Este texto surge de la reflexión impulsada por la Escuela de las periferias, un colectivo de autoformación política y discusión del centro social La Villana de Vallekas. El texto se formó en varios tiempos: primero, un debate interno entre sus participantes, de donde surgió una redacción inicial que, más adelante, fue puesta en común con las compañeras de La Villana que se sintieron apeladas por el tema. Ambos pasos suceden dentro de nuestro centro social y, por este motivo, la reflexión no hace sino recoger nuestro actuar político, nuestros conflictos, nuestros proyectos de resistencia, nuestros horizontes de emancipación y, sobre todo, nuestras preocupaciones en torno a los cuidados.
«y si cuidar no fuera capricho moral fuera pura condición vital» María Arnal y Marcel Bagués
Los cuidados son el tema de moda. Tanto dentro de los movimientos sociales como en la cultura popular, la cultura de los cuidados impregna casi todos los discursos. Casi diariamente escuchamos frases como «Poner el cuidado en el centro» o vemos vídeos en internet sobre las distintas «rutinas de autocuidados». Hay, creemos, un sentir general que coloca a los cuidados como si de una receta mágica se tratase para solventar los problemas que tenemos y los malestares que nos recorren. Sin embargo, a pesar de esta ubicuidad —o precisamente por esto mismo—, «cuidar» se ha convertido en un significante que agrupa una serie muy variada de prácticas llevadas a cabo por personas de muy distinto signo político. No es de extrañar, entonces, y dada esta proliferación casi perversa, que el término se haya vaciado y ahora acoja una plétora de prácticas relativamente contradictorias entre sí y suficientemente alejadas de su intención inicial como para levantar cierta sospecha. Estas contradicciones y estas sospechas son el disparador de este artículo.
Los cuidados están en boca de todas. Todas nos queremos cuidar. Sin embargo, la pregunta que aquí nos queremos hacer es: ¿nos estamos cuidando? O de forma más precisa: ¿qué hacemos en realidad cuando decimos que nos cuidamos? ¿Qué solicitamos cuando demandamos cuidados? ¿Cómo ponemos a circular en nuestros espacios la palabra «cuidados»? Y, y esto quizá sea lo más potente políticamente, ¿qué relación tiene esta circulación (¿perversa? ¿desgastada? ¿neoliberal?) de los cuidados con los tiempos que vivimos?
En primer lugar, nos parece importante señalar que los cuidados son un elemento fundamental en la práctica política y una herramienta indispensable para construir otros futuros. Nuestro diagnóstico como colectivo político que habita un centro social relativamente grande es que las más de las veces, cuando agarramos la palabra «cuidados», en realidad no nos estamos cuidando, sino que los usamos de una forma «perversa». Es decir, creemos que, en determinadas ocasiones, los cuidados han perdido su significado político y se han convertido en una imposición moral, o se ponen a circular bajo la economía de la deuda y la culpa. Según vemos, en muchas ocasiones (y en espacios muy politizados, como el nuestro) los cuidados se usan de forma perversa con respecto a lo que son, de una forma extrañamente similar al sistema de normas que impone el neoliberalismo. O en román paladino: cuando decimos que nos cuidamos, o cuando demandamos cuidados, estamos las más de las veces repitiendo los vicios del sistema capitalista, en vez de ir contra él. En este artículo queremos, pues, criticar este uso (¿neoliberal? ¿perverso?) de los cuidados y mapear su circulación para, así, desactivar uno de los elementos discursivos (y una de las prácticas concretas) que más nos está frenando en nuestra capacidad para articular potencia política hoy.
Con esta reflexión, no pretendemos crear una teoría del buen cuidado, ni asentar un moralismo rígido que reparta carnets sobre la buena cuidadora y la mala cuidadora, todo lo contrario. Lo que queremos es construir una crítica que señale el uso perverso que se hace de los cuidados para, así, poder recuperar un horizonte colectivo a la acción de cuidar. Nuestro objetivo es detectar las prácticas que han distorsionado un término inicialmente emancipador, pero que hoy funciona en muchas ocasiones como un freno. Un término que, como veremos más adelante, ha pasado a ser el culmen de las políticas del yo y del neoliberalismo. Y construimos esta crítica porque nos afecta no solo como personas dentro de esta sociedad, sino como colectivo político. Vamos a ello.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
¿Quién va a estar en contra de los cuidados? ¿Cómo podemos estar en contra de querer hacernos bien? Parece, en principio, difícil no querer cuidarse o estar en contra de los cuidados. Este trabajo de poner los cuidados en el centro y de visibilizar los cuidados ha sido un trabajo político titánico de buena parte del feminismo. Y es que, aunque los cuidados sean una práctica fundamental para la existencia humana, el patriarcado los ha invisibilizado, y solo desde hace unas décadas los feminismos han reclamado su importancia en el sostenimiento de la vida. Con esta perspectiva, la táctica feminista consistía en poner los cuidados en el centro, en hacer las cosas de otra manera, en desechar la forma patriarcal de estar en el mundo y en relacionarnos a partir de una postura muy concreta: la ética de los cuidados.
Sin embargo, y como nos ha pasado otras veces, lo que fueron las soluciones de ayer se han convertido en los problemas de hoy. En un mundo donde nada nos apela a nivel político (como dijo Charlie Moya en su artículo «Nadie quiere poner la vida en ello»), los cuidados han prendido como una llama en un campo seco. En un mundo donde cada vez hay menos comunes y nuestras vidas están cada vez más precarizadas y atomizadas, parece que solo nos queda cuidarnos haciéndonos una rutina de skincare por la noche, sacando tiempo para analizar y comentar todos los comportamientos problemáticos de las personas con más privilegios de nuestro alrededor, pensando que con ello nos empoderamos, y enviar mensajes cariñosos a nuestra gente, deseándoles que la rueda del capitalismo no les haya pisoteado demasiado fuerte en el día.
Parece que a esto se han reducido los cuidados que nos podemos permitir: sostener mínimamente nuestra existencia y la de las personas más cercanas. Lo que hemos notado, sin embargo, es que a veces llamamos también «cuidarnos» a huir de toda fuente de conflicto y dolor potenciales. También hemos notado, que los cuidados circulan como una demanda que reclamamos al resto del mundo, también a las personas que frecuentan nuestros espacios de resistencia, ellas que sí son capaces de hacer más para poner los cuidados en el centro (a veces, incluso bajo el chantaje velado del «mal militante» o a la «mala feminista» si esa persona no nos cuida).
Es a esto a lo que llamamos el uso perverso de los cuidados: al uso, entre otras cosas, chantajista de los cuidados que sirve para poner el común al servicio de los malestares de un individuo. Una práctica que, como veremos, conecta fuertemente con el auge de las visiones (y feminismos) punitivistas y su ansia de «espacios seguros». Pero vayamos por pasos, veamos primero cómo los cuidados circulan como elemento desactivador y de chantaje.
Los cuidados como exigencia moral
La salud de los cuidados es espléndida. Hay un aura mística y un respeto absolutamente absurdo hacia esta palabra. Y esto lo único que hace es impedirnos la crítica. Nadie duda de ellos, todo el mundo quiere ser una persona que cuida y quiere sentirse cuidada. Cuidar, en este vaciamiento del término, es un mandato moral. Es sinónimo de buena práctica y no hacerlo pasa a convertirse en ofensa o agravio. Este es, creemos, precisamente el problema: que hoy en día los cuidados circulan como un arma arrojadiza, como un elemento e inoculador de culpa. Clamar que alguien no nos ha cuidado parece darnos el poder (moral) legítimo para exigir a esa persona una reparación. Decir que alguien no nos ha cuidado nos situa automáticamente en la posición de agraviadas, señalamos la falta a la otra (una falta negativa, porque se señala una no-acción) y sentimos que ganamos fuerza en la negociación. Nos sentimos legitimadas para enfadarnos («¿Cómo no voy a estar molesta si no me he sentido cuidada?») y damos rienda suelta a nuestros deseos o despechos sin ningún pudor porque hemos sido capaces de nombrarlo, porque somos las víctimas, porque nadie nos ha cuidado y eso hace que podamos exigir ahora (dado que no pasó antes) más cuidados. Al crearse esta división (agraviada vs. persona que no cuidó), deja de ser posible el diálogo, se pasa al terreno de las exigencias y a la pugna por poner nuestras necesidades individuales (que no los cuidados) en el centro. Pero ocurre, además, una contradicción. En este juego sin fin de demandas: ¿qué pasa cuando dos cuidados (exigencias o necesidades) se enfrentan? ¿Qué hacemos cuando para ti cuidar es tener un tono tranquilo y dulce en una asamblea y para mí es no estar obligada a contener mi tensión y poder llorar o ponerme nerviosa? ¿No es evidente que estamos reduciendo los cuidados a una lucha de individualidades?
Ni que decir tiene que esta forma perversa en la que circulan los cuidados no es nada cuidadosa. Siempre podemos pedir cuidados cuando los necesitemos, claro, pero ¿cómo puede ser que se exijan a posteriori? ¿Por qué no pedirlos cuando lo necesitamos? ¿Por qué pedirlos para poder demandar pudiendo pedirlos cuando se pueden construir? Lo diremos más adelante, pero esta visión de los cuidados presupone que nuestros malestares son responsabilidad de las demás y que en la medida en que los padecemos, ellas deben hacerse cargo y asumirlos. Y, si no lo hacen, nuestro agravio puede ser mayor, lo que nos pone en una situación de demanda aún más fuerte. Si no me siento cuidada, parezco tener todo el derecho del mundo a exigir cualquier tipo de reparación. Por supuesto, esta tiranía de los cuidados ahonda en la cada vez mayor psicologización de nuestras relaciones. Unas relaciones (y espacios políticos) cada vez más poblados de términos como apego, necesidades, gestión emocional… Pero veamos esto mejor en el siguiente punto.
De «lo personal es político» a «lo político es lo personal»
La proclama feminista «Lo personal es político» nos ha ayudado a comprender la compleja red de mecanismos por los que se reproducen los sistemas de dominación. El capitalismo, el patriarcado o el colonialismo no se reproducen únicamente gracias a las instituciones macro, sino que también se reproducen creando subjetividades que las replican. Así, espacios a priori no políticos —como la familia, el colegio o la pareja— se han desvelado como focos cruciales de reproducción de las lógicas patriarcales, capitalistas o coloniales.
Sin embargo, en la Escuela de las periferias nos da la sensación de que esta deriva micropolítica ha llegado a una situación tal que en muchos espacios parece que lo político trata únicamente de los malestares personales. A partir de algunas dinámicas, los malestares personales e individuales se comprenden todos como malestares políticos y se exige al colectivo que se haga cargo de ellos. Por supuesto, y lo veremos luego, esto entronca con la deriva punitivista del feminismo, que señala que todo conflicto es abuso y que todo malestar es violencia. También entronca con el auge de un narcisismo que bebe de las políticas del yo, del individualismo del «hazte a ti mismo», donde todos los malestares han de «gestionarse» y no puede existir ningún ápice de molestia en nuestra existencia si queremos ser «un ser completo y autorrealizado». La intolerancia a los malestares personales lleva a exigir soluciones individuales al grupo.
Asistimos, pues, a una redefinición de lo político basado únicamente en las exigencias individuales y en sus malestares. Si una persona se siente incómoda en una asamblea, este malestar debe ponerse en primer plano y se le atribuyen causas políticas y colectivas. La militancia se convierte, pues, en una terapia, donde el colectivo es el terapeuta que nos sostiene, consuela y valida. En estos contextos, parece que nos centramos en las formas y nos olvidamos del contenido, de los objetivos y procesos políticos por lo que pasan nuestras luchas y resistencias.
Esta terapeutización de los espacios provoca, a su vez, que haya un acercamiento de ciertas personas a los espacios militantes como vía de sanación personal, haciendo que se diluya el objetivo de la transformación social que perseguimos. Es evidente que cuando decimos que «no necesitamos un psicólogo, sino un sindicato» nos referimos a que necesitamos crear redes que den respuestas colectivas a los problemas de nuestras vidas, para poder dejar de pensar en soluciones individuales que solo nos «salvan» de una en una. También es evidente que cuando hablamos de nuestras vidas, no son solo las nuestras y las de las personas que frecuentamos, sino, y sobre todo, las de las que no conocemos. Sin embargo, parecemos creer ahora que es el sindicato y los colectivos políticos los que nos van a resolver los malestares subjetivos, por muchas raíces políticas que tengan.
Pero ¿todo el malestar personal es político? ¿Todo conflicto es violencia? ¿Cuáles son las luchas que importan? ¿Únicamente las de nuestro bienestar personal? Está claro que los sistemas de opresión son los que conforman nuestra subjetividad, pero ¿toda la incomodidad que siento en un espacio social se debe (y, por tanto, se le puede exigir) al espacio social y colectivo? ¿No estamos, en ocasiones, obligando al colectivo a que se haga cargo de cosas que, en última instancia, nos corresponden a nosotras? El horizonte terapéutico que plantea esta visión perversa de los cuidados está muy relacionado, creemos, con la base punitivista que opera en cierto feminismo.
Cuidados y punitivismo
Muchas veces, este uso perverso de los cuidados nace de la necesidad de que tengamos «espacios seguros», donde estos espacios parecen caracterizarse por la inexistencia de ninguna violencia (por supuesto), pero tampoco de ninguna incomodidad o malestar. Este horizonte apuesta por construir espacios donde no existan dinámicas de poder, donde todas nos sintamos bien, espacios donde sabemos que nada puede molestarnos, incomodarnos o dolernos. El espacio es seguro si nos garantiza que no tendremos ningún rasguño.
Y, como todo, no creemos que esto no sea necesario o que no sea un horizonte —en parte— deseable. Es más una cuestión de grises. El movimiento feminista y LGTBIQ+ lleva mucho tiempo señalando la necesidad de contar con espacios (políticos, de ocio, de diversión…) que puedan garantizar que no se replican las violencias que sufren fuera de esos espacios. Sin embargo, décadas después de esto, hemos notado que el horizonte de espacio seguro funciona muchas veces con un corte punitivista («¡Hay que echar a esta persona porque con él no es un espacio seguro!»). Hemos notado, también, que el espacio se vuelve «seguro» a través del uso de formas represivas: no podemos utilizar ciertas palabras o ciertos tonos porque eso lo convierte en inseguro, porque eso es considerado violencia o porque (y aquí nuestro tema) no es una muestra de cuidado. Como ya señalamos, en estos contextos, nos centramos más en las formas —en cómo se ha expresado ese enfado, disgusto o desacuerdo— y nos olvidamos del contenido de dicho mensaje o debate, de los objetivos y procesos por los que pasan nuestras luchas y resistencias, lo que dificulta la toma de decisiones y conduce a la autocensura por miedo a ser señaladas (o a señalar) como «no cuidadosas».
En este paradigma, ¿dónde mostrar nuestro enfado? ¿Cómo transitamos los conflictos? Por supuesto que nadie piensa en agredir, pero ¿no podemos llorar o discutir en nuestros espacios comunes? Cuando un compañero se enfada en una asamblea y nos habla de forma cruda, sabemos que es incómodo o que puede ser tenso, pero ¿realmente esto es violencia? Pensemos, también, en quiénes pueden expresarse desde una comunicación no violenta: en general, las personas con más dominio del lenguaje y la dialéctica. ¿Qué cuida más un espacio: la capacidad del común para abordar temas complejos y buscar soluciones colectivas o el tono dulce y amable de sus participantes? Por no hablar, como sugiere Clara Serra en El sentido de consentir, de que en los espacios seguros, herméticos, máximamente amurallados no puede brotar nada. ¿Hemos militado todos estos años para estar en una urna de cristal y decirnos las cosas con diminutivos? Necesitamos encontrar vías para transitar los conflictos que nos atraviesan, para imaginar formas colectivas de trascenderlos sin desviar sistemáticamente nuestra atención a las formas, obviando el fondo de los desafíos ante nosotras. Estos espacios comunes los habitamos muchas de nosotras con recorridos y experiencias políticas diversas. Tenemos que ser capaces de poner sobre la mesa esas diferencias y llegar a puntos de encuentro (o de ruptura) con honestidad y compromiso con el común.
Cuidados y neoliberalismo
Pero no estamos aquí de casualidad. El neoliberalismo como régimen biopolítico ha calado en las prácticas que pensamos hace décadas que podrían ser revolucionarias. De una visión comunitaria y revolucionaria de los cuidados, hemos pasado a una visión individualista, que identifica cualquier dolor con un problema político, que pone al colectivo a cuidar cualquier malestar individual. Una visión neoliberal de los cuidados que los reduce, además, a su componente discursivo y borra cualquier elemento material. Porque sí, cuidar es ante todo una acción, una práctica, un modo-de-hacer (¡una ética!) y no un mensaje bonito, una reafirmación narcisista.
El neoliberalismo es un régimen de poder biopolítico. Esto quiere decir, entre otras muchas cosas, que produce realidad, que genera un determinado cuerpo y que se infiltra por nuestros lazos. Es una dinámica, un paradigma. La evolución de la agenda neoliberal durante las últimas décadas (que ha conformado este mundo donde nada político nos apela, como decía Moya) es buena muestra de ello. En nuestra opinión, el uso perverso de los cuidados es un paso más de la infiltración del neoliberalismo. Una infiltración que ha producido una individualización de las opresiones. ¿Desde cuándo nuestro objetivo fue solucionar una vida (la nuestra)? ¿No se trataba de atacar las estructuras para solucionar todas?
Así, el componente neoliberal que pervierte los cuidados yace en que presupone que el cambio individual cambia el sistema («Si me cuidas a mí, si te haces cargo de mí, el mundo será un poquito mejor»). Incluso en su versión narcisista, el militante que no va a una asamblea por autocuidados presupone que lo social (la asamblea) es una mera suma de los componentes individuales (el bienestar de cada uno de los componentes hará una buena asamblea). Sin embargo, ¿no nos sentimos mejor cuando nuestros comunes son más sólidos? En las Periferias creemos que sí. Y creemos que esto no es necesariamente al revés: porque el bienestar individual no garantiza ninguna solidez comunitaria. Hacen falta más cosas. Y es que los cambios individuales no cambian el sistema. Solo con comunes podemos generar autonomía y contrapoderes, instituciones al margen de las opresiones. Cuidar no es pensar en cómo el colectivo me puede salvar la vida, sino crear comunes suficientemente fuertes como para solucionar la vida de todas, las máximas posibles. Pero sobre esto volveremos en el último apartado, recuperemos la relación entre la perversión de los cuidados y el neoliberalismo.
La terapeutización de la sociedad (y los espacios políticos) forma parte de la agenda neoliberal. Sus consecuencias son muchas y variadas, pero entre las que más fuertemente nos afectan en nuestros espacios son la psicologización de los malestares y el exceso introspectivo. Respecto a lo primero, notamos que en los últimos años, los problemas o malestares (sean estos políticos o no, pero especialmente los primeros) se abordan con categorías ajenas a la política: gestión emocional, ronda de emociones, sentires, necesidades… Una psicologización que ahonda en la cultura narcisista del autodescubrimiento. Pero ¿quién mira al centro social? ¿Cuándo se enuncian las «necesidades» de nuestro sindicato? Al yo hemos entrado y en el yo nos hemos perdido. Esto es lo triste de esta perversión.
La perversión neoliberal que ha secuestrado la ética de los cuidados ha convertido al otro, a mi compañera, en un rival, en un tóxico (o, en el mejor de los casos, en la incompetente que no sabe cuidarme y a la que le exijo reparación). ¿Cómo vamos a construir comunes desde este exceso del yo? Lo perverso de esta infiltración en nuestros cuidados es que el neoliberalismo no dice que compitamos, sino que saquemos el máximo redito posible a la cooperación. Ahora el foco de la relación neoliberal (su extensión y su avance) no es solo el eje de la competencia, sino el de una «cooperación» malentendida, con tintes rentistas y extractivistas: lo que puedo obtener de la relación (bienestar personal, solución a problemas individuales), cosificando así nuestras relaciones. O en otras palabras, replicamos el sistema ya no solo cuando competimos, sino ahora también cuando nos «cuidamos».
La subjetividad de los cuidados
El neoliberalismo, como toda red de poder, crea los cuerpos que luego reprime. Las redes de poder, y lo sabemos por Foucault, no reprimen un cuerpo que preexiste anteriormente, sino que es la escuela la que crea la subjetividad del alumno y la del profesor. ¿Cómo nos afecta micropolíticamente esta perversión de los cuidados? ¿Qué subjetividades está construyendo? ¿Qué personalidades (perdón por la psicologización, entiéndase) afianza? ¿Qué cuerpos crea? Desde nuestra perspectiva, una subjetividad que recibe una ganancia en la posición de víctima.
Cuando demando cuidados, cuando exijo que alguien me cuide, o señalo que no se me ha cuidado, ya nada se puede hacer, me convierto en víctima e inoculo culpa (que en alemán es la misma palabra que «deuda»). El otro está en deuda conmigo. Tiene que reparar el daño.
Pero ¿y si dudamos de la otra persona? ¿Y si decimos: «Mira, siento que estés así, pero de tu malestar no se deriva que yo haya hecho algo malo»? Pues, entonces, resulta que estamos invalidando. La perversión de los cuidados se ha esforzado en hacernos creer que cuidar es decir siempre que sí y nunca cuestionar las demandas de los demás. Por supuesto, somos conscientes de lo importante que ha sido en el movimiento feminista el hecho de no cuestionar. Lo que nosotras señalamos es el uso perverso de herramientas que en otros momentos fueron profundamente liberadoras. ¿Es que nadie puede decir ya: «Entiendo que estés incómodo, pero no te estoy insultando ni faltando el respeto, puedo estar enfadado en este espacio colectivo de discusión»? Estamos ahondando en una deriva narcisista, creando una subjetividad que proyecta nuestros malestares y generando cuerpos tremendamente infantiles. Demandamos cuidados a posteriori (poniendo a circular la culpa) y nos desentendemos de la solución. Queremos que la solución venga siempre desde fuera, que nos lo den hecho, sin querer formar parte de la experimentación colectiva de nuevas formas de ser y estar juntas.
Y es que la subjetividad es fundamental. Por seguir con Foucault, en una entrevista en sus últimos años dijo aquella frase famosa de que no debíamos prestar tanta atención a la liberación, sino centrarnos en las prácticas de libertad. Centrarnos únicamente en romper nuestras cadenas puede ser indicativo de una creencia esencialista según la cual, por ejemplo, basta con destruir el amor romántico para que nos comportemos naturalmente como dicta el amor libre. Pero esto no es así, no hay un afuera de lo social y la subjetividad de la utopía hay que construirla. Por eso su pregunta insistente durante sus últimos años: no tanto cómo ganar la libertad, sino cómo comportarse (y cuidarse) cuando ya seamos libres. Desde luego, no ganamos esa libertad con la subjetividad que nos impone este uso perverso de los cuidados. No desde una subjetividad que vuelca toda su incapacidad al colectivo. ¿El objetivo no era emanciparnos individualmente, ganar más potencia? ¿Nos van a resolver también los demás todo cuando estemos en la utopía? En fin, y otra vez, ¿cómo vamos a hacer la revolución si no podemos aguantar un tono elevado en una asamblea?
Entonces ¿cuidar qué? ¿Cuidar cómo?
Sabemos que lanzarnos a algo propositivo es arriesgado. En primer lugar, porque puede opacar la crítica. En segundo lugar, porque precipita el debate a la búsqueda de recetas. Y no, a veces no queremos recetas, a veces queremos seguir pensando, criticando, descubriendo fallos. Y solo cuando el debate esté suficientemente maduro, y si la crítica es suficientemente radical (y suficientemente negadora de lo existente), solo entonces se irán abriendo nuevos caminos. Además, aventurar propuestas puede ser (y así es la mayor parte de las veces) precipitado, supone un paso innecesario cuando al debate le queda todavía tiempo de cocción.
Por eso aquí no buscamos una definición de los cuidados, ya que eso quizá ahonde más en el problema. De nuevo, nos encontraríamos exigiendo al otro que nos cuide tal y como nosotras lo haríamos, tal y como «necesitamos» o entendemos los cuidados y no como algo que nace del diálogo y de la responsabilidad compartida de experimentar y construir juntas otras manera de estar. Sin embargo, y a pesar de esto, sí que nos gustaría dibujar un camino que, sin desdeñar la crítica, creemos que puede andarse respecto a cómo recuperar una idea comunitaria y emancipatoria de los cuidados.
En nuestra opinión, creemos que cuidar no es eliminar cualquier elemento que produzca malestar (por la posición punitivista en la que nos coloca, por supuesto, pero también porque, como dijimos, no todo malestar subjetivo es político). Desde nuestro punto de vista, lo que nos cuida es aquello que nos abre posibilidades de vida, lo que aumenta nuestra agencia. Después de que nos cuiden, podemos hacer más cosas, tenemos más posibles. Y esto, creemos, solo puede hacerse de forma sistemática y no individualista a través de los comunes. Un común sólido, un dispositivo de ayuda mutua, garantiza mis cuidados sin ponerlos en el centro como un asunto personal («¡Oye, cuídame!»). Para ilustrar esto, en nuestro centro social ocurrió una vez una cosa que nos dejó pensando profundamente en qué era cuidar. Una vez, en un plenario político, una compañera vino con su hijo. En el plenario no había ludoteca (lo sabemos, una falta importante de cuidado) y ella no pudo prestar toda la atención que le hubiera gustado a la discusión política. Frente a la perversión de los cuidados que parte de un grito victimizante («¡Esto no puede ser! ¡Que alguien se haga cargo!»), la compañera comentó que para el próximo plenario le gustaría encargarse de la ludoteca. Su comprensión de los cuidados no ponía su malestar en el centro, sino que se centraba en crear un dispositivo de ayuda mutua que pudiera solventar su problema de una forma estructural. Porque cuando ayudamos a otras, también generamos cuidado para nosotras. Ese es el verdadero autocuidado. Si monto un dispositivo de ludoteca, no solo me responsabilizo de mi situación (me tocará cuidar a las niñas un turno cada cierto tiempo), sino que garantizo que se crea un dispositivo para el resto de personas. Los cuidados se desindividualizan y se hacen verdaderamente colectivos. De este modo, podemos ir añadiendo elementos que conforman una cultura de los cuidados que se asemeje a quienes somos, creando estructuras y prácticas que nos acerquen a la utopía que perseguimos. En este contexto, es posible que la subjetividad reclamante que tenemos hoy dé paso a una que se haga cargo de su vida, donde el resultado sea un común más sólido.
Creemos que hay que cuidar el colectivo y que generando dispositivos de lucha y apoyo mutuo nos garantizamos nuestro cuidado. Cualquier cuidado que no tienda a la emancipación de la comunidad, desde luego no es político. Generar comunes me abre posibilidades de vida a mí y a mis compañeras, aunque el primer paso sea hacerme cargo de mi situación (y no tanto «aunque», sino «especialmente»). Decía también Foucault sobre estas prácticas de libertad, que los antiguos griegos destacaban la parresía como la cualidad de aquel que está a la altura de lo que se dice, que se hace cargo de sus palabras, que se deja comprometer con ellas. La parresía es la virtud de la que no aleja las palabras de su cuerpo.
Desde la Escuela de las periferias, nos deseamos más parresía a nuestros espacios políticos. Porque más allá de no parar de pensar y hablar de los cuidados, ahora nos toca verdaderamente cuidarnos, estar a la altura —políticamente— de lo que significan.