Malatesta denunció en su tiempo la cantidad de individuos que se autodenominaban anarquistas sin serlo. El paso de los años, desgraciadamente, no le ha quitado razón, y el italiano definió de la siguiente manera la sociedad anarquista: organización libre, de abajo arriba, de lo simple a lo complejo, mediante el pacto libre y la federación de las asociaciones de producción y de consumo.
Estas breves palabras, con toda la dificultad que requiera su construcción sociopolítica, deberían ser suscritas por cualquier anarquista: horizontalidad, descentralización, flexibilidad contractual, autogestión… forman parte de la tradición anarquista, una tradición que no puede ser pervertida por teorías que se llaman «anarquistas» y no luchan en todos los frentes contra la explotación, y el autoritarismo, en aras del desarrollo personal de cada persona. «Socialismo» y «anarquía» eran para el italiano términos equivalentes, y no podemos estar más de acuerdo si por socialismo entendemos el control colectivo de los medios de producción y la tendencia autogestionaria, tratando de respetar todo lo posible la soberanía individual (la posesión individual de bienes parece indispensable para ello, la posesión de medios productivos puede estar en equidad con las necesidades de la sociedad; complejo el asunto, pero la lucha contra el absolutismo es otra seña de identidad del anarquismo). Se trata de dar un sentido libertario a la teoría política del socialismo, cualquier otra vertiente dentro del anarquismo puede hacer de tensión, pero no parece haber una respuesta económica y social verdaderamente libertaria que no incluya la autogestión; algunas ideas anarquistas se pierden en disquisiciones filosóficas (a las que no resto importancia, ya que me incluyo entre los amantes de la especulación y de la ampliación de horizontes). Malatesta denunciaba esas grandes diferencias que ocultaba la palabra «anarquista», y no se sorprendía de que un gran número de personas se mostrará sorda o recelosa ante la propaganda libertaria ante semejante confusión. Así estamos al día de hoy.
Para profesar unas ideas es indispensable su pleno conocimiento, si somos capaces de mostrar a los demás (hablamos de conocimiento, no de proselitismo, término doctrinario que me parece cercano a la religión) que la vida puede y debe ser mucho más que una mediocre y mezquina concepción tanto del ocio como del trabajo (de la vida misma, en definitiva) es posible que estemos colaborando en esa construcción de la sociedad libertaria. Malatesta quería substituir en la sociedad la individualidad burguesa y la competencia por el amor y la cooperación; si bien un análisis de clase es posible (y las clases siguen existiendo, aunque no esté de moda expresarlo así, y tal vez con mayores diferencias que hace un siglo), si la jerarquía puede se derrumbada en beneficio de esa cooperación, un concepto sentimental como el del amor parece complicado de «instalar» de manera absoluta en la sociedad (un concepto que en no pocas ocasiones surge de una insuficiencia de la propia persona). Es preferible hablar de respeto y cooperación, de tratar de desarrollar los mecanismos sociales para que la cultura, los valores humanistas y el desarrollo de las personas no se vean mermados. Pero para explicar esa bonita sociedad posible, es necesario creerse las ideas y tratar de luchas con nuestras propias contradicciones (contradicciones que existen en bien de la salud mental, propias de las personas que tienen un bello ideal conjugado con el pragmatismo). No me gustan demasiado las etiquetas, tantas veces antesala de la estrechez, pero todo necesita una nomenclatura; «anarquismo» me resulta un nombre inmejorable y no hay que temer darle un sentido histórico y desterrar aquello que no forma parte de su tradición ni de su horizonte en el futuro.
También hay que estar de acurdo con Malatesta en ese esfuerzo por concretar las ideas, cuando afirma que el anarquismo supone una moral superior. Naturalmente, los que afirman que el anarquismo es una suerte de nihilismo (aunque éste es un concepto que tampoco admite lecturas simples y habría mucho que hablar sobre el tema) no conocen en absoluto las ideas libertarias. Sin caer en el relativismo ni en ningún tipo de determinismo, el anarquismo admite lo moral de la naturaleza humana y la posibilidad de construir una sociedad en la cual se expanda esa tendencia, una especie de «moralización» de la sociedad. Pero la moral, como la razón, pueden encontrar un mayor horizonte para impedir su estancamiento (por la tradición) o su perversión (por la institucionalización). La fuerza individual, potenciada por ese afán moralizante (desprender a ciertos términos de connotaciones religiosas es otra gran tarea) y por una razón de mayor horizonte, puede entrar en equilibrio con la fuerza colectiva, suma de todas esas tendencias, pero sin anularse y apostando por la pluralidad, el entendimiento y el progreso. Opinamos, de nuevo con Malatesta, que la lucha contra el ambiente es una obligación del anarquista, una lucha en la que no entra justificar un bello ideal con medios indignos. Porque ese es otro objeto de debate, aquellos que ponen por encima de las personas el «idealismo» (concepto más bien místico, si lo desprendemos de la realidad) dando lugar, también, a cotidianos horrores.
Capi Vidal