La tierra que se subleva de broma

Revuelta espectáculo en Cataluña

La teatralización de la protesta y su consiguiente trivialización es la característica más común de las movidas en la sociedad del espectáculo, aquella en la que todas las experiencias vividas se desvanecen en una representación. Donde el activismo se funde con el entretenimiento y el espectador ejerce de figurante. El hecho de que “la gente” de nuestra época prefiera la imagen a la cosa, la ilusión a la verdad y el sucedáneo a la autenticidad -o sea, el espectáculo- se debe a que esa “gente” es otra, radicalmente opuesta a la que contaba en la época precedente. Tengamos presente que la pérdida de centralidad del proletariado industrial en las luchas sociales fue seguida -en los países donde reinan las condiciones posmodernas de producción capitalista- por un proceso de desclasamiento que desembocó en el desarrollo de algo que llaman “ciudadanía” y que nosotros podríamos denominar clases medias asalariadas. Dichas clases, sentadas entre dos sillas, la burguesa y la popular, pueden llegar a sentirse e incluso declararse antagónicas con la clase dominante, pero nunca manifiestan en la práctica tal antagonismo. El común denominador de las demostraciones mesocráticas como las anti-globalización, contra la guerra, el 15-M o las Marchas de la Dignidad, ha sido siempre la voluntad de no alterar el orden ni subvertir las reglas de juego del poder. En realidad, la revuelta fake de los estratos sociales intermedios que pasan de pelear, no obedece a una toma de conciencia antitética, esto es, a una nueva conciencia de clase antisistema, sino que se somete al  principio hegemónico regulador de la vida en la sociedad de consumo: la moda. Eso explica no solo el aspecto frívolo y el poder de atracción del movimentismo ciudadanista, sino su carácter efímero, seudolúdico y ostensiblemente efectista. Lo peor es que las redes sociales han reforzado los cimientos de la irrealidad, dando un golpe de muerte a lo que quedaba de comunicación autónoma y sentido comunitario en la sociedad civil. Al desplazarse la mayor parte de la contestación hacia el espacio virtual, donde las imágenes y los cuentos valen más que las palabras, el espectáculo de la revuelta-red puede sustituir cómodamente a las prosaicas luchas reales.

Los avances tecnológicos no suprimieron la flagrante contradicción entre las relaciones de producción capitalistas y las fuerzas productivas, pero redujeron al mínimo la importancia social de los trabajadores de la industria, los talleres y los tajos, empujando la clase obrera hacia el sector terciario de la economía, donde los salarios, las condiciones de trabajo y los derechos eran precarios. El retroceso del proletariado industrial ocasionó la pérdida de control del mercado laboral, y en consonancia con la fragmentación en capas con distintos intereses, se evaporó su conciencia de clase, es decir, se desclasó. En lo sucesivo, el proletariado dejaba de ser el referente efectivo de los combates sociales. Como sujeto histórico, la clase obrera no podía mantenerse más que en el cielo de la ideología, como dogma en las doctrinas obreristas de las sectas y en la virtualidad de las webs. Sin embargo, la globalización económica, que era sobre todo financiarización, acentuó más si cabe lo que James O’Connor calificó de segunda contradicción capitalista, a saber, la degradación progresiva de las condiciones de producción que hacían posible la explotación de la mano de obra. El crecimiento ilimitado de la economía chocaba con los límites biofísicos de la vida en el planeta volviéndolo inhabitable. Resumiendo, la capitalización del territorio -el extractivismo- volvía cada vez más destructivo el metabolismo entre la sociedad y la naturaleza, desencadenando una crisis ecológica generalizada. La cuestión social se salió del terreno laboral para irse a centrar en la defensa del territorio -que en definitiva es la defensa de la especie-, o dicho de otra manera, la crisis medioambiental se convirtió en el primer punto de la crisis social. La proletarización de las masas asalariadas, principalmente urbanas, y la despoblación del campo seguían su curso, pero ahora la condición de proletario podía definirse mejor basándose no solo en la venta de la fuerza de trabajo, sino en la pérdida del poder de decisión respecto al hábitat y a las condiciones de vida que este proporcionaba, cada vez más pobres, dependientes, artificiales y consumistas.

El proletariado tradicional era desarrollista y no prestó la atención debida a los  problemas ambientales, que en los pasados cincuenta empezaron a ser acuciantes. La derrota del movimiento obrero revolucionario y la regresión de la lucha de clases cedieron el protagonismo a los combatientes ecológicos, particularmente al movimiento antinuclear. Hubo colectivos como “Alfalfa” que hicieron buena labor, pero el quebranto sufrido por los valores, la memoria de las luchas, los planes de transformación radical y, en general, por todo el patrimonio histórico de la vieja clase obrera, dejó a los ecologistas solos con sus tecnologías no contaminantes, sus energías alternativas y sus proyectos de recogida de residuos, sin pasado, herencia ni proyecto de emancipación que reivindicar. Mientras tanto, igual que los sindicatos de concertación anularon definitivamente la conflictividad laboral ejerciendo de mediadores, los partidos y organizaciones políticas verdes quisieron hacer lo mismo con la problemática territorial. Dado que el número de agresiones se multiplicaron con el desarrollo -“sostenible” o insostenible- de la economía, el parasitismo verde pudo trabajar para el orden. Si nos atenemos a Cataluña, la expansión del área metropolitana de Barcelona y las políticas desarrollistas de la Generalitat habían acarreado una sobre-explotación de recursos y causado daños irreversibles al territorio catalán. A finales del siglo pasado, el país tenía el dudoso honor oficial de ser una de las regiones europeas con mayor depredación territorial. Sin embargo, la defensa del territorio partía de conflictos locales aislados y autolimitados, y adolecía de una escasez de medios y gente preocupante. Las grandes movilizaciones del 2000 contra el Plan Hidrológico Nacional y el Trasvase de aguas del Ebro fueron trascendentales y propiciaron una voluntad de unidad de acción, pero solamente en las plataformas vecinales tipo “Salvem”, los grupos ecologistas descafeinados y las entidades “cívicas” que recogían firmas contra las agresiones medioambientales. En las reuniones de Figueres (2003) y Montserrat (2008) quedó plasmado un pliego de propuestas que no cuestionaba el régimen capitalista ni las instituciones estatistas que lo favorecían, sino solo sus excesos. Simplemente anteponía “las declaraciones internacionales de sostenibilidad” al crecimiento desregularizado, algo que podía concretarse en otros “modelos” capitalistas de energía renovable, urbanismo compacto, movilidad pública y desarrollo territorial respetuoso con el medio. Todo el lote quedó definido posteriormente como “nueva cultura del territorio.” La estrategia novicultural a seguir era bien sencilla: las plataformas y los grupos se postulaban como interlocutores estables de las administraciones, de cara a fijar, mediante “mecanismos que posibiliten la participación ciudadana”, una legislación ambiental con sus observatorios, juzgados, fiscalías, tasas y sanciones. No ponían en tela de juicio la función de la burocracia administrativa, subsidiaria de intereses económicos espurios, ni dudaban de la legitimidad de los partidos políticos, de los que esperaban servirse para planear en el Parlamento medidas proteccionistas y presentar proposiciones no de ley. Con toda probabilidad los militantes de partido influenciaban a las plataformas, puesto que todas las reivindicaciones de aquellas figuraban en sus programas ambientalistas. Su supuesto apartidismo era solo una táctica encaminada a presentar como interés general lo que únicamente eran intereses electorales camuflados.

El movimiento ambientalista catalán celebró como un éxito la declaración de emergencia climática por parte de la Generalitat y su apuesta por la descarbonización de la economía (2019), sin detenerse a pensar que ese modelo energético “cien por cien renovable” por el que se apostaba no era más que el lavado verde de cara del capitalismo de siempre. La construcción de grandes infraestructuras, macroplantas eólicas y centrales fotovoltaicas perpetuaba el modelo extractivista y especulativo de explotación territorial. El penúltimo intento de articular las docenas de conflictos ambientales (SOSNatura.cat, 2021) no halló mejor metodología que la de presionar a la administración y los partidos para así poder “reorientar el modelo” catalán, más turístico que productivo, hacia la sostenibilidad. La misma táctica de siempre. Por enésima vez se rogó por una “participación efectiva de la ciudadanía a través de debates abiertos y consultas populares vinculantes.” Finalmente, se osó pedir a la Generalitat el cumplimiento de las directivas europeas, la moratoria de los grandes proyectos inútiles y la restauración del Departament pujolista del Medi Ambient, disuelto en 2010, “una herramienta clave para construir el futuro país que queremos” (Ecologistas en Acción). Decididamente, las críticas antidesarrollistas yacían enterradas en el cementerio de la moderación y el buenismo dialogante. No obstante, el combate ecológico era demasiado importante como para dejarlo en las manos de sus  sepultureros. A los verdaderos defensores del territorio correspondía sacarlo del atolladero del colaboracionismo cómplice. ¿Dónde estaban?

Fue muy oportuna la aparición en enero de este año de “Revoltes de la Terra” tras dos años de reuniones y encuentros, batallando por una alternativa comunitarista, definida como una “hiedra de vínculos exterior a la lógica productivista.” Justo era de esperar un análisis panorámico del momento crítico en el que nos encontramos y un programa contundente de movilizaciones, pero nuestro gozo en un pozo. El lenguaje empleado en su manifiesto era retórico a más no poder, lleno de vaguedades y lugares comunes del posmodernismo, muy por debajo del ecologismo más elemental. Para empezar esa “tierra que se rebela” que deseaba “promover un despliegue de posibilidades” y “edificar una trama de pasiones, soberanías y métodos”, no se definía como coordinadora, ni como plataforma, ni como grupo impulsor: era más bien “un entramado de lazos”, “un conjunto de recursos logísticos, operativos y relacionales”, “un abanico de herramientas replicables en cualquier lugar.” Era pues un pelotón de gente buenrollista de orígenes diversos con pocas ideas en común y ninguna perspectiva a medio plazo, por lo que no era de extrañar que presumieran de “diversidad estratégica”, aunque mejor hubieran debido alardear de cautela, tibieza y manga ancha si iban a inspirarse en el trabajo comedido de plataformas blandas del estilo SOS Territori y “Salvem.” Pero donde las alarmas se disparaban era cuando declaraban buscar el refuerzo de “entidades como Ecologistas en Acción” y “seguir los impulsos” de sospechosos montajes como Extinción Rebelión o  los “Soulevements de la Terre”, tan cuestionados por los libertarios. Nos explicamos.

A excepción de algunas delegaciones territoriales, Ecologistas en Acción no es la organización de activistas con unos principios ideológicos radicales que nosotros mismos suscribiríamos. Se trata de un verdadero lobby; una estructura restringida de profesionales del ecologismo que viven de las subvenciones, muchas de origen oscuro, como las que provienen de empresas contaminantes o de oligopolios energéticos a los cuales asesoran. En la actualidad, en tanto que partidarios de lo que en los despachos del poder se llama “transición energética” y Nuevo Pacto Verde, son defensores acérrimos de las eólicas y fotovoltaicas industriales, del coche eléctrico y de la minería del litio. Y por lo tanto, grandes aliados de las multinacionales eléctricas y de los grupos automovilísticos, y aún mejores colaboradores de las consejerías y ministerios. Por otra parte, Extinción Rebelión, XR, es la sucursal de un movimiento inglés que busca la repercusión mediática en actos simbólicos, intentando presionar a los gobiernos para que promulguen medidas respecto a la crisis climática. Son no-violentos dogmáticos, ombliguistas, sin cultura política; emplean un lenguaje de márketing, abominan del anarquismo y no intervienen en las luchas locales. En cuanto a los “Soulevements de la Terre”, SDT, habría mucho que decir, pero no que sea “un movimiento de acción directa que combina la alegría con la desesperación”, tal como ha escrito el pensador lumbrera de “Les Revoltes.” Sus iniciadores, ni alegres ni desesperados, tenían intención de “construir amplias alianzas” con cualquiera que se prestase y “federar el mayor número posible de militantes y grupos salidos de horizontes ideológicos diferentes”, pero no eran precisamente adalides de la acción directa. La conexión entre fans de “la insurrección que viene”, colectivos variopintos, extincionistas, campesinos de “la Conf” y okupas se hizo realidad más que por los relatos festivos de luchas novelescas y sobredimensionadas victorias como la de la ZAD de Nantes (“Zona de Acondicionamiento Diferido” rebautizada como “Zona A Defender”), por la frustración y hastío de mucha gente furiosa con el desastre reinante, poco reflexiva y sin claras posibilidades de actuar por sí sola. La brutal represión policial en Saint Soline y la orden de disolución de los SDT luego revocada hicieron el resto. Las adhesiones del mundillo político, sindical, televisivo y cultural aportaron el rasgo de indeterminación necesario para que los generales de los “Soulevements” pudieran figurar ante los medios de comunicación como representantes del movimiento en defensa del territorio más radical de Francia. ¿De dónde venían?

Extinction Rebellion LondonCC BY 2.0

Si contamos solo con la retirada del proyecto de aeropuerto, la lucha en la ZAD de Nôtre Dame des Landes fue una victoria. Si tenemos en cuenta la erradicación de todo proyecto de convivencia colectivo y el restablecimiento de las actividades económicas convencionales, podíamos hablar también de fracaso. Desde el principio, los componentes zadistas tenían objetivos dispares e incompatibles: la ACIPA era una asociación ciudadanista pacífica y contemporizadora; COPAIN, una organización de campesinos expropiados enemiga de la agricultura industrial y práctica en autosuficiencia; luego estaban la Coordinadora de opositores al proyecto, hecha de entidades políticas y sindicales; los comités de apoyo exteriores; los ocupantes camaleónicos de la Zad encabezados por el autodenominado CMDO, señalados como “appelistes” (relacionados con el “Appel” del “Comité Invisible”), y, acabando, los grupos de la Zad del Este, anarquistas, primitivistas, gente “Sans Fiche” y en general, antiautoritarios como los de la red “Radis-co”, que bregaban por la gestión colectiva de una Zona de Autonomía Definitiva. La convivencia nunca fue fácil y la horizontalidad siempre brilló por su ausencia. Las asambleas generales fueron teatro de continuas maniobras, manipulaciones y broncas. Muchos grupos dejaron de asistir a ellas u organizaron otras. Al final, se fraguó la “unidad” entre las facciones ciudadanistas y los apelistas del CMDO para negociar con el Estado, dejando fuera a los discordantes. La cacareada “victoria” se saldó con la demolición de las defensas antipoliciales (“chicanes”) y las cabañas del Este, el reparto de unos cuantos lotes individuales de tierra, la expulsión de los ocupantes intransigentes y la vuelta al orden. Quienes realmente salieron ganando y, como vulgarmente se dice, siguen vendiendo la moto, fueron los apelistas, un grupo autoritario de aspecto informal que actúa como un verdadero partido conspirativo.

Como los apelistas piensan exclusivamente en términos de eficacia y control, jamás en términos de autonomía, no tienen un discurso anticapitalista demasiado concreto, solo planteamientos generales e ideas vagas, somos el 99%, la catástrofe está al caer y cosas así, pero es tan radicaloide que para quienes van de buena fe resulta seductor. Lo que denominan “su estrategia” se basa en fomentar comités locales, acaparar la coordinación, fabricar consensos descabellados con elementos heterogéneos y realizar compromisos contra-natura, enmascarando las diferencias insalvables con fraseología, y apartando a los “puristas” disidentes con violencia si el caso lo requiere. El deseo de aparecer como interlocutores válidos con el poder establecido les obliga a la visibilidad, por lo que delante de las cámaras sus miembros se exhiben como en casa: hay que salir en la foto cueste lo que cueste, la repercusión mediática legitima la representatividad más que la propia lucha. Entre bastidores, son la estructura vertical, opaca y manipuladora que maneja los hilos o pretende hacerlo. En 1921 los apelistas trasladaron a los “Soulevements” el estilo con el que lograron imponerse en la ZAD. El funcionamiento en red favorecía el asentamiento y la ocultación de estados mayores, encargados de repartir las tareas y atribuirse todas las responsabilidades posibles. Por eso en los SDT no se han celebrado nunca reuniones abiertas ni asambleas. A lo sumo, alguna consulta en el espacio virtual. La reflexión y el debate no se consideran necesarios puesto que lo que urge es la acción, y para eso lo importante es la cantidad de gente que se pueda reunir, venga de donde venga. En consecuencia, apertura a las tendencias más diversas, desde verdes apoltronados, sindicatos tradicionales y partidos oficiales, hasta izquierdistas de distinto pelaje, feministas y libertarios. Institucionales por un lado, radicales por el otro, y los expertos en alzamientos en el medio. Todo el mundo puede pertenecer a los SDT cualesquiera que sean sus ideas, sea por horas o con dedicación exclusiva. Las únicas cuestiones que se discuten son cuestiones técnicas y de gestión. Las grandes decisiones siempre se toman por adelantado, en total verticalidad. En los conflictos menores los comités locales son libres de actuar como les plazca, salvo si el impacto publicitario es suficientemente grande. Entonces un equipo de dirigentes desembarca para explotarlo. Acto seguido se vampiriza la lucha: se imponen reglas estrictas y filtros selectivos que duran hasta que la noticia se enfría y pierde gancho. El enorme retroceso del pensamiento crítico ligado al proletariado revolucionario, el olvido de sus asaltos a la sociedad de clases y la desintegración del medio libertario, han creado las condiciones para que ese tipo de prácticas se propaguen sin problemas, ante el aplauso de “personalidades” neoleninistas que las suscriben con desfachatez.

Volviendo a los asuntos catalanes, resulta obvio que la fórmula SDT subyace en las “Revoltes de la Terra”, bien que el lenguaje de su manifiesto siga más a la “french theory” que al zadismo titiritero. Sin duda, el componente juvenil metropolitano tendrá algo que ver, aunque no pensamos que actúe como un comité central. No ha realizado su aprendizaje en la escuela de la ZAD, sino en aquellas apacibles movidas boyscout de inspiración toninegrista. En fin, las susodichas Revoltes aportan una ambigüedad aún mayor en su posicionamiento, una estrategia del montón más exagerada y una falta de criterio total a la hora de juzgar la situación catalana bajo la batuta del capital. Su beligerancia con las instituciones y los partidos parece nula, por lo que las acciones que los “Soulevements de la Terre” llaman “dinámicas”, es decir, los sabotajes y enfrentamientos, no están ni se las espera. Estos rebeldes de la tierra pasados por agua no son para nada insurreccionalistas, y por lo tanto, no buscan apuntarse tantos con el sensacionalismo que despiertan las acciones violentas como las que hubieron en Nôtre Dames des Landes y en Saint Soline, por lo que probablemente no irán mucho más allá de reivindicar un diálogo con la administración, directo o más bien indirecto. Ojalá nos equivoquemos. A la hora de la verdad, si la radicalización de turbulencias tales como el movimiento por la vivienda, el antiturismo o el de los gremios campesinos no lo remedia, su discurso no diferirá del de las plataformas ciudadanas, puro pragmatismo de bajo nivel en conformidad con los intereses materiales de las clases medias. Su actividad no pasará del típico pacifismo convivencial de amigables excursiones y acampadas, talleres de sardanas y banquetes populares. Esto es lo que creemos, aunque no nos gustaría tener razón.

Miquel AmorósKaos en la Red

Para la charla en la Jornada Campestre de Kan Pasqual (Serra de Collserola, Barcelona) el 27 de abril de 2025.

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