El uso de la palabra y del concepto emancipación ha desaparecido prácticamente de la comunicación y del lenguaje de la política. Y, sin embargo, en su tiempo esa palabra y ese concepto han sido fundamentales, incluso fundadores, en la base de la cultura de izquierdas entendida en su sentido más amplio. Emancipación significa liberarse de, superar un estado de sujeción y subordinación, ser autónomos en suma. Y precisamente para esto surgió la izquierda. Para ayudar a pensar, imaginar y desear no estar sometidos, explotados, extorsionados y empobrecidos, ni por el poder político ni por el económico, cualquiera que sea la forma en que se manifiestan. La cultura de izquierdas se afianza en la modernidad porque un número cada vez mayor de individuos no se conformaba simplemente con existir, sino que comenzaba a sentir la exigencia de conquistar la dignidad y el reconocimiento que corresponde a cada uno.
Hoy ya no se utilizan porque la tensión emancipadora ha desaparecido prácticamente del horizonte del imaginario colectivo, atrincherada en unos pocos “heroicos” resistentes que no tienen intención de rendirse. El “izquierdismo politiquero” dominante desde hace mucho tiempo no se mueve para conquistar la emancipación de los sistemas de poder vigentes, en sustancia aceptados como irremediables o, peor, considerados como los mejores posibles. La opción política de los residuos de la izquierda institucional es hoy intentar conquistar y mantener derechos o renegociar las reglas, con la ilusión de no ser demasiado humillados por la arrogancia del poder vigente, cada vez más invasivo y prepotente. Por eso, no creo cometer un delito de “lesa majestad” si me permito afirmar que la cultura de izquierdas ha desaparecido del imaginario colectivo. Al no ser ya apoyada por el sentido y la proyección que le han dado origen, se ha desvanecido, convertida en humo por la inconsistencia de su incapacidad para continuar proponiendo proyectos coherentes de superación radical del presente.
Socialismo de Estado y socialdemocracia
Una aniquilación debida a profundas razones históricas y psicológicas. Vale la pena resumirlas.
Tras la explosión victoriosa de la Revolución francesa, la izquierda, que debía realizar libertad e igualdad, tomó forma a través de tres ramas: republicana, liberal y socialista en sus dos expresiones, estatal y anárquica. Las cosas se fueron aclarando después, con el desarrollo de los acontecimientos. En primer lugar, la forma de Estado republicano, una vez convertida en realidad de hecho, ha mostrado los propios límites; en consecuencia, el republicanismo ha desaparecido del horizonte plausible por una concreta condición libertaria e igualitaria.
El liberalismo, por su parte, ha evolucionado y se ha ampliado, convirtiéndose en referencia política hegemónica, arrastrando un fondo de hipocresía que domina de forma incontestable. Desde el comienzo se ha prodigado en nobles declaraciones, en la redacción de constituciones y tratados jurídicos en los que se proclama de viva voz la libertad y el reconocimiento del otro, del diferente, de las diferencias y de los derechos, sin distinción de raza o de credo religioso. Pero en los hechos su recorrido político niega sistemáticamente lo que afirma y sanciona. Habla de democracia representativa, mientras que los elegidos no se representan más que a sí mismos, a veces en contraste con quienes los eligen. Habla de dignidad del trabajo, mientras que las condiciones de quienes trabajan son cada vez más humillantes, deprimentes y cercanas a nuevas formas de esclavitud. Habla de extensión de los derechos y las leyes iguales para todos, cuando los derechos son sistemáticamente negados a la mayoría mientras que la aplicación jurídica es siempre falaz y generadora de injusticias. Desde su creación, habla de libertad e igualdad social, mientras que sus realizaciones hacen aumentar continuamente las desigualdades, las injusticias y los privilegios.
También el socialismo de Estado ha tenido enormes posibilidades de demostrar lo que podía producir. Las dos vías con las que se ha propuesto hegemonizaron la izquierda en su conjunto, pero los hechos han demostrado ampliamente su endémico fracaso. El bolchevismo, que ha representado su vía revolucionaria, se ha derrumbado definitivamente en 1989 con la caída simbólica del Muro de Berlín, no derrotado por el enemigo capitalista sino derruido por ser incapaz de subsistir como proyecto político-económico. Hoy los Estados continuadores de aquella experiencia representan una auténtica tragedia política. Corea del Norte está bajo el dominio de un “enardecido” que se divierte jugando con bombas atómicas para satisfacer sus delirios de grandeza. China, casi una obra maestra del absurdo, ha conjugado lo peor del bolchevismo con lo peor del capitalismo; a todos los efectos, un monstruo generador de opresión, injusticia, privilegios y desigualdad.
También la socialdemocracia, que representa la vía reformista para realizar el Estado socialista y que, paso a paso, tendría que haber suplantado el Estado burgués superando el régimen de la propiedad privada y del mercado capitalista a través de la legalidad, ha desaparecido prácticamente de la escena. Aun siendo mayoritaria en diferentes parlamentos nacionales y habiendo gobernado ampliamente distintos Estados occidentales, en las últimas décadas ha sido absorbida por el sistema socioeconómico que habría tenido que suplantar, convirtiéndose en uno de los pilares conservadores. Hoy no tiene posibilidades de plantear una visión propia de los acontecimientos. Sus últimos gemidos teóricos reconocen la inevitabilidad del capitalismo y renuncian a contrastarlo, proponiendo por el contrario su regularización, con la intención de hacerlo menos inicuo, o al menos renegociar las reglas con los potentados económicos internacionales para conseguir salvar lo salvable del Estado del bienestar que se hunde por todas partes. De hecho, ya no existe una hipótesis institucional auténticamente socialista.
También la izquierda, si quisiera…
Frente a este impacto, que a todos los efectos representa un declive, la izquierda se está agrietando por todas partes. Razonando bien, se comprende que no podía ser de otra manera. En el momento en que se elige gobernar el Estado para alcanzar los fines que se había propuesto, comienza un declive imparable, que irremediablemente la lleva a renunciar a cualquier presupuesto ligado a la identidad de origen. La experiencia de los diferentes socialismos gubernamentales del pasado siglo lo demuestra ampliamente.
Independientemente de que se haya aplicado por medio de reformas o de revolución, la experiencia de los socialismos de Estado en su conjunto ha fracasado estrepitosamente. Es el fin inequívoco de la ilusión de que la “toma del poder” para gestionarlo, bajo cualquier forma que se explique, pueda ser el medio o un recorrido que conduzca hacia una sociedad emancipada del poder y de la explotación. Volverla a proponer, incluso en forma correcta y actualizada, como están intentando hacer obstinadamente por todas partes los portavoces de eso que ha quedado, quiere decir persistir en el error, rechazar comprender que se es víctima de una alucinación.
De todas las ideas emancipadoras que se originaron a finales del siglo XVIII y en el XIX, solamente el anarquismo se mantiene equilibrado, y en sustancia no ha perdido su empuje. Seguramente porque siempre le ha sido impedida toda tentativa de realización y, desde la posguerra, ha sido impotente y ha aceptado mantenerse al margen. No pudiendo manifestarse ni siquiera ha podido marcar sus propios límites. Reflexionando sobre las experiencias históricas y las vividas, intentando comprender el clima general que hoy se proyecta, pienso que puedo decir con firmeza que es implanteable cualquier tentativa de llegar a una sociedad libertaria a través de una revolución palingenésica, es decir, con algún evento resolutivo, como por el contrario se creyó durante más de un siglo.
Exactamente como para el anarquismo, que siempre ha sido y continúa siendo la expresión antiautoritaria de los movimientos de lucha anticapitalista y de liberación, también la izquierda, si quiere reencontrar un sentido gratificante y que tenga perspectivas, debe volver a ser expresión de voluntad y de intenciones tendentes a la emancipación, con horizontes y visiones revolucionarias actualizadas, no más propuestas de tomar o destruir los palacios del poder sino experimentando modalidades autogestionarias para la construcción desde debajo de las sociedades innovadoras y solidarias a través de tensiones radicales y coherentes.
Andrea Papi
Publicado en Tierra y libertad núm.334 (mayo de 2016)