Emma Goldman murió en Toronto el 14 de mayo de 1940, estaba a punto de cumplir 71 años. Su vida fue un torbellino de experiencias y de compromisos, vivió la vida de forma apasionada, diversa y contradictoria. Ella misma dijo en su autobiografía que «estaba hecha de diferentes madejas, cada una diferente a la otra en tono y textura», no se definía a través de una sola identidad, o «madeja», sino que su vida la componían muchas identidades que ella trataba de hacer convivir.
Para Emma Goldman el placer de vivir era tan acuciante como el de luchar por la causa (con minúscula). Cuando Emma Goldman tenía veinte años, un muchacho muy joven le reconvino por la frivolidad de bailar, ya que eso «no era propio de un agitador (…), indigno de una persona que estaba en camino de convertirse en alguien importante en el movimiento anarquista». Según este hombre su frivolidad «solo haría daño a la Causa». Ella, indignada por esta intromisión en sus asuntos, le espetó que «estaba cansada de que me echaran siempre en cara la Causa. No creía que una Causa que defendía un maravilloso ideal, el anarquismo, la liberación de las convenciones y los prejuicios, exigiera la negación de la vida y la felicidad».
Para ella bailar trascendía el hecho mismo de moverse al ritmo de la música, era un acto de libertad, el derecho a expresarse libremente y a que todas las personas pudieran acceder a las cosas bellas. Una encarnación de la libertad en el cuerpo que podía moverse libremente, síntoma de una vida llena de alegría y vitalidad frente a la vida severa e intimidatoria, sin color ni calidez, la vida represiva que imponía el capitalismo (y el comunismo que vivió ella entre 1920-1921).
Emma Goldman tenía un pequeño programa personal de lo que era importante para ella en la vida: empatía, alegría, calidez, color, lugares de encuentro y de debate (para poder charlar, comer con las amistades o compañeros/as, bailar, recibir y regalar flores, leer, ir al teatro, etc.), en definitiva, disfrutar de la vida. Un programa que sustenta ese lema que se le ha atribuido: «SI NO PUEDO BAILAR, TU REVOLUCIÓN NO ME INTERESA».
Y además estaban las otras «madejas»: el activismo anarquista que la llevó a la cárcel en numerosas ocasiones, la pérdida de la ciudadanía estadounidense y de todo por lo que había luchado en Estados Unidos (incluía la revista que fundó en 1906) por enfrentarse desde el antimilitarismo a la Iª Guerra Mundial, su condición de apátrida tras salir de la Rusia revolucionaria por no cerrar los ojos ante el autoritarismo y la represión del Partido Bolchevique y tantas otras experiencias que iban en contra dirección de su deseo de disfrutar de la vida.
Intentó hacer compatibles todas las «madejas», en su búsqueda de la autonomía miró el mundo que la rodeaba de un modo diferente, volviendo visible lo imperceptible y sensible lo indiferente. Puso en cuestión el mundo que la rodeaba, rompió con los determinismos sociales, morales y culturales, buscó alternativas entre la pluralidad de «lo posible» e hizo sus elecciones.
¿Aún hay quien considera que Emma Goldman no merece la categoría de gran pensadora del anarquismo?
Laura Vicente