La desindustrialización es ahora un fenómeno característico de los países capitalistas avanzados. En estas líneas aclararé sobre todo el impacto de la desindustrialización en todos los países capitalistas; en segundo lugar, intentaré definir las implicaciones de este fenómeno en la superación del capitalismo, sobre la transformación de la sociedad en sentido comunista libertario. Este tema no solo tiene implicaciones de análisis y de debate teórico, sino que también tiene un impacto muy duro sobre millones de proletarios, sobre los que planea el espectro del paro.
Nos servirá de guía en esta reflexión una intervención del economista marxista Michael Roberts en su propio blog con el título “De-industrialisation and socialism”. El trabajo de Roberts parte de la constatación del evidente declive del sector industrial como producción y fuerza de trabajo ocupada en las economías capitalistas maduras en el siglo XX.
No obstante, el mundo no se está desindustrializando. Podemos usar las estadísticas de la OIT (Organización Internacional del Trabajo), teniendo en cuenta que los trabajadores industriales son subestimados, en cuanto a los transportes, las comunicaciones, y muchos trabajadores de sectores de alta tecnología son incluidos en el sector servicios. Según estas estadísticas, en todo el mundo durante 1991 eran 2.200 millones las personas empleadas en la producción; hoy son 3.200 millones: la fuerza de trabajo global ha crecido en 100.000 millones durante los últimos veinte años.
En particular la fuerza de trabajo empleada en el sector industrial es del 46 por ciento, de 490 millones en 1991 a 750 millones en 2012, y se prevé que alcanzará los 800 millones a finales de la década. Si consideramos los años comprendidos entre 1991 y 2012, la fuerza de trabajo industrial ha crecido un 1,8 por ciento al año, mientras que si consideramos los años comprendidos entre 2004 y 2012, el crecimiento ha sido ¡del 2,7 por ciento!
Pero si esta es la tendencia global, en lo que respecta a las denominadas economías capitalistas desarrolladas, la fuerza del trabajo industrial ha disminuido de 130 millones en 1991 a 107 millones en 2012. Podemos afirmar por ello que la desindustrialización es un fenómeno de las economías capitalistas maduras, pero no de las “emergentes” y subdesarrolladas.
En todo el mundo, el porcentaje de la fuerza de trabajo empleada en el sector industrial sobre el total ha crecido del 22 al 23 por ciento, mientras que en el mismo periodo el porcentaje de la fuerza laboral ocupada en la agricultura ha caído del 44 al 32 por ciento; podemos decir que el proceso de producción capitalista absorbe campesinos y trabajadores agrícolas de las zonas rurales y los transforma en obreros industriales en las grandes ciudades, y este es un proceso que continúa. El sector servicios que, como hemos visto, está mal definido, se ha convertido en el más importante, ocupando del 34 en 1991 al 45 por ciento en 2012 de la fuerza global de trabajo.
Existen razones de fondo que empujan a las sociedades capitalistas maduras hacia la desindustrialización. Sin duda, la principal es el mantenimiento de la tasa de beneficios del capital: ahora ya no es conveniente para el capital invertir en las economías desarrolladas, así el capital contrasta la caída de la tasa de beneficios con la globalización y busca más fuerza laboral para explotar a buen precio. Hay que tener presente que las economías más avanzadas desde el punto de vista capitalista son las de los países imperialistas: en las metrópolis imperialistas la exportación de mercancías, y las funciones ligadas al control de los flujos financieros sustituyen a la producción inmediata. Esto conduce al declive de la industria manufacturera, si exceptuamos los objetos de lujo; y tiene también consecuencias sobre la composición de clase, con el aumento de los trabajadores que distribuyen servicios personales, y con el nacimiento de una aristocracia obrera, beneficiaria de una pequeña parte de los superbeneficios del imperialismo, al que está atada de pies y manos. De esta fracción de la clase obrera salen los cuadros de los partidos parlamentarios de izquierdas y de los sindicatos de Estado; en este origen de clase, aparte de en la estructura vertical y autoritaria se explican las continuas traiciones de los reformistas, y cómo no se puede confiar en las promesas de estos señores, incluso cuando están hechas de buena fe.
Llegados a este punto, Michael Roberts se plantea dos preguntas: ¿el futuro del capitalismo será la desaparición del proletariado como sujeto del cambio, será una sociedad sin industria, donde la gente podrá esperar la reducción del horario de trabajo para vivir y podrá tener crecientes periodos de tiempo libre? Y si en el futuro no habrá ni industria ni clase obrera, ¿qué sentido tiene proponer la vuelta a la manufactura y a la industria como el camino para alcanzar una sociedad mejor?
Ya J. M. Keynes en los años 30 del pasado siglo había hecho previsiones de este tipo, de un “postcapitalismo” basado en el tiempo libre sin pobreza. Estas previsiones han sido constantemente desmentidas, e incluso en las páginas de este periódico señalamos datos y episodios que demuestran la creciente miseria, moral y material, de las clases populares. Pero todo esto obviamente no basta: la ideología burguesa propone periódicamente el paraíso del capitalismo al final del periodo de sacrificios, debemos sacrificarnos hoy para estar mejor mañana, pero esta situación mejor no llega nunca.
Como Michael Roberts, también yo estoy convencido de que no es posible un cambio gradual del capitalismo, sino que para pasar a una sociedad postcapitalista de bienestar y tiempo libre para todos es necesaria una ruptura radical, un desenlace revolucionario.
Las preguntas que se plantea Roberts merecen una respuesta, sobre todo porque hoy millares de trabajadores son empujados a movilizarse contra el paro, pidiendo una política industrial que es realizable, y también porque es necesario comprender qué camino debe tomar la transformación social, y qué papel juega en ella la industria y los trabajadores empleados en ese sector.
Para sintetizar: millones de personas, en los países de capitalismo avanzado, están sin trabajo mientras que los medios de producción, máquinas, instalaciones, materias primas, y terrenos agrícolas están sin utilizar. Por otra parte, los estratos populares están faltos de los bienes y servicios necesarios a la vida, a la salud, a la cultura. Parecería que bastase una iniciativa política, una iniciativa de programación económica que relance la economía para arreglar las cosas. En realidad esto es menos fácil de lo previsto, porque se enfrenta con el provecho individual de cada capitalista, con la propiedad privada de los medios de producción y con el gobierno, que protege a las clases privilegiadas. La iniciativa sindical sola, la solidaridad entre los explotados no es suficiente para cambiar las cosas si no cambia toda la sociedad.
¿Cuál puede ser el papel de los trabajadores industriales en este cambio? Quien busca un sujeto revolucionario, indicando con este nombre una masa de maniobra para utilizar en sus planes políticos, se puede dejar guiar por las oscilaciones numéricas de los diferentes componentes de la fuerza laboral. El movimiento anarquista sostiene que la emancipación de los trabajadores debe ser obra de ellos mismos, no puede ser delegada en un partido o en un gobierno. Si los trabajadores quieren emanciparse, deben quitar al capitalista la posesión de los medios de producción y utilizarlos en beneficio de todos, más que del beneficio individual. Esto es cierto tanto si los trabajadores industriales son el 30 por ciento de la fuerza laboral ¡como si son el 20 por ciento! El recorrido de la emancipación se hará si los trabajadores adoptan formas de organización que aumenten su libertad, no si hay un gobierno que, a través de decretos, pone fin al dominio de los capitalistas.
Junto a la disminución de la fuerza de trabajo industrial, en los países capitalistas desarrollados asistimos al crecimiento de los sectores dedicados a los productos de lujo, de armamentos y de cosas por el estilo. Es obvio que para estos sectores no se plantea solo el problema de la autogestión sino también el de la reconversión. Por otra parte, la miseria de las clases populares no se deriva solo del acaparamiento de ciertos bienes por parte de los especuladores, sino del hecho de que la producción no está organizada para satisfacer las necesidades de las masas; es menester acompañar la expropiación de los capitalistas y la autogestión de la producción con un plan destinado a mejorar el nivel de vida de los explotados. Se trata de transferir recursos, fuerza de trabajo, instalaciones, todo lo que es necesario en los sectores que producen bienes de lujo –o trabajan esencialmente para valores de inversión– a los sectores productivos destinados a satisfacer las necesidades populares. Se trata de un plan que va en dirección contraria al mecanismo del capitalismo, basado en el crecimiento exponencial de la producción y de la producción de medios de producción, y sobre la producción de bienes de lujo.
En esta óptica, toda una serie de sectores hoy florecientes desaparecerán, o serán redimensionados; se llegará así a una verdadera desindustrialización, también con la mira puesta en la superación de la brecha existente entre campo y ciudad. Si la perspectiva en la que nos movemos es esta, no podemos dejar de llegar a la conclusión de que la autogestión de la producción es solo un aspecto de la revolución social: se debe integrar con la gestión social de la producción, porque no solo implica a los trabajadores sino también a los consumidores, a los ciudadanos que viven alrededor, como las luchas medioambientales nos han enseñado, y que un gobierno central es incapaz de comprender.
Por eso ahora la lucha por una política industrial surge por lo que no es más que otro modo de engañar a los trabajadores, lanzarles a nuevos sacrificios, confiarse a los explotadores de turno y perder de vista la perspectiva de la transformación social, única que puede poner fin a esta vida de incertidumbre, de paro, de miseria.
Tiziano Antonelli
Publicado en el periódico Tierra y libertad núm.318 (enero 2015).