Más allá de ser un tema de ciencia ficción y un genero literario, las distopías nos alertan del riesgo de un futuro configurado por sociedades totalitarias autocráticas. Así pues no es de extrañar que la gestión autocrática de la pandemia COVID-19 haya reactualizado ese riesgo y que los textos distópicos sean de tanta actualidad como profilaxis para evitarlo. No solo porque el futuro es nuestra mayor preocupación cuando lo que vivimos no nos place o nos angustia -como es el caso hoy en el aspecto sanitario, económico y relacional- sino también porque nuestra sensación de impotencia, para cambiar el rumbo de la historia, nos empuja inconscientemente a confiar en el potencial profiláctico de tales textos para cambiarlo. Y ello a pesar de ser conscientes de la imposibilidad de revertir el sentido del tiempo y de que nada permite saber con absoluta certeza lo que el futuro será. Pues, efectivamente, a pesar de no saber si las tensiones políticas y sociales provocadas por la pandemia COVID-19 y el cambio de la sociedad industrial a la digital serán para bien o mal, el hecho es que este desastroso presente nos hace temer -tanto en el plan económico como en el político, social y cultural- un futuro peor.
Temor a un futuro distópico potenciado por los efectos dislocadores de la pandemia y la disrupción tecnológica sobre nuestras vidas y la sociedad. No solo porque el fenómeno de dislocación de las estructuras políticas y sociales -vivido durante estos últimos 200 años- puede continuar y agravar la crisis de la democracia ‘realmente existente’, sino también porque esta crisis, en vez de incitar a mejorar la praxis democrática del conjunto de la sociedad, acentúa los déficits democráticos y las praxis de gobernabilidad autoritarias frente a las praxis de democracia directa de la base social.
No es pues de sorprender que, a medida que se han ido sucediendo los confinamientos y las medidas coercitivas en nuestras sociedades de democracia formal, la conciencia del peligro distópico se haya manifestado a través de numerosos textos anunciando una deriva distópica societal. Como tampoco es una sorpresa que esa deriva se fundamente en el modelo de control totalitario ya vigente en la China comunista actual.
Un modelo de control totalitario que los progresos de la cuarta revolución industrial (ingeniería genética y neurotecnologías) y la inteligencia artificial han hecho posible y que el capitalismo de vigilancia digital está extendiendo por todos los rincones del planeta. ¿Cómo no ver pues en ello un experimento global para cambiar -gracias a la pandemia y a la excusa del teletrabajo- las relaciones laborales y relacionales en un mundo sin fábricas, pero también sin sindicatos ni resistencias colectivas? Un mundo en el que poco importará si el Gran Hermano de 1984 (Orwel) es el Estado/Partido, como en China, o los Think-tanks y gabinetes de expertos del capital plutocrático anglo-norteamericano. Pues, en realidad, el Gran Hermano ya lo son los nuevos Señores Feudales Tecnológicos (los SeFTec) de las empresas chinas Global Fortune 500 y de las meritocracias robotizadas que controlan y deciden el funcionamiento de la economía y la política en el mundo.
Un poder de control y decisión que permite, por ejemplo, a los Jefes de Amazon (Jeff Bezos), Apple (Tim Cook), Google (Sundar Pichai) y Facebook (Mark Zuckerberg) anotar en sus cuentas bancarias unas plusvalías latentes de más de 16.000 millones de euros en un solo día (el 28 de Julio de 2020, día de su audiencia parlamentaria en el Capitolio estadounidense de Washington DC), mientras millones de seres humanos pasaban hambre ese día en el mundo.
Ante tal injusticia y crimen, lo que debe hacernos temer el futuro distópico no es solo lo que va a quedar de nuestras libertades formales en estas sociedades hipercontroladas, también debe hacérnoslo temer la conciencia y la indignación de que unos tengan todo y otros nada o casi nada. Pues es obvio que el capitalismo es y será siempre ese crimen de lesa humanidad. Porque, sea el asiático o el de las democracias robotizadas, la realidad es que el sistema meritocrático capitalista es el mismo, y que se privilegie una aristocracia ‘de nacimiento o de la riqueza’ por una del ‘talento’, el reclutamiento no favorecerá la igualdad. Ni siquiera la de oportunidades para todos. Y más aún con los efectos destructores de empleo provocados por el progreso tecnológico capitalista y la división de la sociedad en clases. Sin olvidar, además, la responsabilidad de esos dos capitalismos en la irracional explotación de la naturaleza que ha llevado al mundo al borde de una catástrofe ecológica que pone en peligro la vida en el planeta.
Es pues por todo esto que, a pesar de ser este futuro distópico y ecocida el más posible, lo digno y racional es no resignarse y luchar para que no lo sea. No solo porque el futuro puede ser otro sino también porque vale la pena intentarlo por razones dignas y racionales, y también existenciales e históricas.
Historia y devenir humano…
Efectivamente, además de ser lo más digno, lo racional es pensar objetivamente el futuro en función del presente; pero también del pasado. No solo por ser éste una sucesión de presentes, que nos aporta información y enseñanzas sobre el devenir humano, sino también por mostrar esta información y estas enseñanzas que la historia no es lineal, que está hecha de avances y retrocesos. Además de depararnos frecuentes sorpresas, como ha sucedido y sucede con el devenir humano. Ese proceso evolutivo que ha dado a nuestra especie una mayor capacidad de acción para sobrevivir y extenderse en su hábitat planetario. Inclusive en el periodo antropoceno, que es el de nuestra época. Una época caracterizada por la descomunal capacidad de la especie humana para modificar la naturaleza geológica de nuestro planeta Tierra.
Pues bien, si miramos objetivamente la historia y el devenir humano, lo que vemos y constatamos es que nuestra capacidad y los medios para hacer la existencia más segura y placentera para todos no han cesado de acrecentarse, y que esto ha sido posible a pesar de las locuras autodestructivas y del paradigma civilizador que haya sido el dominante. Un paradigma que a lo largo de la historia humana no ha cesado de oscilar entre el bien y el mal, demostrando que tanto lo uno como lo otro son posibles. Pero también que el instinto de sobrevivencia y el deseo de libertad son capaces de sacar a la humanidad de los contratiempos y orientar la historia -aun en los peores periodos de ésta- hacia horizontes más prometedores. No olvidemos cómo terminó la criminal locura distópica nazi/fascista. Esa amenaza que no hace aún un siglo y durante algunos años estuvo a punto de convertirse en el paradigma civilizador dominante anunciado para durar al menos un milenio. Como tampoco debemos olvidar el fin de otras dictaduras, el derrumbe del Muro de Berlin y antes el Mayo del 68 y el 15M después, ni que aún continúan regímenes dictatoriales en China y otros países.
Efectivamente, la historia no ha cesado de ser este permanente combate entre la aspiración a dominar de unos y la de ser libres de otro, y nada indica que no vaya a seguir siéndolo.. No es pues solo por razones dignas y racionales sino también por razones existenciales e históricas que es legitimo y lógico pensar que el futuro puede ser otro y que vale la pena luchar para que lo sea.
Y aún más ahora, por ser más necesaria que nunca la lucha contra la dominación. No solo para impedir que los que la ejercen nos impongan un futuro distópico sino también para que acaben haciendo la vida imposible con su irracional desarrollismo ecocida que nos está llevando al colapso medioambiental. Un colapso que pone en peligro el devenir humano en el planeta y podría poner fin a la historia.
Un final paradójico y absurdo dada la extraordinaria singularidad de la aventura humana. Una aventura que requirió millones y millones de años para que se dieran en el universo las condiciones propicias a la organización de la materia de modo a hacer posible el surgimiento de la vida, y muchos millones de años después el comienzo de esta singular aventura. ¿Cómo resignarse pues a un final tan paradójico, tan absurdo?
Lo del futuro no es pues una cuestión baladí, ya que las distopías implican la perdida de nuestra libertad y la continuidad del capitalismo el peligro de la extinción de la vida. Luchar contra esos dos peligros es pues un deber ético y una necesidad vital. No es pues cuestión de ser optimista o pesimista sino de ser o no consecuente con la idea que nos hacemos del humano y su futuro.
Octavio Alberola
(*) Articulo publicado en la revista Al margen, n° 117