Reflexiones sobre la influencia social: el experimento de la cárcel de Stanford.
Somos seres sociales. Es memorable el escrito de Aristóteles de su obra Política en la que se expone que el hombre que puede vivir de espalda a su polis es una bestia o un dios. Forma parte de las hipótesis evolutivas el considerar que solamente hizo posible la supervivencia humana el vivir en sociedad. La influencia social es obvia en el individuo desde sus primeros años de vida y formación hasta que puede empezar a cuestionársela a partir de su adolescencia.
La cuestión radica en poder entender cómo un sujeto maduro y autoconsciente puede verse influenciado por los demás, hasta el punto de volverse en contra sus actos y sus principios e, incluso, en contra (con el que se supone innato) del principio de compasión y de altruismo.
No estoy de acuerdo, dudo, me rebelo, con los resultados del experimento de Stanley Milgram y del que nos ocupa, de Philip Zimbardo: dos niveles de influencia, aquel interpersonal y este formando parte del ámbito de la estructura social. Ambos experimentos quieren comprobar cómo se pueden justificar los mayores actos de barbarie que se han cometido y que se siguen cometiendo en nuestra sociedad. Y, sí, en ciertas condiciones ambientales y socioculturales que se dieron y que se pueden dar en determinadas sociedades parece que puedas entender y poder justificar, de algún modo, o, al menos, ponerse en el papel de los sujetos, tales actos.
Pero, ¿es posible que sean también condiciones mentales individuales específicas, desligadas de un contexto más amplio y globalizado como el que existe ahora? ¿Es posible que esos sujetos puedan enterrar ese instinto de compasión? ¿Es posible que la fuerza de la ideología sea inquebrantable ante una manifestación inocente de sufrimiento?
Sinceramente, los experimentos, tal y como se han descrito, no me convencen. Creo que si me pusieran en su lugar me rebelaría ante ello. He sentido impotencia al leerlo, impotencia e indignación (y más si saben que es un estudio, es decir, no son condiciones reales). Si son totalmente efectivos a la hora de reflexionar y analizar estas situaciones. A la hora de intentar comprender los roles, los pensamientos, el interior de esos sujetos que han podido cometer tales actos. Me llamó mucho la atención “la banalidad del mal” (Hannah Arendt), sobre el juicio de Eichmann. Y en el caso del experimento, cómo sujetos “normales” se ven transformados, envueltos, absorbidos por sus roles.
Pero no considero y me niego a aceptar tales justificaciones. Aunque la influencia social del grupo sea grande, y, comparto las líneas de nuestro libro cuando nos expone los aspectos más característicos de las influencias sociales (página 57): la presión del grupo o el miedo al rechazo y las consecuencias de tales aspectos que son las que me indican y las que voy a defender y respaldar como las causas de estos hechos: falta de autoestima, inseguridad o irresponsabilidad.
En suma, rasgos psicológicos disfuncionales que desembocan, junto a las condiciones externas, en tales comportamientos. Esta sería, en principio, mi tesis al respecto. La influencia social es innegable, incuestionable, pero en tales barbaridades subyace algún tipo de trastorno o descontrol individual.
En los puntos que expone el mismo Zimbardo después de casi cuarenta años del experimento se deja ver entre líneas esta idea: “cuando una persona se siente anónima en una situación, como si nadie se diera cuenta de su verdadera identidad (y, en el fondo, como si a nadie le importara), es más fácil inducirle a actuar de una manera antisocial sobre todo si la situación le da permiso para liberar sus impulsos o para seguir unas órdenes o unas directrices implícitas a las que normalmente se opondría”. ¿Qué impulsos tan terribles puede tener reprimidos para hacer tanto mal? También podríamos desmontar las conclusiones de estos experimentos a la manera popperiana, utilizando la falsación para encontrar contraejemplos que demuestran que no siempre en tales situaciones o circunstancias del medio se forjan antihéroes.
Puede ser que me falte “imaginación sociológica” (Wright Mills), pero si, con ella, comprendo el síndrome de indefensión aprendida en el cuál se ven inmersas las víctimas de tales abusos aunque sigo sin poder comprender al actor que los realiza.
La Metafísica brota en estos porqués sin una total respuesta convincente. ¿Qué extraña razón hace que el mal o la crueldad se expanda como si de un virus se tratase? ¿Son defectos en el diseño biológico las muestras de la crueldad en la naturaleza? ¿Podemos añadir que es una señal de supervivencia cuando es palpable la gratuidad de estos episodios?
Mara Fernan
https://www.portaloaca.com/opinion/el-juego-escondido-del-poder-dentro-del-rol-social/




