Un aspecto muy inquietante del sistema de empresa o capitalismo moderno, en la versión a borbotones de la considerada como segunda globalización, es que su carácter irracional y destructivo parece en muchos casos pasar casi desapercibido. Seguramente no es así, pero es como si lo fuese, dado el escaso empeño dedicado al análisis de los aspectos más disparatados y paradójicos de tal sistema, que son evidentes
Aunque pueda parecer superfluo a los economistas de cualquier tendencia, hay que rebatir que el beneficio y el ejercicio empresarial tienen su específica y única razón de ser en la producción y venta de bienes, y en la prestación de servicios de calidad y en cantidad inferiores y a un precio superior respecto a cuanto sea posible con la mejor y más completa utilización de los factores productivos disponibles. La naturaleza intrínsecamente parasitaria del beneficio y de la empresa, que no es fruto de un intento denigratorio sino de una mera y casi universalmente compartida constatación de hecho, implica la necesidad de exigir el máximo por lo que se vende y pagar el mínimo por lo que se compra.
Obviamente, esto vale también para la adquisición de la fuerza de trabajo necesaria para la ejecución de los procesos productivos, con una particularidad importante en lo que respecta a los efectos de las aplicaciones de las innovaciones científicas y tecnológicas.
Ya que la introducción de nuevas y más avanzadas soluciones en los procesos productivos coloca a la empresa en condiciones de aumentar notablemente los beneficios, está siempre dispuesta a producir más y mejor en cantidad y calidad inferiores y a precios superiores a los obtenibles en función del estado de las técnicas productivas, o sea, de la tecnología disponible. Por otro lado, por la misma razón de existencia y de funcionamiento, la empresa tenderá a transformar todo el ahorro de trabajo conseguido gracias a los progresos científicos y tecnológicos en ahorro de trabajadores, es decir, desde su punto de vista, en reducción de costes y aumento de beneficios.
En las condiciones del capitalismo del siglo XXI producidas por la que ha sido definida como segunda globalización y por procesos de financiación y de desrregulación, las empresas llevan a cabo soluciones innovadoras de todo tipo con el máximo apoyo de los gobiernos, incluso los llamados comunistas, y de las autoridades monetarias nacionales e internacionales. Estas transformaciones tienen, por tanto, dimensiones colosales y sin parangón con análogos precedentes históricos.
Otra consecuencia, y quizás más relevante, es que la naturaleza y modalidades de funcionamiento del capitalismo moderno son tales que impiden a la humanidad la utilización de los recursos y potencialidades disponibles para superar el problema económico, es decir, la condición de escasez, aunque ese objetivo sea, dado el estado de las técnicas industriales, fácilmente alcanzable. En otras palabras, las características del sistema socioeconómico o que se impuso definitivamente a lo largo del siglo XIX son tales que impiden la liberalización, cada vez más relevante, de la vida de las personas y de las poblaciones de la sociedad humana, de la esclavitud del trabajo y de la escasez.
En efecto, el sistema del capitalismo moderno o de empresa se perpetúa reproduciendo constantemente, incluso de forma artificial, como sucede en caso de crisis global, condiciones de exceso de demanda respecto a la oferta de bienes y servicios, por lo amplia y variada que pueda parecer. Tal parón no se determinaría si las instituciones financieras hubiesen impedido recrear con medios sustancialmente depredadores y fraudulentos, aunque formalmente legales, condiciones ficticias de escasez en la abundancia.
Hay que remarcar que, incluso en situaciones de crisis como la acontecida a partir de 2007-2008, se presenta para la economía como negativa y peligrosa una tendencia de niveles de precios con una caída ligera o con un incremento considerado como demasiado modesto.
Una caída monetaria en la tasa de aumento de precios, en contraste con los principios de la economía política ortodoxa tradicional, es considerada como un perjuicio, si bien frecuentemente el aumento de precios es el efecto de algún expediente o artificio de negocio, crediticio o financiero de la naturaleza de la burbuja y, como tal, intrínsecamente fraudulento, aunque sea legal en la normativa vigente en los países capitalistas y sus émulos. La experiencia histórica parece demostrar la imposibilidad de que el poder financiero y estatal se reforme a sí mismo, por lo que no parece servir otra alternativa que no sea la búsqueda de soluciones autogestionadas por parte de cuantos están obligados a medirse cotidianamente solo con las implicaciones negativas características de la naturaleza y de los modos operativos del sistema socioeconómico imperante, siendo casi totalmente excluidos de los aspectos positivos.
Parece poderse afirmar que tal búsqueda deba particularmente y en primer lugar referirse a la utilización de los recursos disponibles para liberarse de la esclavitud del trabajo alienado, es decir, realizado y vendido por fines ajenos a la realización de las propias aspiraciones personales.
La exención del trabajo alienado, o del trabajo en general, y el desarrollo de actividades creativas o en cualquier caso gratificantes, en las condiciones del capitalismo moderno, son un lujo y, las más de las veces, un privilegio reservado a exponentes de la clase alta. No es mínimamente concebible, de acuerdo con las concepciones dominantes en materia de economía y de trabajo, y dadas las modalidades de funcionamiento del sistema socioeconómico del capitalismo moderno, que los enormes excedentes obtenibles sean empleados para el mantenimiento de cuotas de población inactiva, empujada al ocio por motivos independientes de la propia voluntad, como en el caso de los elevados niveles de paro.
Según las concepciones vigentes, sería loco o suicida y, en cualquier caso, inmoral y antieconómico, que una masa de gente que el sistema no está dispuesto a emplear, es decir, a adscribir a una actividad considerada productiva, sea mantenida a cargo de la colectividad y, todavía menos, si pasan el día en actitudes de reflexión, contemplación o, peor todavía, de goce intelectual, artístico o de otro género. En cambio, no hay objeción posible, ni formulable mientras que la opinión del “dolce far niente” quede como reducto exclusivo de las clases contenidas en la categoría de propietarios rentistas.
Nadie soñaría con denigrar a un rico o a un riquísimo por el hecho de no trabajar, entre otras cosas porque con su ocio mantiene generalmente a un montón de gente que está a su servicio, y que ha de serle grata.
Francesco Mancini
Publicado en Tierra y libertad núm.333 (abril de 2016)