No pocas veces se ha acusado al anarquismo de no captar en todo su complejidad la noción de poder. Para evitar confusiones, sería buena emplear el término de coerción, o de autoridad coercitiva (superando de paso la alegría con la que a veces utilizamos el de autoridad), aunque el tema es, obviamente, digno de estudio. Se ha hecho una distinción entre la autoridad, que tiene una connotación más tradicional o de fidelidad a unos valores, y el poder, que estaría más vinculado a la represión, la fuerza y la burocracia.
Estoy de acuerdo en que es necesario, con la perspectiva que nos da la historia y con los adelantos en el conocimiento que se han producido en las últimas décadas, profundizar en los conceptos y revitalizar las ideas. Lo que no es de recibo es repetir acríticamente lo que dijeron los (grandes) pensadores del pasado, como tampoco lo es venir a reprocharles su (supuesta) falta de profundidad en algunos aspectos, cuando sus ideas son necesariamente y en gran medida producto de las circunstancias y el contexto de la época en que vivieron. Dicho esto, los pensadores anarquistas clásicos del siglo XIX y parte del XX sí analizaron los conceptos de la autoridad y del poder de forma completa, siempre contextualizando en el momento histórico y en sus propias experiencias. Teniendo en cuenta estos aspectos, es más fácil combatir ese lugar común que acusa a determinadas ideas de anacrónicas o reduccionistas, oxigenando de esta manera el valioso y complejo pensamiento anarquista.
Uno de los fundamentos del Estado es la (obviamente, falaz) ideal del contrato social. Un acuerdo primigenio que habrían tomado los seres humanos, con el fin de salvar el estado de la naturaleza, para renunciar a alguno de sus derechos y otorgar el poder a una persona o varias, que serían los gobernantes; en su forma democrática, el poder otorgado a una minoría es temporal y el pueblo puede cambiar a unos gobernantes por otros (según la denominada «voluntad general»), Hay quien ha visto también el origen del totalitarismo en ese concepto de la voluntad general, de tal manera que desde la conquista del poder se llevaría a cabo la revolución socialista, trayendo la libertad y la igualdad, y acabando con la autoridad tradicional (feudalismo, monarquía e Iglesia).
Estamos ante un cambio de lo que eran Dios y la Iglesia por la nueva adoración al Pueblo y al Estado, y todos sabemos lo que supuso aquello (todos no, algunos insisten de forma pertinaz en la vía autoritaria de conquista del poder). Fueron los anarquistas en el siglo XIX, junto a algunos socialistas (que bien podrían apellidarse «libertarios»), los que advirtieron sobre la conquista del poder e insistieron en que era necesario acabar con el mismo. Con seguridad, la sociología de la época moderna se ha centrado en ese cambio de la autoridad tradicional por nuevas formas de poder. La autoridad premoderna estaba totalmente integrada en el orden social, hasta tal punto que resultaba difícil verla como algo apartado de la propia sociedad, con diversos centros políticos distribuidos. El nuevo poder político supuso una feroz centralización y una racionalización de la administración que acabará con las cadenas de la autoridad tradicional imbricada en la sociedad.
Como se ha dicho, las grandes preocupaciones de los anarquistas estarán en la búsqueda del origen y la legitimación de las normas sociales, así como en las diversas formas de coerción social. El sociólogo Robert Nisbet (1913-1996) nos recordará que esa dicotomía entre la autoridad social tradicional y el moderno poder político no se apoya únicamente en el pensamiento conservador. Lúcidamente, los pensadores ácratas observaron el problema que en la modernidad suponía el problema del poder, con la importancia que se estaba dando al Estado en algunas corrientes revolucionarias. El anarquismo decimonónico se distinguirá por el pluralismo y la descentralización, por lo que será un fuerte opositor a la nueva centralización estatal e indagará a la fuerza en la autoridad social basada en la multiplicación de centros. Proudhon, dejando a un lado su visión tradicionalista patriarcal, muy pronto rechazada por los anarquistas posteriores, oponía al poder central la autoridad federal, restringida, especializada y localizada; la oposición se realiza aquí entre la sociedad y el Estado, no entre el individuo y cualquier instancia social o política.
Bakunin supondrá una nueva visión sobre el poder y la autoridad. Si ésta, en nombre de Dios o de los hombres, o incluso en el de la ciencia, se impone de forma obligatoria, se transforma en poder y divide a la sociedad en gobernantes y gobernados (la máxima expresión del poder es el Estado). Si la autoridad y el poder políticos tienen una connotación negativa, sinónimo de explotación y de opresión, la autoridad social puede ser creadora y autogestionaria si la persona es libre y autónoma. Para el anarquista ruso, la historia quedaría marcada por la «voluntad de poder» de los hombres, tanto en la forma de explotación económica y en las de opresión política y eclesiástica, como en la edad moderna en la de burocracia estatal; es esa voluntad de poder, ese instinto bestial, el que hace que sea imposible el poder, aunque sea en forma popular o adoptado en nombre de la razón o de la ciencia, ya que cualquier persona que lo tenga puede convertirse en opresor de los demás.
Por lo tanto, los anarquistas marcan la diferencia con otros herederos de la Ilustración que defienden la mistificación del contrato social (un Estado que recoge el testigo del absolutismo). La democracia y el liberalismo consideran la libertad del ser humano previa a la sociedad, por lo que necesita sacrificarla fundando el Estado, mientras que el anarquismo considera que el individuo nace y se desarrolla, conquista en suma su libertad, solo en el contexto social. Kropotkin, influenciado por el evolucionismo y el darwinismo, será otro autor que distinguirá entre el poder y la autoridad social; es conocida su visión benévola sobre la comuna bárbara, donde primaba la solidaridad sobre el autoritarismo, y después sobre la ciudad medieval que limitaba la autoridad de los señores feudales.
Para el autor de El apoyo mutuo, es la acumulación de la riqueza la que da lugar al surgimiento del poder; por lo tanto, para este autor, el poder político nace oponiéndose a la autoridad social de la comuna e imponiéndose sobre ella gracias a la burocratización. Influenciados por las tendencias intelectuales de su época, equivocados o no en algunos aspectos, la visión de los anarquistas era profunda e indagadora, no simple y reduccionista como se ha querido ver tantas veces. En la actualidad, la visión antropológica y biológica de Kropotkin se ha oxigenado y se presenta como una alternativa a otras visiones más rígidas.
Digna de tener en cuenta, y objeto de atención en este blog no pocas veces, es la visión de Rudolf Rocker sobre los conceptos del poder y el nacionalismo, que serían antagónicos al de cultura. Si se fortalece la cultura, el poder decrece, y vicecersa; en la sociedad moderna, es el Estado la forma más acabada del poder. En Nacionalismo y cultura, la tesis de Rocker se ve sustentada por un recorrido histórico en el que se observa esa tensión entre la cultura, herramienta del ser humano para subsistir y desarrollarse, y el poder, nacionalista y burocrático en la edad moderna, heredero del religioso y económico. El crecimiento del poder político habría aplastado la cooperación voluntaria y la libertad individual en el seno de la sociedad; Rocker es otro autor que no niega la influencia de la «voluntad de poder» en la historia de la humanidad, pero oponiéndose a todo determinismo incluido el del materialismo histórico (aun aceptando la importancia de las condiciones económicas como fuerza motriz). Es posible que la visión de Rocker estuviera muy influencia por el sacrificio del individuo que habían supuesto el fascismo y el estalinismo, ya que el poder se ha descubierto como más complejo que en su forma unitaria y totalitaria.
En cualquier caso, por muy influenciados que estuvieran por ciertas corrientes del momento, los anarquistas no se subordinaron a ninguna autoridad intelectual, y afrontaron la cuestión del poder desde diversas ópticas y con cierta coherencia. El anarquismo observa de modo general el problema del poder como la separación entre la sociedad y una instancia ajena a ella que la domina, el Estado; sin embargo, también adoptaron otros perspectivas complejas, como es el caso de la voluntad de poder, inherente al ser humano, al igual que valores como la cooperación, la solidaridad o el egoísmo. El Estado es una posibilidad histórica, frente a otras, mientras que los instintos autoritarios del ser humano se ven en permanente tensión con los más nobles rasgos. Alguien tan poco sospechoso como Max Weber, por otra parte uno de los grandes sociólogos de la historia, gran estudioso del Estado, concluyó de manera semejante a los puntos de vista ácratas en el problema del poder. En la actualidad, en esta época confusa poco proclive a los grandes discursos, estamos obligados a ser igual de complejos que los anarquistas clásicos, sin simplificaciones ni dogmatismos.
Capi Vidal