Los inicios del capitalismo moderno normalmente se hacen coincidir con la revolución industrial, que se inició en la Inglaterra de mediados del siglo XVIII. Según la tesis más extendida, en aquella época se habría producido una mutación, que conllevaría una tendencia gradual, en el paso de la fase de acumulación originaria del capital a la del desarrollo, es decir, del crecimiento sostenido. Por crecimiento sostenido se entiende el desarrollo de las actividades productivas -industriales, agrícolas, comerciales, financieras y de servicios- tanto en términos de volumen de negocios como de progreso científico y tecnológico aplicado a los procesos productivos, aparte de incrementos, diferenciaciones y especializaciones de las actividades empresariales. A estos cambios vienen generalmente asociadas las mejoras en la calidad de vida y en la disponibilidad de bienes y servicios.
En otros términos, el desarrollo de las actividades productivas, de negocios y financieras iría acompañado del progreso civil y social, si bien gradualmente y con contradicciones y retrocesos temporales.
No habría grandes dificultades para asumir en grandes líneas tal visión de la evolución histórica del capitalismo moderno, siempre que se eviten las exageraciones, aparte de la omisión de numerosos y consistentes aspectos que contrastan de forma patente con tal reconstrucción del proceso histórico, en muchos puntos excesivamente optimista y parcial.
Existe el riesgo, entre otras cosas, en caso contrario, de dar por descontado un poco apresuradamente que haya habido una suerte de auténtico cambio en la naturaleza del sistema socioeconómico. Resulta indudable el paso de una fase, en la que la característica principal era la expansión física y la conquista de territorios y recursos, a otra de autodenominado desarrollo, o crecimiento sostenido, en la que el papel más importante era interpretado por las aplicaciones en las actividades productivas de las invenciones y descubrimientos científicos y tecnológicos.
Está claro que a favorecer y apoyar tal paso han contribuido el incremento de la demanda de bienes de consumo, inducido por una distribución menos desigual del rédito y de la riqueza, el ya indicado progreso científico y tecnológico y las innovaciones en las técnicas y en las instituciones monetarias, crediticias y financieras.
El hecho de que, por un tiempo insólitamente largo, el incremento de la capacidad productiva haya superado la dinámica demográfica europea, ha hecho que se determinase alguna mejora en las retribuciones y en las condiciones de vida de los trabajadores, capaz de implicar una expansión de la demanda de bienes de consumo y un incremento de las inversiones para su producción. En medida ciertamente relevante, esta evolución del sistema socioeconómico parece ir pareja a un incremento de la oferta de trabajo por parte de las empresas recién nacidas, en las que se intentaba afrontar las demandas de la clase trabajadora en formación en las diferentes naciones europeas, sobre todo como consecuencia de las migraciones hacia el nuevo y novísimo mundo.
En un cierto periodo, en el paso del mercantilismo al capitalismo moderno, las leyes de la oferta y la demanda, sin ahorrar sufrimientos, angustias y represiones, de alguna forma han funcionado a favor de la clase trabajadora. Tal situación favoreció la formación y el incremento de las clases trabajadoras y de las medias, o sea, sobre todo funcionarios y directivos de empresas y administraciones públicas, y trabajadores autónomos, generalmente en posesión del necesario título académico.
A esto se añadió, como efecto y causa derivada, una cierta mejora en las condiciones económicas de esta componente de la sociedad, sin que, en términos absolutos, fueran perjudicados réditos y niveles de riqueza de las clases aristocráticas y burguesas.
En sentido relativo, en la tendencia general al incremento de la riqueza en su conjunto, se produce alguna atenuación de los niveles de desigualdad a favor de las clases trabajadoras y de las clases medias, con el consiguiente incremento para ellas de la posibilidad y propensión de la compra de bienes de consumo.
El incremento de la demanda y, por ello, de las oportunidades de beneficio, constituyó, por otra parte, el estímulo para la aceleración de las inversiones en las actividades productivas, comerciales y financieras, y para la búsqueda de posteriores innovaciones científicas y tecnológicas susceptibles de aplicarse en los procesos productivos. Pero todo esto no quiere decir que la fase expansiva, con sus características de agresión, opresión, explotación, represión y sus consecuencias criminales y corruptas o ilegales, cese o se reduzca en términos numéricos y de valor monetario. Parece incluso que habría que admitir que ha ocurrido exactamente lo contrario.
De hecho, es innegable que en gran parte del planeta, la perteneciente a los considerados como países emergentes, perduran todavía sustancialmente inalteradas las prácticas de sobre-explotación, represión y falta de respeto hacia el medio ambiente, típicas del capitalismo primitivo y de la acumulación originaria. En resumen, las transformaciones del capitalismo moderno, en el sentido de una «civilización» o «edulcoramiento» y de la pérdida de sus características de una mayor crudeza, no han implicado los aspectos de la vida, ni todo el planeta ni toda época y no sin involuciones y vueltas atrás al crimen y a la barbarie de los tiempos de la esclavitud, de los negreros y de las guerras del opio. Si admitimos que se puede hablar de una pérdida tal -lo que resulta controvertido- no sería ni total ni definitiva, ni siquiera global.
Los últimos acontecimientos del capitalismo moderno, a partir de la segunda gran crisis de 2008, aparte de sacar a la luz los aspectos a la vez fraudulentos e irracionales, han demostrado como una constante, como su misma condición de existencia, la necesidad de expandirse continuamente, preferiblemente a ritmos cada vez más rápidos.
La historia reciente parece haber enseñado sin ningún género de duda que, cuando resulta imposible la adquisición de nuevos territorios por estar ocupado todo el planeta, la expansión del capitalismo moderno ha asumido sobre todo la forma del incremento estratosférico de los valores monetarios y los instrumentos financieros. Todo esto aparece cada vez más en contraste no solo con los principios, las reglas y las ideologías consideradas como fundamentales en el sistema socioeconómico imperante, sino también con el sencillo sentido común. Parece que se deba afirmar, a la luz de los hechos, que el capitalismo moderno en su arco de vida ha cambiado ciertamente en la forma, pero no gran cosa en su naturaleza y sustancia.
La «mano invisible» del capitalismo
El enunciado más completo del concepto de «mano invisible» de Adam Smith se encuentra en la Teoría de los sentimientos morales, publicada en 1759, diecisiete años antes de su más famosa Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones:
Los ricos no hacen más que escoger en gran cantidad lo que es más precioso y agradable. Consumen poco más que los pobres y, a despecho de su natural egoísmo y de su natural rapacidad, no piensan en otra cosa que en su propia conveniencia; el único fin que se proponen dando trabajo a millares de personas es la satisfacción de sus vanos e insaciables deseos, no obstante comparten con los pobres el producto de todas sus mejoras. Son guiados por una mano invisible a hacer casi la misma distribución de las cosas necesarias para la vida que se haría si la tierra estuviera dividida en partes iguales entre todos sus habitantes, y así, sin quererlo, sin saberlo, hacen progresar el interés de la sociedad, y ofrecen medios para la multiplicación de la especie.
Poco antes, el autor se había expresado en los siguientes términos:
No sirve para nada que el soberbio e insensible propietario agrícola inspeccione sus vastos campos y que, sin pensar en las necesidades de sus hermanos, en la imaginación consuma él todo el grano que recolecta. El conocido refrán popular que dice que el ojo es más grande que la panza nunca ha sido tan certero como en este caso. La capacidad de su estómago no se corresponde con la inmensidad de sus deseos, y no es mayor que la del más humilde campesino. No tiene más remedio que distribuir el resto entre quienes preparan, del mejor modo posible, lo poco que él mismo utiliza, entre quienes cuidan el palacio en donde ese poco será consumido, entre quienes consiguen y mantienen en orden las bagatelas y naderías que se usan para administrar la grandeza. Todas esas personas, así, reciben de su lujo y de su capricho esa parte de cosas necesarias para la vida que en vano habrían esperado de su humanidad y de su justicia. La producción del terreno mantiene en todo momento casi el mismo número de personas que está en grado de mantener.
No hace falta subrayar cómo las argumentaciones de Smith sobre la acumulación y reparto de la riqueza se refieren exclusivamente a los bienes de consumo y, sobre todo, a los artículos de alimentación. Es, por otro lado, transparente, una suerte de disparate, unido a bastante desprecio, la pretensión del rico de acumular riqueza y poder.
El autor saca a la luz la sustancial impotencia, en cuanto que el mismo ejercicio del poder obtenido a través de la acumulación y la concentración tiene como consecuencia, directa o indirecta, la ampliación de los frutos de la riqueza acumulada a los otros miembros de la colectividad.
Los ricos, de hecho, acumulan riqueza y poder, que en el fondo consisten en la posibilidad de usar a los otros, o sea, de servirse de su capacidad de trabajo, de su fuerza-trabajo. Asimismo, en instituciones como la servidumbre de la gleba o la esclavitud, es el mismo cálculo de conveniencia del rico el que le obliga a mantener en vida y en eficiencia física a quien le debe servir.
Ni por casualidad y no de forma manifiestamente infundada, el jurista Guido Rossi, en una entrevista publicada el 6 de junio de 2008 en el diario italiano La Repubblica sostenía que la metáfora de Smith de la mano invisible debe considerarse como algo más que una exaltación de la doctrina liberal del laissez faire; de alguna forma se puede interpretar como todo lo contrario: «Uno de sus conceptos más equívocos es el de la mano invisible. Se ha impuesto la idea de que Smith ha querido decir que el mercado se debe dejar a sí mismo porque alcanza automáticamente un virtuoso equilibrio. La mano invisible se ha convertido en el argumento principal de los neoliberales. En realidad, Smith toma prestada la imagen de la mano invisible, con mucha ironía, del tercer acto del Macbeth de Shakespeare. Macbeth habla de la noche y de su mano sangrienta e invisible, que le quitará la palidez del remordimiento antes del asesinato. Smith se burla de los capitalistas que creen poder gobernar los mercados».
Obviamente, también los hombres de negocios y las clases dirigentes del tiempo de Smith, como en cualquier otro tiempo y lugar, estaban interesados en la acumulación de poder económico, financiero y político, mucho más que en el consumo de bienes y alimentos. Y es sobre el consumo de bienes alimentarios, mucho más que de bagatelas y naderías, donde se centra la atención, el buen sentido y la ironía de Smith.
La antipatía de Smith por las clases ricas y su propensión a la acumulación y a la concentración de riqueza es cualquier cosa menos casual; a tal fin, los párrafos reproducidos no constituyen una excepción sino la regla del pensamiento del autor.
Por lo demás, para Smith solo el trabajo presente o pasado constituye una justificación aceptable de la propiedad y, como es notorio, incluso la base y la unidad de medida de su valor.
A diferencia de otros autores precedentes y posteriores, Smith no manifiesta ninguna predilección ni se empeña en defensa alguna de la renta, de la exención del trabajo y del consumo abundante. Del mismo modo, es notorio y manifiesto su desprecio y aversión hacia las actividades financieras y, de modo especial, hacia las maniobras monetarias.
No por casualidad el pensamiento económico clásico, del que Smith es considerado universalmente como el precursor, se funda en la condena sin paliativos del mercantilismo y de sus políticas basadas en los monopolios, los privilegios, las concesiones y las restricciones al comercio y a la industria, aparte de las maniobras monetarias y cambiarias tendentes a favorecer el flujo y la acumulación de metales preciosos.
Smith era un niño cuando murió John Law, economista y financiero también escocés como él, que había embarcado a Francia en la loca aventura de la compañía del Mississippi, basada sobre todo en la creación de papel moneda en cantidades estratosféricas para la época, además de títulos accionariales
Especulación, burbuja, crisis financiera eran también entonces fenómenos nada raros, con los habituales aspectos irracionales, que a veces asumían tintes sorprendentes que llegaban al paroxismo, como en el caso de la llamada fiebre de los tulipanes, que afectó a Holanda en los años treinta del pasado siglo.
Estos fenómenos eran ajenos a Inglaterra, que incluso había sido, por decirlo de algún modo, la cuna de los primeros desastres financieros de gran calado desde 1296, con la quiebra de la banca Riccardi de Lucca (Italia), y cincuenta años después con la caída de los Bardi, los Peruzzi y otros banqueros de Florencia.
En relevante o decisiva manera, la ruina de aquellas multinacionales financieras ante litteram fue debida a la insolvencia del rey inglés y a su megalomanía.
Con toda certeza, estas lecciones del pasado reciente y remoto no fueron olvidadas por Smith, cuyo pensamiento, al contrario, fue constantemente caracterizado por la prudencia, el equilibrio y el sentido común.
Y por tanto es improbable, si no imposible, que él aprobara o recomendara las políticas monetaristas y proteccionistas actualmente en auge, que no son otra cosa que una reedición de las prácticas mercantilistas condenadas por Smith pero puestas en práctica por gente que, al menos de palabra, no hace más que citar sus ideas y principios.
Francesco Mancini
Publicado originalmente en Tierra y Libertad # 342 (enero de 2017)