Estaba por la mañana temprano, tan tranquilo sumido en mis pensamientos, en el bar, al lado del ambulatorio, que está muy cerca de la Casa Hogar, tomando café sin azúcar, cuando me ha interrumpido una voz: «Oiga señor, puede ayudarme?». Frente a mí, una mujer de etnia calé, más de cuarenta años, morena, con ropa de baratillo. Algo alterada, se dice de nombre Juana. La conozco de vista. Vende lotería, flores y ropa. Rápidamente me pone al día: está operada del pecho, en el ambulatorio le han dicho que vaya al hospital, porque le duele la herida, que acumula líquido, no hay ambulancia para ella. Y me pide que la lleve, porque su marido está malo y no tiene coche. Claro, ¿por qué no? Ayudar a alguien siempre supone un periplo enriquecedor.
Dicho y hecho, consigo un coche prestado, y nos montamos en él Juana, y tres hijas adolescentes a las que –a diferencia de la madre– no les falta un detalle. Mientras que la madre va de retal, las niñas resplandecen para atraer a un marido de alto rango. En el coche me cuenta la historia familiar, que por larga y repetida, no la cuento.
Me meto en un Hospital de la capital de Reino con la tarjeta de minusválido, y aparco tras convencer a los de la contrata. Convencemos al del control y nos presentamos en la planta de cirugía. Vamos sin cita y es domingo. La enfermera a cargo nos dice que ella, no estando ingresada la mujer, no hace nada… Juana la interrumpe, da mil explicaciones, ruega. Yo explico, insisto… Viendo que no nos vamos, la enfermera llama a la guardia. La guardia dice (por teléfono) que ni hablar, que pida cita. Insistimos, montamos un pequeño teatro… A final la enfermera llama a la enfermera supervisora, a la que enaltece como una mujer que sabe mucho. Y comparece. Delgada, con gafas, teñida de castaño y buen aspecto. Es una mujer que está muy cercana a la jubilación. Escucha con cara de póker, evalúa, y nos pasa a una consulta con mirada ausente, echando fuera a las hijas, sin compasión. «Un solo acompañante es lo que permite la Ley» –nos aclara señalando un cuadro de «derechos y deberes» escrito en árabe.
En la consulta, Juana se quita la blusa y el sostén, y deja a la vista la cicatriz que va del esternón al sobaco. Juana tiene un desparpajo que te cagas, ni pizca de pudor, está allí diciéndole a la enfermera donde tiene el pus bajo la raja. La enfermera palpa. Se pone guantes, desinfecta, toma una jeringa enorme, le coloca una aguja gorda como nunca vi, tumba a Juana en una camilla, gesto experto, punza lentamente (Juana pone cara de «me están pinchando, joder») atravesando la piel en busca del bulto, y empieza a sacar líquido, una jeringa, dos, tres… Y se detiene. Hurga con la aguja, y desiste. Ha sacado como para llenar un vaso de agua de sanguinolenta. Juana no ha dicho ni pío durante el procedimiento. Total, que la enfermera cubre el pinchazo y empieza a dar instrucciones que son: Mantener la herida seca y comprimida. Llevar una vida sana y relajada, y seguir el tratamiento del cáncer. No hay infección.
Juana dice que vale, pero que tiene que trabajar, porque desde que le cortaron el pecho, su marido está malo. La enfermera me mira. Le respondo sin inmutarme, que sí, que estoy fatal del corazón, pero que yo no soy el marido –de momento. Juana añade que el sujetador que tiene le molesta muchísimo, y que aún no la llamaron para ponerle las corrientes. La enfermera le responde que si quiere salvar el pellejo, tiene que descansar, seguir una dieta mediterránea con frutas, verduras, pescado, hacer ejercicio moderado y dedicarse a ella misma. Y que tiene que cambiarse el sujetador, y le enseña uno: tiras anchas, cierre delantero, todo ajustable, una maravilla. 140 euros en la ortopedia. Juana dice que no puede gastarse ese dinero. Le sugiero que ese que tiene de muestra le vendría de perlas. Y tras una mirada al infinito, la enfermera se lo entrega para que se lo pruebe… Ni que pintado. Le proporciona además una prótesis rellena de miraguano que mete en el lugar del pecho amputado, se coloca la blusa, y la mujer está como nueva. No le duele nada, y tiene una pinta espectacular. Juana reajusta sus cosas, se mira en un espejo, y manifiesta que si lo llega a saber, deja que le quiten también el sano. Entonces le pido a la enfermera, que ya que estamos, por qué no mira lo de las citas esas. Me responde que allí no hay ordenador. Insisto, ya que el hospital está lleno de ordenadores. Se levanta, y vuelve a los diez minutos con la cita y unos papeles que ponen «Hoja Quirúrgica». Ni corto ni perezoso, Juana se los requisa diciéndole que le hacen falta para el asistente social, ya que para la paga, mientras más papeles tenga, mejor. Y los guarda doblándolos en el bolso, y cualquiera se los quita. La enfermera se resigna e insiste en lo del descanso, la dieta, las verduras, el proteger el brazo por no sé qué de los ganglios del brazo, la cita de no sé cuándo, y la otra le dice que muchísimas gracias señorita, y sale a toda velocidad mientras la enfermera la persigue diciéndole a ella y a las hijas, que tiene que ir a las citas y hacer el tratamiento, que coma muchos vegetales y proteínas, que no ingiera fritos ni colorantes, y que no levante el cubo de la fregona, que no planche y que no cambie la bombona del butano, que no coja a sus nietos en brazos… Ella dice a todo que sí, pero está clarísimo, que es que no.
Juana se marcha con una cura hecha en domingo, sin cita, sin pasar ni por urgencias ni por el quirófano, sin haber pagado un taxi, con un sujetador de ortopedia carísimo, y un informe más, «para lo de la paga». Y mientras avanza con sus hijas, escucho a la enfermera ahí atrás, que dice suspirando: «Cómo son. No tienen remedio».
Y me petrifico. Acabo de escuchar, una frase que ha naturalizado a una persona. Hemos pasado de una situación cultural, coyuntural e histórica, que podría cambiar, a una natural, estática y eterna, que es irrevocable: una mujer del lumpen y de etnia calé, es y siempre será así. Vuelvo conduciendo, pero ya no sé cómo vuelvo, ni dónde aparco, ni cómo me despido, ni a quién le doy las llaves… Mi mente vaga por el infinito.
Porque se me revela –una vez más–, la inmensa perversidad de la dominación: colóquese a una persona en situación de asimetría y dependencia. Ubíquesela lejos de los medios de producción, de las universidades y puestos políticos. Dificúltesele con trabas culturales, administrativas y económicas el acceso a los recursos materiales e intelectuales. Debilítesela sofocando sus posibilidades de promoción a través de la división del trabajo por géneros. Échesele encima el cubo de mierda de veinte estigmas…
Y a continuación, se le podrá reprochar su mezquino interés de mendiga. Pero, ¿qué otra cosa puede hacer el débil, si no adaptarse a la situación, y emplear las armas de que dispone para salir adelante? Ahora bien, las armas del débil, son siempre armas débiles, y le imposibilitan subvertir la dominación, pues el margen de acción que le queda, es el de confirmar constantemente los prejuicios que pesan sobre ella: labia, astucia, dramatización, diabólica y perversa habilidad para liar a la otra parte… Todo cuanto haga, da igual lo que sea, ponerse sumisa, simpática, amenazante, o vocinglera, en esas condiciones llevará a cabo la self-fulfilling prophecy: la pesimista profecía auto cumplida, divertido ejercicio que consiste en pronosticar a una persona una calamidad, consiguiendo así que todos los intentos que haga por evitarla, la conduzcan a ella.
Evidentemente, cualquier pretensión de emancipar a Juana queda fuera de mi alcance energético, ya que su actitud es la de la recolectora que recorre un territorio a ver qué saca de él. Hace mil años se buscaban tubérculos e insectos, y ahora se buscan servicios y útiles. A sus ojos, yo soy un suministrador de bienes, lo mismo que la enfermera: accesibles, paternalistas, que ejercen una dominación benévola. Poseemos conocimientos, experiencias y una posición que nos da acceso a recursos de los que ella carece, y que con un poco de insistencia le podemos dar, para revalidar así nuestras personales posiciones de privilegio dentro de la jerarquía social.
La hostia con el periplo enriquecedor, menudo precio tiene. Estoy sumido en estos tenebrosos pensamientos, echando cuentas de cómo los dominados ejercemos la dominación, cuando me aborda Rosa, me planta dos besos. Una voluntaria de la Iglesia, que está pasando la menopausia. Me comenta cosas de una excursión que hicieron y se pusieron la mitad malas con diarrea, y me dice en tono bajo, para que los demás no sepan que está feliz, que por fin su hijo ha aprobado –gracias a dios– las oposiciones de policía nacional. Que menos mal porque «eso hoy es mucho». Y que lo han destinado a Palencia, mientras que su otro hijo sigue «perdiendo el tiempo en la hostelería».
Y ya es que todo me da vueltas, y entiendo una vez más, por qué simulo ser loco. Porque fingir locura, es la única manera que encuentro para no volverme cuerdo.