mirada se ha convertido en el sentido hegemónico de la modernidad; cada vez más, vemos el mundo a través de pantallas: televisión, vídeo, ordenador. A propósito de esto, podemos introducir el concepto de “aldea global”, definido en estos términos por McLuhan. La “aldea global” consiste en la capacidad de retomar las formas de comunicación cara a cara típicas de las relaciones de aldea, y extenderlas, gracias a la tecnología, a nivel global desconectando el lugar físico de la comunicación del lugar social de la interacción.
Franco La Cecla
Publicado en Tierra y libertad núm.335 (junio de 2016)