Durante el pasado mes de diciembre se vivieron dos jornadas de paros laborales en la red ferroviaria de nuestro país. El sindicato CGT convocó dichas huelgas coincidiendo con el puente de la Constitución y con la operación salida de las vacaciones navideñas, y afectaron tanto a RENFE como a ADIF. El conflicto no es nuevo, viene de hace años, y se enmarca, en gran medida, en la progresiva liberalización del sector. Dicha liberalización, marcada a nivel europeo, tiene ya su fecha límite, diciembre de 2020, y según CGT, supondrá una “venta a precio de saldo” del servicio ferroviario.
En este sentido, desde el sindicato se destacan los constantes recortes de salarios, la falta de reposición por jubilaciones, las trabas en la promoción interna o las reducciones de jornada que se aplican en base a criterios economicistas y no al cumplimiento de objetivos en conciliación familiar y laboral.
La alta velocidad como condena
Más allá de la liberalización del sector, otro de los aspectos que influye tanto sobre las condiciones laborales de los/as trabajadores/as ferroviarios/ as como sobre el servicio mismo, es algo genuinamente patrio, la alta velocidad. No hay país de nuestro entorno que nos iguale en esto, ni de cerca. La alta velocidad es nuestro buque estrella, y su utilidad es incuestionable, gobierne quien gobierne. Desde que en 1992 se inaugurara la línea de AVE Madrid-Sevilla, los trazados de alta velocidad no han parado de crecer, como setas. Toda ciudad de provincia quiere su conexión. Curiosamente, el trazado del AVE ha ido creciendo, en parte, de la mano de la procedencia del ministro/a (y los/as ayudantes de este/a) de turno. Al final, la construcción de líneas de AVE pasa a ser un tema electoral. No hay más que ver, en las actuales negociaciones para la investidura de Pedro Sánchez, las pretensiones de Partido Regionalista de Cantabria, que pasan en exclusiva por conseguir que el susodicho llegue a Santander cuanto antes.
Sin embargo, la rentabilidad, ya sea financiera o social, del AVE parece ser lo de menos. Pero sus consecuencias sobre el sector son muy palpables, pues las inversiones millonarias en alta velocidad contrastan con los recortes permanentes en el resto de patas de la red ferroviaria. Los cercanías, que son quienes más millones de viajeros mueven anualmente, envejecen sin parar, el transporte ferroviario de mercancías es cada vez más testimonial (pese a los indicadores que constantemente nos alertan sobre los cada vez mayores niveles de contaminación generados por el transporte marítimo, aéreo o por carretera) y la red de trenes convencionales de media y larga distancia languidece año a año. El tren como red vertebradora de transporte y comunicaciones se deja de lado en favor de un sistema centralista y cortoplacista donde prima el anuncio a bombo y platillo de una nueva línea infrautilizada y con sobrecostes. Un modelo que sigue al de la construcción de aeropuertos por doquier, sirvan o no sirvan, pero a ver quién es el tonto que se queda sin uno.
Como apunte a este respecto, dos noticias del último tercio del año pasado: desde el 23 de septiembre de 2019 numerosas localidades andaluzas dejan de estar presentes en la red ferroviaria española de la mano del desmantelamiento de los trenes de media distancia Granada-Sevilla, Málaga-Sevilla y Ronda-Málaga. Por otro lado, el año finaliza con el anuncio de RENFE de subidas en el precio del billete para los trenes de cercanías y media distancia del 1%. Si bien es cierto que en la alta velocidad se plantean también subidas del 1,1%, esto contrasta con el hecho de que en enero comenzará a funcionar el servicio de AVE low cost. Hay dinero, pero se invierte en lo que quiere.