Cristina Morales: “El anarquismo es un liberalismo radical y perfeccionado”

No ha sido fácil ‘cocinar’ esta entrevista. A Cristina Morales (Granada, 1985) le mandas un mail y te lo puede responder diez días después, algo inaudito en la época de la hipercomunicación acelerada. Del whatsapp prefiere no saber nada. Y de las llamadas… No parece que haya ni descortesía ni cálculo en su blindaje sino simplemente una inspiradora manera de estar en el mundo, que no comulga con muchas de nuestras interiorizadas rutinas y que, con valiente coherencia, lo hace saber.

Así pues, el lugar, el día y la hora de este encuentro permaneció en el aire hasta el último momento. Finalmente, en lugar de consumarse en Barcelona, la ciudad en la que vive desde los últimos diez años –parte de ellos en pisos okupados– y en la que su carrera literaria eclosionó gracias a Lectura fácil, se celebra en Madrid. Morales propone el apartamento de Lavapiés donde se suele hospedar cuando se acerca a la capital, esta vez para coreografiar el movimiento escénico de la versión teatral de su subversiva y exitosa novela armada por Alberto San Juan en el CDN (Teatro Valle-Inclán).

Tras posar –libérrima, callejera y desenfadada– para las fotos en cuclillas (“como los traperos”) y al lado de una pintada ‘combativa’, se sienta, ya en su habitación, en una silla funcional de Ikea sobre la que se mueve con expresivo azogue durante toda La Conversación. Mientras, va lanzando trallazos verbales contra los ‘agentes opresores’ del ciudadano contemporáneo: redes sociales, aplicaciones de móviles, Estado, corporaciones financieras, feminismo castrante, nacionalismo xenófobo, corrección política… Son invectivas que brotan de la sangre, viscerales, sí, pero muy razonadas también, porque ‘la punki’ siempre fue muy empollona, que lo uno no quita lo otro. Así que durante la próxima hora y media nos exponemos a su potente radiación ácrata, capaz de desperezar rebaños enteros.

Pregunta. ¿Hasta qué punto las protagonistas de Lectura fácil, cuatro discapacitadas bajo tutela, representan a buena parte de la sociedad?
Respuesta. No representan a nada ni a nadie más que a mí misma. No había ninguna intención de “dar voz a…”. De mí sí pueden ser una metáfora, de todo los dolores y opresiones que he sufrido. Y también de las opresiones que yo hago padecer a los demás, porque no soy solo las discapacitadas, también soy las malas-malísimas trabajadoras sociales
.

Quise explotar también mis miserias en la novela, mi potencial como opresora.

P. ¿Quién oprime más, por cierto, el Estado o las grandes empresas multinacionales?

R. Como decía Agustín García Calvo, esa distinción es un falso dilema. El Estado y el mercado hoy en día son la misma cosa. Lo podemos ver en fenómenos como las puertas giratorias.

P. ¿Antes de cargarnos el Estado no habría que pensar que puede ser un eficaz dique de contención contra los efectos del ánimo de lucro de las corporaciones?

R. Podría ser ese dique, sin duda. Hay ejemplos históricos que lo prueban. Pero el Estado ahora da solo migajas que debemos aprovechar porque lo contrario significaría morir de hambre para muchas personas. El asunto es que este gesto mínimo no viene informado por el amor a sus ciudadanos sino por la necesidad de contener el descontento social y mantener una bolsa lo suficientemente amplia de consumidores.

P. ¿Ese le parece el fin de, por ejemplo, el Ingreso Mínimo Vital?

R. Sí. Es una cantidad que no está pensada para el libre desarrollo de la personalidad como determina la Constitución. El objetivo es que pagues las facturas…

P. …las que nos giran, precisamente, las compañías privadas.

R. Eso es. Son dineros para la supervivencia, y ya. El Ingreso Mínimo es sostenedor del statu quo. Yo recibí durante años en Barcelona, cuando dejé de okupar, una ayuda al alquiler del ayuntamiento. Era muy perversa porque me la daban cuando ya había pagado la renta completa y lo había justificado. Si no lo hacía, me la quitaban. ¿Qué pasaba? Que se mantenía el nivel de riqueza del propietario incólume y no propiciaba que se bajaran los precios de los alquileres. Yo me beneficiaba de no ser echada a la calle mientras otro se enriquecía. No es una medida revolucionaria ni transformadora, solo nos quitaban el miedo a no ser desalojadas de un día para otro, que es un avance mínimo en dignidad pero ¿se lo tenemos que agradecer al ayuntamiento de Colau? No.

P. En Lectura fácil muestra, de hecho, cómo las instituciones públicas convierten la protección que están obligadas a dar por ley en control social.

R. Claro, porque la protección nunca es gratis. En la Agenda 2030 se anima a a que sea implantado el carné de identidad en los Estados en los que no existe todavía. Se vende como un paso del progreso, pero la razón no es otra que controlar a la población. Sin DNI no se pueden tener acceso a eventuales ayudas estatales. Mi bisabuelo murió en Mauthausen y la Adelina, mi bisabuela, cobraba una renta en marcos del gobierno alemán. En los años 40 no hacía falta tener una cuenta en el banco para recibir la ayuda. Los dineros se los daban en el consulado de Alemania en Granada así [palmea el dorso de una mano sobre la palma de otra, con rabia]. Luego, cuando llegaron los sistemas de protección social, el paso número uno fue tener una cuenta bancaria. El Estado le da primero la pasta al banco y este luego te la da a ti. Así que el vínculo entre lo público y lo privado ahora es indisoluble.

P. ¿Cuál diría que es la diferencia esencial entre el liberalismo y el anarquismo, que a la postre pretenden reducir al mínimo el Estado y, en última instancia, abolirlo?

R. Es innegable que históricamente el anarquismo procede del liberalismo. Pero el liberalismo no busca la abolición del Estado. El movimiento liberal, desde los ingleses del siglo XVII, quiere un cuerpo de policía, un ejército y unos tribunales para proteger ciertos privilegios de clase, empezando por la propiedad privada. El anarquismo sí predica una abolición completa porque ¿de qué libertad hablamos si se mantiene la policía? Es un liberalismo radical, perfeccionado. Ah, y no olvidemos la importancia de la familia monógama para el liberalismo, en la que, por el contrario, no cree el anarquismo.

P. A la democracia también le pone algunas pegas…

R. …todas las que quiera [ríe].

P. ¿Cuáles son las principales?

R. Es que la que tenemos ahora, con las elecciones cada cuatro años, es como de chiste. El otro día Felipe –qué pesadilla–, al hilo de la polémica por la renovación de CGPJ, le decía al PP que no podía incumplir la ley, que, si no les gustaba, que la cambiaran por los cauces marcados. Es la moral de todos los demócratas: que no existe acción política legítima fuera de la burocracia legal, que es un lugar lejanísimo, inalcanzable, para los ciudadanos. ¿Qué patraña nos quieren vender con eso de que votando influimos en el proceso político? Se participa y se influye de manera extraburocrática, desde fuera del sistema de poder de los partidos. Y, por otro lado, la democracia luego persigue al desgraciao que hace una pintada, no al que, como decía Felipe, perpetra un golpe de Estado blando por no acceder a renovar el CGPJ.

P. ¿Diría que la vida de la gente hoy, paradójicamente, está más alienada que en los tiempos de la Revolución industrial, que fueron los que dieron pie a Marx para acuñar el concepto de ‘alienación’?

R. Pues no sé cómo estarían las cabezas en el siglo XIX pero hoy, debido a la tecnología, estamos profundamente adocenados. Las condiciones para someternos son óptimas, con todos llevando un móvil encima…

P. Y luego en las redes ‘transparentamos’ nuestras vidas alegremente.

R. ¡Aparte, sí!

P. Me decía Romeo Castellucci hace poco, en relación a esto, que besamos los barrotes que nos encierran. ¿Lo comparte?

R. Yo creo que las aplicaciones nos cortan las alas, sí. Es verdad que hay gente que defiende que algunas aplicaciones son emancipatorias para ciertas personalidades disidentes o de físicos no canónicos, que nunca lo han tenido fácil para ligar. Pero yo no puedo estar de acuerdo con este discurso porque las aplicaciones tipifican a las personas que se exhiben en ellas. Aparte de que rompen la espontaneidad, generan encasillamiento, con lo que consolidan los cánones de los que se supone que te están liberando. Yo animo a todo el mundo a que se quite esas aplicaciones de citas, que así no se folla, o se folla mal, con menos gusto, y estás siempre to rayao mirando el teléfono.

P. Pasolini decía que demasiada libertad sexual nos convertiría en terroristas, en el sentido de que el cuerpo del otro acabaría siendo visto como un bien de consumo. ¿Qué le parece?

R. Qué gracioso, Pasolini… Recuerdo que escribió por ahí que cuando estaba con Terenci Moix era imposible follar, que no era un amante sino una biblioteca [risas]. Yo creo que en la sociedad en la que vivimos no hay tanta abundancia sexual como para suponer un peligro. Es lo contrario: vivimos en la escasez y la represión sexual, y de ahí que follemos tan mal, tan materialistamente, porque hay un absoluto desconocimiento del otro. Ya me gustaría tener que preocuparme de esa abundancia que señala Pasolini, pero de momento estamos muy lejos.

P. Es paradójico esto que dice de que se folla poco porque, en contraste, las cifras de consumo de porno en internet son desorbitadas. ¿Es otra deriva del individualismo rampante?

R. Claro, vivimos en un periodo de atomización social, de superindividualidad. No hay comunidad, ni para follar (podemos decir también amar) ni para decidir juntos qué hacer con nuestro destino. Esto lo suplen los relatos hegemónicos de los grandes poderes. La acción social colectiva está dinamitada. Quizá eso explique el filón del porno también. Yo no lo consumo, igual me estoy perdiendo grandes peliculones, no sé…

P. Luego está lo que usted denomina el “feminismo castrador”, el que pone el ‘no es no’ por delante del ‘sí es sí’. Un lema por cierto de los ambientes okupas tomado por las instituciones.

R. Yo lo llevo viendo desde que era chavala e iba a casas okupa en Granada, y hace unos cuatro años empecé a verlo en las fiestas mayores de Barcelona. Y así tantas cosas… Tiene lógica porque nuestros movimientos sociales son reactivos y no ofensivos, que es lo que deberían ser, lo cual no significa salir con fusiles a la calle sino ir ocupando espacios del poder privado o público privatizado. El ‘no es no’ es defensivo pero al lado falta la tarea creativa, más riesgosa, que es la del ‘sí es sí’. Di lo que no te gusta pero también lo que te gusta. En la defensa no se expresa la vulnerabilidad. Al revés, una se hace fuerte. Es en la expresión del deseo donde te la juegas del todo. Muy diferentes serían nuestras fiestas si el foco se pusiera también en el reverso del no. Por otra parte, yo creo que en el ‘sí es sí’ va implícito el ‘no es no’, si no estás tratando con un capullo o capulla. Me parece de una obviedad silogística.

P. Arremete también contra la cultura del esfuerzo y del emprendimiento que, insultantemente, soslaya que no todos partimos de la misma casilla de salida. Hay mucho libro de autoayuda que la azuzan, por cierto.

R. Los fundadores del fascismo estarían muy orgullosos si leyeran los libros de autoayuda que se publican hoy. Pensarían: qué bien ha cuajado la cosa. La autoayuda es asquerosa. Te dicen que tú solo puedes superar adversidades sociales como la de ser un desclasado. Eso es algo que únicamente se puede resolver colectivamente. Es mucho más difícil que ir al quiosco y comprarte Quién se ha llevado mi queso.

P. Hablando de fascismo, usted hizo una reveladora gamberrada ‘camuflando’ pasajes de Ledesma Ramos en su novela Los combatientes. Aquellos fragmentos enardecieron a personas de izquierdas que no detectaron la fuente.

R. Sí, como al propio Constantino Bértolo, que es estalinista.

P. Bueno, tiene su lógica: igual que decíamos que el anarquismo manó del liberalismo, el fascismo lo hizo del socialismo.

R. Absolutamente, era muy coherente. Así que hay que tener cuidado antes de llenarse la boca con la palabra ‘antifascismo’. Lo epatante fue que en el 15M se abrazara el discurso de Ledesma Ramos y no oliera a chamusquina nada.

P. Lleva diez años en Barcelona, donde llegó desde Granada. ¿La palabra ‘charnega’, que parecía sepultada y ahora ha vuelto a aflorar, le define? ¿Se la aplicaría?

R. Sí, indudablemente me define pero es mala noticia para el charnegueo (no vamos a decir charneguismo, que implicaría ideologizarlo) su museificación. Eso le resta potencia. Yo el término lo conocí leyendo a Marsé cuando llegué a Barcelona. A mí nadie me lo ha dicho porque no se usaba ya. El perfil de migrante de referencia se desplazó de los andaluces y murcianos a los latinos y los africanos. Pero, vamos, si ya tengo bastante con el encasillamiento de mujer y de mujer-que-escribe, solo me faltaba ir a festivales de charnegueo, otra casilla más para volverse loca. Lo que sí quiero decir es que la andaluzofobia es una realidad en Cataluña. De mi acento han hecho chistes hasta que gané el Herralde. Entonces empezaron a respetarme.

P. Le ha tocado vivir el procés en primera línea. Los indepes no salen ilesos precisamente en Lectura fácil. ¿Cómo recuerda todo aquello?

R. El dolor más grande de mi corazón fue cuando las cuperas [se refiere a las militantes de las CUP] cooptaron los espacios anarquistas. De pronto, las colegas empezaron a defender lo del ‘momento histórico’, y yo tuve grandes conflictos cuando me decían que no tenía ni idea del tema porque no era de allí. Me sentía como si me pidiera el DNI la policía. Muchas cuperas, cuidao, que eran charnegas, andaluzas. Te contaban que cuando se fueron de su pueblo Cataluña les arropó y que por tanto estaban del lado de ‘los catalanes’. Pero yo no sé qué es ese ente que llamaban ‘los catalanes’ y por eso no tengo nada que agradecerle a ‘los catalanes’. Es la trampa del nacionalismo, decir que existe, pero no, miren, ‘los catalanes’ no existen. Existe una masa social diversa, llena, entre otras cosas, de migrantes que no tienen por qué identificarse con esa etiqueta. Todo aquello fue un suflé, a la vista está. Hoy en las casas okupa no se habla de ello. Ya no me siento acosada.

P. ¿El sueño húmedo de Cristina Morales sería ver con sus ojos una escena que presenció Federica Montseny en Barcelona tras el golpe de Franco: los proletarios robando los bancos no para quedarse el dinero sino para quemarlo en una pira?

R. [Abre los párpados ampliamente y muestra sus grandes ojos verdes iluminados] ¡Mira! Ella lloró detrás de sus gafas de culo de vaso. Mis sueños húmedos son inconfesables en esta entrevista pero este, que no estaba entre ellos y me lo has puesto tú como una semilla en la cabeza, va a empezar a serlo, echando también los móviles a esa hoguera.

Licenciada en Derecho y Ciencias Políticas, Cristina Morales luce músculo académico al lado de su currículum literario, que abrió con el libro de relatos La merienda de las niñas (2008). Luego publicó Los combatientes, Terroristas modernos, Últimas tardes con Teresa de Jesús y Lectura fácil, con la que ganó el Herralde y el Premio Nacional de Narrativa. En breve se estrena la serie a partir de ella. “Más mala que un dolor”, dice.

Alberto Ojeda 
 y Esteban Palazuelos

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