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El capitalismo es incompatible

Hubo un tiempo en el que todos los diarios tenían una página, «la tercera página», dedicada a la cultura, mientras que las informaciones económicas eran relegadas al final, junto con los deportes y la previsión del tiempo. Han pasado muchos años desde que la economía ha asumido un papel protagonista en todos los medios de comunicación. El conocimiento de los procesos económicos, así como las noticias sobre los resultados de esos procesos, no han sido nunca tan nebulosos y confusos, tan generadores de ignorancia de gran calado y extrema difusión. El presidente del Gobierno, el ministro o el político de turno, igual que el más arrastrado de los «camellos», jamás revela la fórmula química de lo que vende; tan solo se limita a ensalzar las virtudes del producto. La promesa, pagada ahora con sangre y sudor, es gozar intensamente en un futuro paradisiaco.

En el siglo XIX se llamaba progreso, estaba hecho de ciencia y tecnología, habría liberado a los seres humanos de los trabajos más pesados, habría aumentado la productividad y asegurado el pan a todos. Ha muerto como mueren los mitos, sepultado por irreverentes carcajadas de desprecio. En la segunda mitad del siglo XX llegó la idea de desarrollo, que es algo más que el simple crecimiento cuantitativo. De hecho lo han llamado también bienestar, o incluso, en homenaje a los amos americanos, welfare. El desarrollo pretendía contentar a los hombres aumentando el número de cosas y de servicios sociales a su disposición, que es como hacer feliz a un niño aumentando su número de juguetes y redecorando su habitación con sus dibujos preferidos. Lástima que la casa de ese niño se inunde en un mar de mierda y que sus padres hayan desaparecido en el apocalipsis del desierto posindustrial. Hacia finales del siglo XX, al siniestro concepto de desarrollo se le ha añadido el adjetivo sostenible, un adjetivo optimista y de izquierdas, como la puta de cierta canción. El niño seguramente habría tenido más juguetes, su casa habrá quedado intacta y sus padres se habrán salvado: bastaba con descargar sus cañerías en las alcantarillas de otro país obligado a recibir las aguas fecales con la aquiescencia de los siervos y de los extorsionadores.

Los izquierdosos del desarrollo sostenible se guardan mucho de decir que la acumulación de los recursos financieros mundiales, de eso que llaman ellos riqueza, era hace dos años de alrededor de un billón de dólares, una suma que equivale a trece veces el monto global del Producto Interior Bruto (PIB). Como si por cada bocadillo real hubiera otros doce de papel, falsos pero no tan falsos como para no poderse comprar o vender continuamente en los mercados de todo el mundo. Los izquierdosos del desarrollo sostenible, por no hablar de los demás, no aclaran que el PIB mide toda variación en la producción, cualquiera que sea su naturaleza. Un enfermo incrementa el PIB por el gasto médico, diagnóstico y terapéutico: si después muriese, el incremento comprenderá también el gasto del ataúd y de los servicios fúnebres. Frente a los sanos, el PIB prefiere siempre a los moribundos. El periodo económicamente más feliz del siglo pasado ha sido el posterior a la Segunda Guerra Mundial. ¿Será por eso por lo que gustan tanto a la economía las catástrofes, cataclismos y guerras? Los izquierdosos del desarrollo sostenible no denuncian que el año próximo el uno por ciento más rico de la población poseerá más del cincuenta por ciento de la riqueza global, ni que los obesos han alcanzado la cifra de 641 millones, frente a los 842 millones de hambrientos crónicos. Tampoco denuncian la práctica criminal de la obsolescencia programada, por la que los bienes duraderos no deben durar más que un cierto tiempo, alimentando así el consumismo, el despilfarro y la contaminación.

Estas almas cándidas no dicen que el problema nace de considerar la Tierra como un recurso que la empresa debe explotar. Recurso que sus propios economistas etiquetan, por definición, como factor no reproducible y que, después, de manera absolutamente esquizofrénica, dejan que sea continuamente agredido. Intentan ocultar lo más evidente, que no es otra cosa que el hecho de que la salud o la salvación de la Tierra es completamente incompatible con el capitalismo. Ser ecologistas y aceptar el modo de producción capitalista es cosa de chaqueteros y trapaceros. Como aquellos que periódicamente se sitúan en la cabecera de la Madre Tierra para diagnosticar todo género de patologías, para después concluir que no hay unanimidad en los puntos de vista, que las terapias son muy costosas y que mientras tanto se va adelante, que después se verá. Lo hemos visto con la cumbre de Río de Janeiro en 1992, con el protocolo de Kioto en 1997, y lo veremos con la Cop21 de París (2015). Este último acuerdo será vinculante solo si es asumido por al menos 55 países que representen el 55 por ciento de las emisiones globales de efecto invernadero. Hay que recordar que el protocolo de Kioto no ha sido firmado por Estados Unidos, que contribuye en más del 36 por ciento del total mundial de dióxido de nitrógeno. Se trata de una gigantesca e hipócrita operación de condicionamiento mediático, parangonable al «green washing», técnica comercial empleada por emprendedores espabilados para arrogarse inexistentes méritos medioambientales y calar en el corazón de los consumidores sensibles, pintando sus productos de verde o metiendo palabras mágicas como bio, eco, natural, verde, etc.

La idea de desaceleración*, elaborada por Latouche, ha tenido en estos últimos años el mérito de colocar en el centro del debate el concepto mismo de economía, proponiendo una feroz crítica al consumismo y reformulando las necesidades en sentido antropológico y social. La clave para comprender y para reaccionar, como siempre, está en rebatir la construcción ideológica en la que se funda el modelo económico dominante y en abatir el edificio social y político. El rechazo de la lógica de la propiedad a favor del uso encuentra el natural complemento del rechazo de la autoridad a favor de la solidaridad. Por ello, el fin del capitalismo no tiene sentido si no se acompaña con la negación de toda jerarquía y si la nueva humanidad en las relaciones sociales no sustituye el tener con el ser y el consumismo con la frugalidad. El pensamiento y el ejemplo del viejo y hoy bastante olvidado Henry David Thoreau todavía pueden sernos útiles.

Aesse

Publicado en Tierra y Libertad núm.339 (octubre de 2016)

*Nota de acracia.org: aunque el texto opta por este término, el más extendido en castellano es «decrecimiento».

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