Hoy, leo una noticia sobre un jugador profesional de water-polo, que al parecer hace tiempo que aseguró que le gustan los tíos y que se joda al que no lo apruebe. En un lance del partido, se produjo cierta discusión, y un cretino rival le espetó: «¡Cállate, maricón!». Esto, que ya es suficientemente irritante si se hubiera quedado en un calentón en plena disputa deportiva, no se terminó ahí y el idiota homófobo, lejos de disculparse al término del partido, reiteró el insulto. Como se supone que la sociedad ha avanzado mucho, en cuestiones de respeto a los gustos sexuales de cada cual, sorprende bastante la noticia y muchos se apresuran a pedir alguna medida desciplinaria sobre el estúpido machito insultador. Para lo que sigan este blog, ya sabrán que no soy nada amigo de medidas represivas, aunque habría muchas manera de sancionar comportamientos que afectan al prójimo, y no necesariamente pasan por la intervención de una autoridad superior coercitiva. Desgraciadamante, este hombre que «salió del armario» (¡y eso debería dejar de ser necesario, simplemente hay que normalizar y que se joda al que no le guste!), me da la impresión de que es una excepción en el mundo competitivo profesional, tan plagado de «virilidad», por lo que el asunto invita a una reflexión.
Particularmente, desde muy joven, creo que sin ser aleccionado de ninguna manera, soy una persona muy sensibilizada sobre la cuestión de la condición o gustos sexuales, así como sobre la cuestión de la identidad personal en general. Posteriormente, descubrí la teoría queer, acerca de que al igual que tantos otros aspectos relativos a la identidad, la sexual es en gran medida un producto de la sociedad y el ambiente en que nos hemos desarrollado. Muy interesante y, a pesar de que se han podido ver críticas, y por supuesto el debate siempre está abierto sin imposiciones categóricas, creo que es algo a tener muy en cuenta a la hora de edificar una sociedad libertaria. El caso es que desde mi ya extensa vida he vivido situaciones muy similares a la que he narrado en el que la palabra «maricón» se usa como arma arrojadiza, tal vez, para asentar la supuesta hombría del que la utiliza en su paupérrima visión de la vida. Recordemos que, oficialmente, no se dejó de considerar la homosexualidad una enfermedad hasta hace poco más de 30 años; sí, en España veníamos de un régimen repulsivo abiertamente discriminador, del que este actual ha sido deudor en cierta medida, pero era el conjunto de las sociedades humanas, incluso las más «democráticas», las que consideraban al diferente como una anomalía. Ni siempre ha sido así, ni tiene por qué serlo, y hablo de muchos aspectos en lo relativo a la sociedad que nos gustaría.
Anécdotas como la que he narrado al comienzo de este texto, las llevamos viviendo toda la vida por parte de botarates (y no solo reaccionarios, lo cual es siempre sorprendente). Por los motivos que sean, a demasiadas personas todavía les causa sorpresa que dos personas del mismo sexo se besen, les sorprende de manera condescendiente que existan tantas personas que hayan salido del armario en los últimos tiempos o, en el peor de los casos, no tardan en recurrir al insulto de rigor, que deja bien claro para ellos su concepto de la «normalidad». Ayer mismo, en una cafetería escucho a un tipo decir a otro: «¿Tú desde cuando eras mariquita»? No se dirigía a alguien gay, sino que era obviamente un comentario jocoso (y casposo) propio de otros tiempos, que todavía asoman; decidí esta vez hacérselo ver, y aseguro que no soy nada amigo de lo «políticamente correcto» (espero que se entienda que no van por ahí los tiros), pero el hombre, de cierta edad, no entendió nada y me aclaró que se dirigía a un amigo en tono de broma. La cuestión es, volviendo al mundo del deporte, que la excepción sigue siendo alguien que normaliza su gusto sexual; en una competición multitudinaria, como es el maldito fútbol, no ha salido del armario ni el tato. Y no es de sorprender, ya que los estadios, cuando se vuelvan a llenar, volverán a ser focos alienantes donde las masas desahoguen sus pobres cargas existenciales insultando por doquier. Producto de una sociedad que tenemos, que tal vez no haya avanzado tanto.
Gracias