Se muestra pertinaz el facherío patrio en su insistencia de que el Valle de los Caídos es, además de una obra artística e histórica encomiable, un monumento que rinde tributo a los muertos en ambos bandos y un símbolo de la reconciliación nacional. No es nada nuevo, pero no deja de provocar indignación al que tenga la menor sensibilidad verdaderamente democrática. Y no es que el suscribe tenga la menor confianza en el parlamentarismo como garante de un auténtico avance social, pero un país incapaz de reconocer su propia historia de libertades y refundar la democracia en base a ella no puede ir a ninguna parte. Y es que negar que la obra de Juan de Ávalos es, principalmente, una loa a los que aplastaron al otro bando en la guerra civil, y un lugar donde rinden tributo individuos con el brazo extendido, es síntoma de gente muy reccionaria, muy malintencionada o muy ignorante (o las tres cosas). La argumentación de la supuesta reconciliación no es más que una extensión del discurso franquista, que tuvo su continuidad en esa farsa llamada Transición con la muy rentable máscara de la pseudodemocracia; había que promover la amnesia colectiva y mejorar algunas cosas para que lo importante, que suele ser lo económico a pesar de tanto patriotismo, siguiera igual que en la dictadura.
No puede sorprender toda esta retórica neofranquista con el actual auge de la extrema derecha y con la erección reciente de otros monumentos, como ese engendro filofascista que homenajea a la Legión española y que han tenido la poca vergüenza de hacerlo con un uniforme de los orígenes de ese cuerpo expedicionario de historial sangriento, que tantas alegrías dio a Franco para su victoria final en el conflicto. Un supuesto historiador afirmó recientemente que si alguien le molestaba la estatua del legionario, mientras no le producía rechazo la de Largo Caballero, es que tenía un verdadero problema con la democracia. ¿Esta gente se cree de verdad su discurso o solo les guía la más repulsiva iniquidad para distorsionar el imaginario colectivo? Podemos discutir extensamente sobre la figura de Largo, pero el monumento no loa las ideas del llamado «Lenin» español, que no comparto, sino a uno de los líderes políticos que defendieron la democracia y las libertades más elementales frente a aquellos que las agredían. Entre los que se alzaron contra la República, amigos y correligionarios del inefable Millán Astray, admirador del fascismo, fundador de la Legión.
Y, como creo que ya he afirmado en otras ocasiones, no soy nada amigo de símbolos, artísticos o no, en el siempre controvertido campo político. Tampoco lo soy de banderas, himnos o uniformes, que son los que acaban enfrentado a la humanidad, corriendo a menudo ríos de sangre en nombre de esa aberración mistificadora que a veces denominan patriotismo. Y es muy posible que las personas, por lo general, necesiten símbolos, una identidad más o menos colectiva e incluso mitos, pero si eso hay que aceptarlo, construyámoslos en nombre de eso tan bello que es la fraternidad universal. Y los únicos que creo que no han sacrificado dicho ideal, tal vez por su renuncia a construir nuevas formas de poder, son los libertarios; esos mismos que fueron aplastados manu militari en la llamada Guerra Civil Española, que siempre definiremos mejor como un conflicto social. Podemos describir lo que algunos se empeñan en llamar enfrentamiento entre hermanos de muchas formas; como antesala de la Segunda Guerra Mundial o como lucha de la democracia contra el fascismo, entre otras, todas seguramente no completamente satisfactorias. A mí me gusta hacerlo, aceptando el horror de lo que supone una guerra, como la de la defensa frente a la reacción, de aquellos que deseaban la emancipación social frente a los que querían construir nuevas formas de dominación. Esa reacción, desgraciadamente, sigue muy viva y ha impuesto su discurso entre gran parte de la población y es que lo de este inefable país es de una distorsión histórica y moral, que clama al cielo.