Me han preguntado alguna vez, cómo me las arreglo para escribir tanto y tan rápido, lo que se me ocurre, de forma irreflexiva, sin pensar ni fundamentar lo que expreso, de tal manera que no digo más que gilipolleces. Pues os lo voy a explicar.
Un buen día, estando en un local sindical, meditando muy fuerte, apareció un trabajador de la limpieza. Me explicó que el capataz le había puesto una falta muy grave por meterse en el bar en horas de trabajo. Era mentira. Esto me lo contó echándome un aliento a vinazo que tumbaba a las moscas que pasaban por delante de su boca. Pensé en mandarlo al abogado, no teníamos. Pasarle el caso al de jurídica, no existía. Llamar al secretario, no había. Avisar a compañeros, imposible. Era la Navidad. Y el teléfono, cortado.
Así que rebusqué el convenio, apartado de faltas y sanciones, pensando cómo podía justificar a aquel energúmeno (quería arrancarle la cabeza al jefe). Escribí mi primer recurso, explicando que la falta había prescrito.
Acompañé al día siguiente al hombre, insistí en hablar con el Jefe de Personal, nos recibió. Lo primero que me llamó la atención fue el cambio de actitud del sancionado, dispuesto a besarle la mano al otro. Conté una película, presenté el recurso, lo leyó, y allí mismo rompió el parte de sanción echándonos un sermón, que escuchamos sin decir ni pío. Luego acompañé al trabajador a un programa de deshabituación del alcohol donde el cura. Otro día estuve en su casa/chabola a la vera del río, y conocí a su mujer y sus tres hijitos, en una miseria propia de Dickens. También busqué al capataz una madrugada, y tuve una seria conversación con él, en la que le cuestionaba el sentido de la vida y su abrupto fin.
Del resultado de mis gestiones, aquel obrero de la limpieza perdió toda la alegría que le proporcionaba el alcohol, y se volvió un tipo taciturno y sobrio. La mujer se divorció recién aprobaron la ley y llevó una vida más alegre. El capataz se convirtió en mejor persona falleciendo de muerte natural. Los hijos acabaron la FP, sin que se los llevase la epidemia de heroína de los setenta… Este episodio de escritura fue seguido de otros. Y así pasé, décadas.
Muchas veces, anarquistas mucho más formados que yo en las lides de las ideas, me llamaron burocratilla, el tío del sello, ya que, al parecer, esta actividad mía no era revolucionaria. La gente tenía que liberarse a sí misma –me decían–, y que yo interviniese, era algo que en grandes ciudades con un amplio movimiento libertario dedicado a acuchillarse mutuamente, no se hacía. De hecho, el que yo supiese interpretarle una nómina a un maestro, era abominable.
Pero en esto de las abominaciones, yo siempre he defendido las mías. He cultivado con paciencia mis errores, los he visto crecer y convertirse en monstruos de andar por casa. Y ya que mi actividad ultra-reformista me llevaba a que me conociesen indeseables, que hasta los guardias civiles me decían adiós, estos compañeros –de profundo análisis– me instaban a que leyese y me formase, para evitar caer en los errores del pasado.
Y leí, claro. Pero no le veía relación. Durruti, hombre maduro, atracador, anarquista, había errado al pactar con las fuerzas republicanas en el 36. ¿Y si Durruti, que fue el anarquista más grande de España, cometió su equivocación, yo no tengo derecho a cometer la mía?
En fin, que siguiendo a Durruti, me dediqué durante años a escribir recursos plagados de defectos para los pensadores más conspicuos, intentando que a trabajadores desideologizados, se les alargase el empleo en la empresa, el peculio en la prisión, o la vida en la huelga de hambre. Es esa una literatura reflexiva, trascendente, que requiere mucha concentración y que suele firmar otra persona.
Por eso, a día de hoy, soy capaz de escribir de forma irreflexiva, rápida, y sin que me importe lo más mínimo lo que piensen o digan de mí, quienes entienden de filosofía, de historia o de política.
Fue tal como lo cuento: cultiva tu don, y comete tus propios errores.
Mientras sigas sintiendo la necesidad (deseo), de seguir manifestado por escrito tus opiniones, no pares. Naide está obligado a leerte si no quiere. Lo importante es que que sigas relativizando la»verdad» y que no acabes pontificando. Ni siquiera en chunga.
Abrazos
Octavio