Se acaba de celebrar el Direct Democracy Festival, en Salónica (en Macedonia Central, Grecia), del 3 al 5 septiembre 2015, organizado por el movimiento antiautoritario, con múltiples conferencias, conciertos y todos tipo de actividades. La asistencia ha sido espectacular. Reproducimos a continuación el texto que ha servido de base para la intervención de Tomás Ibáñez.
Hoy el anarquismo está demostrando cotidianamente cuán equivocados estaban quienes, reunidos en torno a su cuna, pronosticaron con científica mirada que esa criatura tan solo gozaría de una efímera e irrelevante existencia.
Ciertamente, su andadura, acompañada de constantes mofas, de burdas descalificaciones, y de una brutal persecución, no estuvo exenta de vicisitudes, y en más de una ocasión la profecía de su inevitable desaparición pareció estar a punto de cumplirse.
Sin embargo, ese vaticinio fracasó por completo, y en la actualidad, muy lejos de haber desaparecido, o de quedar rezagado respecto de otras corrientes políticas, el anarquismo exhibe una llamativa vitalidad y constituye una pequeña pero batalladora máquina de guerra contra el sistema.
Esa vitalidad se manifiesta en la impresionante, en la extraordinaria, expansión de los colectivos anarquistas por todo el planeta, pero también podemos apreciarla en la influencia que algunos de sus principios y de sus prácticas ejercen sobre amplios colectivos, y sobre miles y miles de personas que no se reclaman de él, pero que reencuentran, o que reinventan, en las luchas, unas formas políticas que le son bastante cercanas.
Me gustaría detenerme sobre cuatro de las razones por las cuales el anarquismo se ha afianzado finalmente como un planteamiento que no solo está plenamente vigente en los inicios del siglo XXI, sino que también está cargado de futuro.
La primera de esas razones remite, curiosamente, a algunas de las peculiaridades del anarquismo que fueron duramente criticadas, y denunciadas como insuperables deficiencias, pero que se han revelado, finalmente, sumamente valiosas.
Entre esas supuestas deficiencias, se decía que la ausencia de un cuerpo doctrinal riguroso, consistente, y sistemático condenaría el anarquismo a carecer de rigor, a tolerar excesivas imprecisiones, y a dejar abiertas demasiadas cuestiones. Sin embargo, resulta que, por una parte, esa ausencia no es casual porque la idea anarquista no se deja apresar en el formato del discurso teórico canónico, y, por otra parte, es esa falta de rigidez y ese carácter relativamente borroso los que le han permitido afrontar las cambiantes circunstancias del mundo, al mismo tiempo que han propiciado ese carácter multiforme y heterogéneo, esa diversidad que suele constituir una buena baza para la supervivencia. Nos hallamos así ante un anarquismo cuyas diversas modalidades están unidas por un inconfundible aire de familia más que por su adscripción a una doctrina común, nítidamente perfilada.
Otra de las deficiencias que se le imputan radica en su supuesta incapacidad para, separar, para diferenciar unas categorías que suelen ser consideradas como claramente distintas. Sin embargo, lejos de tratarse de una incapacidad estamos más bien ante la deliberada voluntad de entrecruzar y de mezclar esas diferentes categorías, lo que da como resultado que el anarquismo es simultáneamente y de manera indisociable, una formulación política, pero también una forma de vida, pero también un conjunto de prácticas, pero también una forma de ser y de comportarse, pero también una utopía. Es, precisamente, esa imbricación entre lo político y lo existencial, entre lo teórico y lo práctico, entre la ética y la política, es esa fusión entre la esfera de la vida y la esfera de la política la que atrae actualmente hacia él a una parte de la juventud.
Una segunda razón que da cuenta de su vitalidad radica en que el anarquismo se presenta, hoy, como lo que se opone de la forma más radical a los aspectos más intolerables del sistema vigente. Es porque representa, por así decirlo, lo otro del sistema, la antítesis de muchos de sus rasgos los más inaceptables, por lo cual la actual acentuación de esos rasgos en nuestra sociedad la está convirtiendo, muy a su pesar, en un autentico caldo de cultivo para el desarrollo del anarquismo.
Basta con observar las características de los actuales colectivos de jóvenes anarquistas para ver que representan, efectivamente, la antítesis de aquellos rasgos del sistema que más soliviantan una parte de la sociedad, sobre todo en sus capas más juveniles.
Así, por ejemplo, frente al patriarcalismo imperante esos colectivos se caracterizan por una marcada sensibilidad antipatriarcal que se muestra especialmente beligerante contra el lenguaje sexista, contra los comportamientos machistas, y contra las manifestaciones, incluso las más leves, de homofobia.
Así mismo, esos colectivos ya no se definen solamente como anticapitalistas, sino como radicalmente anticapitalistas, ensanchando la clásica denuncia de la explotación laboral y de la desigualdad económica, para abarcar, también, la mercantilización de nuestra existencia y la lógica del consumo impuesta y alentada por el capitalismo.
Una tercera razón radica en la expansión de las Nuevas Tecnologías de la Información y de la Comunicación, ya que, paralelamente a sus innegables y a sus enormes efectos liberticidas, esas tecnologías también posibilitan una serie de fenómenos sociales que prescinden de estructuras jerarquizadas, y que favorecen los procesos de auto organización, propiciando una comunicación instantánea y multidireccional que facilita notablemente la realización de actividades conjuntas en un contexto de horizontalidad y de autonomía.
Por fin, una cuarta razón remite a la expansiva y continua proliferación de los dispositivos de poder por todo el tejido social. Esos dispositivos operan en la sociedad contemporánea con una precisión quirúrgica, cada vez más fina, accediendo a los más ínfimos detalles de nuestra existencia, al tiempo que multiplican los ámbitos en los que intervienen, y que diversifican sus procedimientos.
No resulta pues nada sorprendente que la toma de conciencia política se origine, cada vez más, en la experiencia del control ejercido sobre nuestra vida cotidiana, y en la percepción de que es nuestra existencia entera la que se encuentra atrapada en las multifacéticas redes del poder. El incremento de la hostilidad frente al poder, y la intensificación del deseo de combatirlo, crean un contexto que se revela especialmente fértil para el desarrollo del anarquismo, y parece lógico que su importancia política vaya creciendo a medida que aumenta la importancia y la sofisticación de los dispositivos de dominación en la vida cotidiana y en el conjunto de la sociedad.
Bien, si su vitalidad es innegable, y si algunas de las razones de esa vitalidad parecen bastante claras, también es cierto que el anarquismo se encuentra aquejado en el momento actual por una serie de tensiones que pueden debilitar su expansión y su efectividad, y no quisiera rehuir aquí su discusión.
Sin embargo, para reflexionar sobre esas tensiones quizás sea útil recordar previamente algunos de los rasgos más definitorios del anarquismo.
Es cierto que el gesto anarquista, sin nombre propio, tal y como se manifiesta con independencia de ser identificado y nombrado como tal por el anarquismo, está presente en cualquier acto de insumisión frente a la dominación, en cualquier grito de libertad, en cualquier sublevación contra la imposición, y en ese sentido es fácil vislumbrar por doquier destellos anarquistas a lo largo de toda la historia de la humanidad. Sin embargo, más allá de ese valioso gesto, el núcleo duro del anarquismo propiamente dicho engloba un conjunto de elementos que definen lo que bien podríamos llamar: el invariante anarquista.
De hecho, ese invariante esta compuesto por un puñado de valores, que no son ni universales ni objetivos, como tampoco lo son cualesquiera otros valores actualmente existentes, pero que son, simplemente, los nuestros, los que hemos decidido, asumir, argumentar, promover y defender. Entre ellos figura, en lugar privilegiado, el valor de la equalibertad, es decir, la libertad y la igualdad formando un único e inextricable concepto que une, indisolublemente, la libertad colectiva y la libertad individual, a la vez que excluye totalmente la posibilidad de que, desde la perspectiva anarquista, se pueda pensar la libertad sin la igualdad, o la igualdad sin la libertad.
Ese simple valor, la equalibertad, implica, en rigurosa lógica, tanto el rechazo de los regímenes de explotación económica, entre ellos el capitalismo, como el rechazo del Estado, sea cual sea la forma que este adopta. Eso apela, consecuentemente, a la ineludible exigencia para cualquier anarquista de luchar frontalmente contra esos dos enemigos.
Junto con el valor de la equalibertad, y junto con la afirmación de que es posible y, en cualquier caso, intensamente deseable, vivir sin dominación, el anarquismo reclama, como una de sus señas de identidad más definitorias, la dimensión prefigurativa de sus prácticas. Esa exigencia de que la política anarquista, sus planteamientos, sus acciones y sus prácticas, tenga un fuerte carácter prefigurativo descansa sobre la antigua y acertada convicción de que los fines y los medios nunca se pueden escindir, y que, por lo tanto, no se puede alcanzar unos objetivos acordes con los valores anarquistas tomando unos caminos que los contradicen.
Dicho con otras palabras, las acciones desarrolladas, y las formas organizativas adoptadas, deben reflejar, ya, en sus propias características, las finalidades perseguidas, deben prefigurarlas, y esa prefiguración constituye una autentica piedra de toque para enjuiciar su validez. Sería incongruente, por ejemplo, desarrollar acciones que fuesen en dirección opuesta al principio de equalibertad.
Bien, las tensiones que aquejan actualmente el anarquismo son múltiples, pero entiendo que dos de las más importantes son, por una parte, las que atañen a la problemática de la organización anarquista y, por otra parte, las que remiten al dilema entre reformismo y revolución, o entre el anarquismo gradualista y el anarquismo revolucionario.
Empezaré por la tensión entre reformismo y revolución, procurando actualizar esas dos orientaciones y esbozar los rasgos de un híbrido que toma la forma — perdón por el oxímoron — de un “reformismo revolucionario”.
Si el antiguo radicalismo revolucionario reducía las audiencias hasta encerrarlas en un gueto que hacía imposible que pudiese alcanzar sus objetivos, mientras que el clásico posibilismo reformista las ensanchaba, pero acababa reproduciendo los rasgos básicos de lo ya existente, es decir de lo instituido.
El clásico posibilísimo reformista justificaba la utilización de los cauces de participación ofrecidos por el propio sistema, afirmando que era posible mejorar la sociedad gradualmente y por fragmentos. Por su parte, el clásico radicalismo revolucionario estaba convencido de que solo una insurrección que afectase a la totalidad de la sociedad podía acabar realmente con la dominación y con la explotación.
Hoy, el nuevo posibilísimo reformista sigue considerando que se pueden hacer muchísimas cosas más allá de proclamar que “la única solución es la revolución”, y sostiene que no es sensato, ni revolucionario, mantenerse al margen de la posibilidad de cambiar parcialmente las cosas cuando estas asfixian a las personas más desfavorecidas, o cuando se trata de defender a los explotados y a los colectivos más discriminados. Resulta, además, que ciertas experiencias de participación en las instituciones, como por ejemplo el municipalismo libertario, permiten desarrollar en el seno del pueblo una eficaz pedagogía de la democracia directa.
Ahora bien, ese nuevo reformismo ha aprendido que las reformas, incluso las más radicales, sirven finalmente para fortalecer el sistema, introduciendo cambios que actúan como una vacuna para prevenir transformaciones radicales. Sin duda, actuar sobre aspectos parciales desde dentro del sistema es, con frecuencia, pan para hoy, pan en lo inmediato, y hambre para mañana.
Por su parte, el nuevo radicalismo revolucionario ha aprendido que cuando la revolución se sitúa en el futuro y se plantea como un brusco cambio radical de toda la sociedad, esa revolución nunca acaba por acontecer y, desde luego, nunca podría tener un perfil anarquista. Por eso, el nuevo radicalismo ya no sitúa la revolución al final del camino recorrido por las luchas, sino que la considera como una dimensión que es constitutiva de la propia acción subversiva, y que se produce en el seno mismo de las luchas actuales, y de las formas de vida que esas luchas suscitan. Rompiendo con el pensamiento escatológico, la revolución ya no es algo que está por acontecer, sino que se encuentra anclada en el presente, y es efectivamente vivida en la cotidianidad de las luchas.
Lo revolucionario ya no consiste tanto en avanzar hacia un horizonte emancipador, como en romper unos dispositivos de dominación concretos y situados, en bloquear el poder en sus múltiples manifestaciones, creando, aquí y ahora, espacios que sean radicalmente ajenos a los valores del sistema y a los modos de vida inducidos por el capitalismo.
Recordando a Gustav Landauer cuando declaraba que “la anarquía no es una cuestión del futuro sino del presente”, el anarquismo no sólo debe ofrecer razones y medios para luchar, para oponerse y para enfrentarse, sino que también debe ofrecer razones y alicientes para vivir de otro modo, detectando y dilatando intersticios donde hacer prosperar espacios de equalibertad.
Ahora bien, la necesidad de construir la revolución en el presente y de anclarla en la actualidad conduce a contemplar transformaciones que, obviamente, solo son parciales y locales.
Por lo tanto, el punto de encuentro entre el nuevo posibilísimo reformista y el nuevo radicalismo revolucionario se sitúa en la importancia concedida por ambas orientaciones a la transformación del presente, y más precisamente a la transformación revolucionaria del presente, propiciando unos cambios que, por una parte, son necesariamente limitados y parciales, como lo propugnaba el reformismo, pero que, por otra parte, están condenados al fracaso si no conllevan una imprescindible dimensión revolucionaria, como lo defendía el radicalismo.
Desde ese punto de encuentro entre el nuevo posibilísimo y la nueva radicalidad, creo que se puede vislumbrar la posibilidad de construir un híbrido entre reformismo y radicalismo, un híbrido que adopte la forma de ese oxímoron representado por un reformismo revolucionario. Se trata de desarrollar prácticas revolucionarias orientadas a cambiar parcialmente las cosas en el marco de la sociedad realmente existente, y se trata de impulsar reformas que tengan una proyección revolucionaria.
Para ese reformismo revolucionario la cuestión ya no consistiría en saber en qué ámbitos conviene actuar o participar, la cuestión radicaría más bien en saber que condiciones deben cumplir las actuaciones y la participación para ser revolucionarias a pesar de propiciar unas transformaciones que solo son parciales.
Por suerte, el anarquismo dispone de un elemento decisivo para establecer esas condiciones, se trata de la exigencia de que las intervenciones anarquistas, sus formas de lucha, sus realizaciones prácticas, y en definitiva su política, sean auténticamente prefigurativas.
En efecto, la mera exigencia de respetar el carácter prefigurativo de nuestras formas de participación y de intervención dibuja unas líneas rojas que invalidan aquellas modalidades de participación que impliquen practicas contrarias a los fines perseguidos, y eso descarta, por ejemplo, la participación en la gestión de grandes municipios, o en cooperativas de gran volumen, o la ocupación de cargos en las centrales sindicales institucionales.
La exigencia de autonomía es, quizás, un buen ejemplo de como la dimensión prefigurativa permite establecer la eventual legitimidad libertaria de las modalidades de participación, garantizando al mismo tiempo su contenido revolucionario.
En efecto, uno de los elementos más importantes de la agenda libertaria consiste en reivindicar la capacidad de decidir por sí mismo. Sin embargo, no basta con reivindicar esa capacidad, no basta con reivindicar el principio de autonomía, es preciso hacer efectivo su ejercicio porque la autonomía solo se construye ejerciéndola, no puede acontecer desde otro lugar que no sea el de su propio ejercicio. La autonomía es una meta que sólo se puede alcanzar a través de su propia práctica, no es algo que se puede instituir de otra forma, no es algo que nos pueda ser dado, otorgado, desde fuera, es decir, por vía heterónoma, porque eso constituiría una clara contradicción en términos.
Si la participación política de signo libertario ha de tener un carácter prefigurativo, esta debe implicar el ejercicio de la autonomía, y eso basta para descartar ciertos tipos de participación, y ciertos proyectos de transformaciones parciales.
Una segunda línea de tensión en el seno del actual anarquismo remite a la problemática de la organización.
Es obvio que el actual movimiento anarquista es variopinto y que se presenta como un conjunto inconexo, fragmentado, polimorfo, inestable, y fluido que abarca una pluralidad de formas organizativas.
Con independencia de que lo celebremos o de que lo lamentemos, está claro que esa fragmentación, y esa inestable fluidez se corresponden bastante bien, encajan bastante bien, con las características de la realidad en la que ese movimiento se inserta, y con la naturaleza de los dispositivos de dominación a los que se enfrenta. Y es, precisamente, porque encaja en la realidad actual, y porque lucha contra las formas que adopta la dominación en el periodo actual, por lo cual el movimiento anarquista arraiga y se expande en el mundo entero como lo está haciendo.
Las redes que surgen de forma autónoma, que se autoorganizan, que se hacen y que se deshacen en función de las exigencias del momento, y que establecen alianzas entre colectivos para llevar a cabo tareas concretas, constituyen probablemente la forma organizativa que prevalecerá en el futuro, y que ya muestra su eficacia en el momento actual. Las nuevas infraestructuras, los nuevos objetos tecnológicos y las nuevas realidades sociales que empiezan a vertebrar todo nuestro entorno también posibilitan una nueva organización de los espacios de la subversión, y todo indica que la realidad actual, que se está volviendo, literalmente, movediza y líquida, exige modelos organizativos mucho más flexibles, más fluidos, orientados por simples finalidades operativas de coordinación para realizar tareas concretas y específicas.
Entiendo perfectamente que ese carácter variopinto y fragmentado pueda crear cierto desasosiego entre quienes achacan a esa dispersión y a esa fragmentación la dificultad para dotar el anarquismo con una mayor capacidad de incidencia, y consideran que ha llegado el momento de pasar a un nivel de organización superior. Sin embargo, la tentación de romper esa fluidez que dibuja una modalidad organizativa reticular y viral, conduciría, muy probablemente, el movimiento anarquista hacia una nueva eclipse.
En efecto, la institución de organizaciones estables y formales hace que la emergencia de un patriotismo de organización sea casi inevitable, y que, antes o después, la defensa y el crecimiento de la organización se conviertan en una meta. Se crean entonces núcleos de poder y relaciones de dominación tanto hacia dentro de la propia organización como hacia fuera de ella. Cuando un nombre, unas siglas, una estructura formal se sobreponen a lo que debería ser un simple espacio de coordinación, de confluencia, de intercambios, y de articulación de luchas conjuntas, ese espacio se torna inmediatamente menos inclusivo y queda debilitado. La tentativa de echar mano de lo ya existente, es decir, del anarquismo actualmente activo, para reestructurarlo, entraña el riesgo de entorpecer, o incluso de destruir, ese anarquismo que ha proliferado sin necesitar para nada una potente organización al estilo clásico.
Sin duda, la cuestión de la organización debe ser repensada y resignificada, al estilo de lo que ha ocurrido con el concepto de revolución. No para propugnar la ausencia, o la inutilidad, de la organización, nada de eso, sino para renovar su concepto, sus formas y sus prácticas. Ahora bien, si queremos avanzar en esa tarea, y explorar cual es la forma de organización más adecuada al momento actual de las luchas, y a las características del terreno en el que estas se insertan, hay que dejar de alimentar la engañosa ilusión de que las dificultades que padecen las luchas actuales se deben, principalmente, a la ausencia de una gran organización libertaria, y que esas dificultades desaparecerán tan pronto como esa organización vea la luz.
Además de las tensiones a las que me he referido, el anarquismo también arrastra algunas concepciones que requieren una profunda renovación. Tres de ellas me parecen especialmente importantes: la cuestión del poder, y más precisamente del poder político, la cuestión de la libertad, y, finalmente, la cuestión del Estado.
La relación del pensamiento libertario con el concepto de poder se suele formular tradicionalmente en términos de negación, de rechazo y de exclusión. Sin embargo, cuando los libertarios y las libertarias nos declaramos contra el poder, cuando argumentamos la necesidad de erradicar el poder, y cuando proyectamos una sociedad sin poder, estamos cometiendo un grave error de tipo metonímico, utilizando la palabra poder para referirnos tan solo a un determinado tipo de poder, al tipo de poder que ejercen los dispositivos de dominación y que transita por las relaciones de dominación, tanto si la dominación es de tipo coercitivo como si recurre a otros procedimientos, y estos son, por cierto, muy diversos.
No tiene sentido abogar por la supresión del poder, sin más especificaciones, porque a partir del momento en el que lo social implica, necesariamente, la existencia de un conjunto de interacciones entre varios elementos, que, de resultas, forman un sistema más o menos fuertemente estructurado, se producen ineluctablemente efectos de poder del sistema sobre sus elementos constitutivos, al igual que se producen efectos de poder entre los propios elementos del sistema, ya sean individuos, colectivos, o instituciones, y esos efectos tienen tanto un carácter positivo y posibilitador, como negativo y constrictivo.
De la misma forma, cuando el movimiento libertario se proclama apolítico, o adversario de la política, lo hace refiriéndose a la política institucional, ya que cualquier acción que pretenda incidir sobre el orden social vigente, no solo se inscribe directamente en el marco de lo político, definido como el conjunto de las prácticas y de las instituciones que regulan cualquier sociedad, sino que también se perfila como una intervención en la política, es decir en el conjunto formado por las intervenciones deliberadamente encaminadas a orientar, conservar o modificar el ámbito de lo político. Por supuesto, las acciones que emanan del movimiento libertario no derogan a esa regla, y es obvio, por lo tanto, que pertenecen de lleno a lo político, y que participan plenamente de la política.
Hablar de una sociedad desprovista de poder político, es hablar de una sociedad sin relaciones sociales, sin regulaciones sociales, y sin procesos de deliberación y de toma de decisión, es hablar, en definitiva, de una no-sociedad.
Si los libertarios y las libertarias no estamos en contra del poder, sino en contra de un determinado tipo de poder, no solo deberíamos hacer desaparecer de nuestro léxico el grito de abajo el poder sustituyéndolo por abajo la dominación, sino que deberíamos admitir que defendemos una determinada variedad de poder que se puede calificar como poder libertario, o, más precisamente, como poder político libertario. Eso significa que propugnamos un modo de funcionamiento libertario de los dispositivos de poder y de las relaciones de poder que circulan en cualquier sociedad. Cuando hablamos de desarrollar prácticas de libertad, estamos hablando de unas practicas que consisten en expulsar la dominación fuera de las relaciones de poder, no de eliminar esas relaciones.
El sentido común popular tiene toda la razón cuando se muestra impermeable a las argumentaciones libertarias contrarias a la existencia de relaciones de poder. Ahora bien, ¿seguiría, ese sentido común popular, haciendo oídos sordos ante unas propuestas que no hablasen de suprimir el poder, sino simplemente, de transformarlo para que quede libre de relaciones de dominación? Sin duda, el anarquismo ganaría mucha credibilidad si se decidiera a diferenciar claramente Poder y Dominación, y se empezaría entonces a crear las condiciones para una mejor comunicación entre el movimiento libertario y una parte de la sociedad.
Esas vías de comunicación deberían ayudar a evitar el encierro en el gueto anarquista, y a establecer confluencias con movimientos amplios, no del todo libertarios, no constantemente libertarios. Y esas confluencias también podrían ayudarnos a abandonar definitivamente ese sueño totalizante que habitó durante demasiado tiempo el imaginario anarquista, hasta que nos percatamos de que no existe razón alguna para que ese “mundo nuevo que llevamos en nuestros corazones” resulte apetecible para la heterogénea mayoría de los más de 7.000 millones de seres humanos que pueblan el planeta. Hoy, ya no pretendemos anarquizar la totalidad de la sociedad en el marco de una revolución a escala mundial, esa sociedad será plural, múltiple, diversa, y el anarquismo tan solo anidará en la parcela de esa sociedad que sea capaz de cultivar y de defender contra los intentos de desdibujarla o de eliminarla.
No obstante, la reivindicación de un poder político libertario no debe confundirse con esas exhortaciones a potenciar un poder popular, y a empoderar el pueblo que, por momentos, resuenan con fuerza en las filas libertarias. El concepto de poder popular es un concepto vacío mientras no se acote el tipo de poder al que se alude, ni el sentido del termino popular. Desde un punto de vista libertario ni la apelación a la democracia directa, ni el carácter popular de un determinado espacio son suficientes. Ese espacio debe estar comprometido, además, con la lucha contra la dominación. Desde el anarquismo no se puede santificar el poder del pueblo simplemente porque lo ejerza el pueblo, y es obvio que no se puede apoyar un pueblo que ejerce la dominación.
Pasando ahora a la cuestión de la libertad sorprende ver como los actuales dispositivos de dominación han conseguido transformar la propia libertad en un instrumento de sometimiento. La libertad y la autonomía se utilizan hoy para incrementar la eficacia del poder, y las propias estructuras jerárquicas se flexibilizan, o incluso se rompen, para mejorar de esa forma la sumisión de los ciudadanos o el rendimiento de los trabajadores. Muchas de esas operaciones guardan una estrecha relación con el desarrollo del neoliberalismo avanzado y con la articulación de la gobernanza como dispositivo de gobierno. Resulta que gobernar y gestionar en nombre y en base a la libertad permite conseguir que los propios gobernados y los propios trabajadores contribuyan a hacer funcionar y a mejorar los mecanismos mediante los cuales son gobernados y explotados.
Esa utilización de la libertad indica que el juego de las relaciones existentes entre el poder y la libertad es bastante más complejo de lo que ha supuesto tradicionalmente el anarquismo, y no cabe duda de que este ha cometido un error importante al pensar el poder y la libertad en términos de mutua exclusión, acuñando la idea de que allí donde hay poder no hay libertad, y que allí donde hay libertad no hay poder. Ese error ha alimentado, entre otras cosas, la idea de que una sociedad donde no existiese el poder sería el lugar donde por fin podría reinar la libertad.
Sin embargo todo indica que, contrariamente a lo que postulaba el anarquismo, la libertad resulta imprescindible para que el poder pueda ejercerse, y, recíprocamente, el poder constituye una condición para que la libertad pueda existir. Estamos pues en la situación exactamente inversa de la que postulaba el anarquismo, allí donde no hay poder no puede haber libertad, y allí donde no hay libertad tampoco puede haber poder.
Veamos. Por una parte, si hay poder es porque hay libertad, el poder solo puede ejercerse sobre la libertad, y no pueden darse relaciones de poder allí donde los sujetos carecen de libertad y no tienen la posibilidad de oponerse ni de rebelarse. En efecto, cuando los sujetos carecen de la más mínima posibilidad de resistencia están atrapados en una red de relaciones de determinación más que de relaciones de poder, y conviene no confundir ambas cosas. En un sistema de determinaciones estrictas no hay lugar para la libertad, ni por lo tanto para el poder, porque este solo puede manifestarse allí donde los sujetos pueden optar entre distintas conductas.
Pero, por otra parte, y es esta afirmación la que resulta más difícil de admitir desde el anarquismo, si hay libertad es, precisamente, porque hay poder, la libertad no existe fuera de las relaciones de poder. La libertad es una entidad que se constituye en contra de lo que se opone a ella, y es porque algo se opone a ella por lo que la libertad puede constituirse. Dicho con otras palabras, solo somos libres en el movimiento mismo de escapar del poder, y las practicas de libertad consisten precisamente en vencer lo que se opone a ellas, es en la resistencia contra el poder donde se constituye y se despliega la libertad.
La libertad es lo que se produce cuando se resiste al poder, es lo que accede a la existencia en el choque mismo contra el poder, es la chispa que produce ese choque, y es por eso por lo que resistir es desplegar practicas de libertad.
Una consecuencia interesante es que si la libertad es, a la vez, una practica de resistencia contra el poder, y lo que esa resistencia produce en el movimiento mismo de su desarrollo, entonces la libertad está enteramente contenida en ese desarrollo, nunca existe independiente de él, nunca constituye un producto separado de su proceso de producción, y su modo de existencia es pues de naturaleza procesual. La libertad solo existe como proceso nunca como producto y por lo tanto nunca se la puede considerar como alcanzada o realizada. Tan pronto como el proceso se interrumpe la libertad se desvanece, porque esta solo existe en el proceso para alcanzarla, y solo la respiramos en el antagonismo contra la dominación.
Para concluir sobre el tema de la libertad quisiera señalar que el anarquismo acertó plenamente al considerar que la libertad no constituía un valor en sí misma, sino que era inseparable de otros valores que modulaban su significado. En efecto, el hecho de que, para ser efectiva y no quedar reducida a una pura declaración formal, la libertad requiera una serie de condiciones económicas, sociales y políticas significa que otros valores, tales como la justicia social y la igualdad deben acompañarla, necesariamente, para que cobre el sentido que le da el anarquismo. Un sentido que, a mi entender, queda perfectamente recogido en el concepto de la equalibertad, esa libertad que si no es entre iguales, no es plenamente libertad.
Entrando ahora muy brevemente en la cuestión del Estado, el acierto del anarquismo al denunciarlo y al oponerse a él de forma radical es innegable, y debe mantenerse con la máxima energía. Sin embargo, la concepción del Estado que impera en el anarquismo no refleja en general la complejidad que reviste esa institución en la época actual y, por añadidura, el anarquismo falla en acotar la naturaleza del Estado moderno.
Por una parte, no hay que olvidar que el Estado solo es una de las formas históricas que puede tomar el ejercicio de la dominación político-social, y que sea cual sea la forma que esta adopte es, en última instancia, la propia dominación la que conviene desmantelar. Porque ¿de que nos serviría una sociedad sin Estado, si las relaciones de dominación persistieran en su seno? ¿Qué nos importa que el Estado desaparezca si la dominación se mantiene?
Por otra parte, tampoco conviene olvidar que en el transcurso del tiempo histórico el Estado modifica tanto sus características como sus procedimientos y que hoy, por ejemplo, los Estados nacionales están cediendo partes de su soberanía a instancias supra e infraestatales.
De hecho, el anarquismo participa de la tendencia bastante generalizada a reificar el Estado y a constituirlo como principio de inteligibilidad de las modalidades de gobierno que despliega. Se considera que hay que escudriñar el propio Estado para entender la forma en que controla y gobierna los distintos ámbitos de la realidad social. Sin embargo, no es que el Estado despliegue un conjunto homogéneo de practicas gubernamentales que ejercen su dominio sobre los diversos ámbitos y objetos sociales, es más bien que el Estado se constituye a partir de unas prácticas gubernamentales que son múltiples, que son diferentes según los ámbitos en los que actúan y que se adaptan a las propiedades de cada uno de esos ámbitos. Son esas múltiples e heterogéneas prácticas gubernamentales las que se conjugan para dibujar finalmente la figura que toma el Estado. Este es un efecto y no la causa de ciertas prácticas gubernamentales, es el resultado de múltiples maneras de gobernar, aunque lejos de mantenerse neutro frente a ellas siempre procure modularlas.
Se trata, por lo tanto, de dirigir nuestra mirada hacia las prácticas de gobierno en lugar de escrutar el propio Estado, y son las luchas concretas contra esas diversas prácticas de gobierno las que deben movilizarnos. Como decía Michel Foucault:
“El Estado es una realidad compuesta, y no es otra cosa que el efecto móvil de un régimen de gubernamentalidades multiples.”
Ya, para concluir, me gustaría retomar aquí, muy brevemente, lo que escribí hace tiempo en torno al anarquismo.
Decía entonces lo siguiente:
“Debemos admitir que nada resulta más sencillo que cuestionar la coherencia racional del anarquismo y evidenciar sus deficiencias.”
Ahora bien, preguntaba entonces,
“¿Eso nos debería entristecer?»
…y contestaba:
“¡Sí!, ¡Claro!, Sin ninguna duda, eso nos debería entristecer… si participamos de esa voluntad de poder que se oculta en el deseo de disponer de un sistema de pensamiento sin fallos, garantizado contra toda crítica, acerado como una espada dialéctica, y robusto como un escudo que nos preservaría de cualquier incertidumbre.
¡No!, ¡Por supuesto! eso no nos debería entristecer lo más mínimo,… si admitimos, de una vez por todas, que el anarquismo es borroso, inseguro, siempre provisional, tensado por contradicciones más o menos obvias, mudo sobre un conjunto de cuestiones importantes, plagado de afirmaciones erróneas, anclado en gran número de esquemas trasnochados, impregnado de toda la fragilidad y de toda la riqueza de lo que no pretende sobrepasar la simple finitud humana.
Reconocer la extrema fragilidad del anarquismo es demostrar quizá una mayor sensibilidad anarquista que empeñarse en negarla o que admitirla a regañadientes. Es, precisamente, porque es imperfecto por lo que el anarquismo se sitúa a la altura de lo que pretende ser. Pero alegrarse de su fragilidad no conlleva, en absoluto, una invitación a la mera complacencia. El anarquismo no se situaría tampoco a la altura de lo que pretende ser, si no dirigiese hacia sí mismo la más implacable y la más irreverente de las miradas críticas, una mirada crítica que resulta del todo indispensable para propiciar su necesaria transformación.”
Pues bien, hoy, me reafirmo plenamente en esas consideraciones. Ciertamente, como lo he argumentado en otros lugares, el anarquismo es intrínsecamente cambiante, pero, la única forma de que no obstaculicemos su transformación consiste en cultivar y en ejercer esa implacable mirada crítica. El anarquismo es una flor extremadamente frágil y delicada, sin embargo el valor que representa para la igualdad y para la libertad es tan grande, es tan importante, que bien merece que la cuidemos con todo nuestro corazón.
Tomás Ibáñez