La salud y la enfermedad no están distribuidas de manera uniforme en la población, ni en la dimensión de lo físico ni en la dimensión de lo mental. Hay una disparidad considerable entre las clases sociales y también entre los géneros. Alguien que nace en la clase social más alta vive una media de siete años más, aproximadamente, que alguien que nace en la clase social más baja.1 La falta de educación (sobre todo sanitaria), trabajar muchas horas y hacerlo en condiciones estresantes o peligrosas, el aislamiento y la exclusión social, la contaminación, la alimentación basura, el desempleo, la pobreza energética, la falta de aplicación de las normas de seguridad en el trabajo, el consumo excesivo de tabaco, alcohol, drogas, la asistencia médica insuficiente, todo ello evidentemente afecta a la salud, no solo física sino también mental. Las personas sometidas a carencias y desventajas necesitan tener una constitución más sólida de base, una capacidad mucho más elevada de tolerar la frustración, para conservar su equilibrio psíquico.
Salud mental femenina y masculina
Las mujeres disfrutan de una mayor esperan‐ za de vida (unos cuatro años de media aproximadamente) que los hombres2. No obstante, acuden a consulta por depresión y ansiedad el doble de veces que los hombres. Presentan tasas más elevadas de trastornos mentales, además más inhabilitantes. Las mujeres padecen mucho más de trastornos de la alimentación que los hombres. Ellas llevan a cabo más intentos de suicidio. En cambio, los hombres hacen menos intentos, pero más efectivos. Se suicidan de facto el triple de hombres que de mujeres3. Los hombres presentan más dependencia y abuso de alcohol y drogas, más trastornos de personalidad agresiva, antisocial. Ellos consultan menos, buscan menos ayuda médica y psicológica, son menos ingresados en psiquiátricos.
El patriarcado fragiliza, pone a prueba el equilibrio psíquico de las personas. Cabe reconocer que las mujeres están doblemente sometidas a la presión: tanto de la desigualdad económica como del género. La presión social para que, además de los condicionantes habituales, ellas asuman el papel de cuidadoras de los demás, de niños, enfermos y ancianos, o sea una especie de altruismo obligatorio, colocándolas en el lugar de garantes de la cohesión familiar, el empuje a la maternidad como si su realización personal dependiera de ello, la presión que la sociedad ejerce para que ellas ocupen un lugar de objeto en el deseo de los hombres, la presión estética, el sacrificio de su posición de sujetos de deseo, todo ello unido a la subordinación en el mundo laboral, las dobles jornadas de trabajo fuera y dentro de casa, la falta de reconocimiento generalizado de su trabajo, la brecha salarial, etc., crean un entorno lleno de contradicciones a la que sucumben muchas de ellas, en todo caso la mayor parte en algún momento de su vida. La propia protesta femenina es a menudo interpretada como una falta de equilibrio psíquico.
Ahora bien, no es fácil asumir estereotipos de género para nadie. Los hombres también están psíquicamente desequilibrados por el patriarcado, aunque no sean diagnosticados, ingresados, psiquiatrizados. Sus ideales machistas les impiden tomar conciencia de su propio malestar, les coartan de pedir ayuda. Ideales de masculinidad brutal les empujan a la violencia, a una agresión salvaje ya sea contra sí mismos, ya sea contra los…, sobre todo las demás.
La sociedad actual, incluso los sectores que pretenden ser más progresistas, se muestran ciegos ante el gravísimo desequilibrio mental y sufrimiento de los maltratadores. Posiblemente es porque temen que un diagnóstico psiquiátrico vaya a desculpabilizarlos. Esta incapacidad para plantear conjuntamente responsabilidad y enfermedad se debe a una conceptualización errónea, que reniega del sujeto — lo reduce a un mero objeto—, luego expulsa la ética fuera del campo de la psicopatología —a pesar de que no hay campo donde la ética sea más necesaria—.
Ética y psicoanálisis
Desde la perspectiva psicoanalítica lacaniana, hay sujeto; luego este es siempre responsable de su posición.4 Ahora bien, ni la libertad ni la responsabilidad se pueden demostrar empíricamente. La visión empírica del ser humano sugiere determinismo; muestra lo que ha sido su comportamiento, no lo que podía ser; luego la libertad queda en su punto ciego. Por tanto, libertad y responsabilidad no pueden ser más que «postulados» a priori de la razón práctica; no se pueden demostrar, como dejó claro Kant5. Son también postulados de la razón clínica, según plantea Lacan, quien sostiene la persistencia del sujeto en la enfermedad. La situación, las condiciones sociales, los estereotipos y los ideales sociales, la infancia, la educación, la familia, la herencia, la química, el temperamento, etc. no pueden determinar exhaustivamente la respuesta de un sujeto. Por supuesto son condicionantes poderosos. No obstante, se ha de postular que hay un margen para la «insondable decisión del ser».6 Por eso algunos sujetos, cuando han enfermado, deciden hacerse cargo de su malestar; otros en cambio no.7 Si no, la psicoterapia no existiría. La mera decisión de sostener una psicoterapia o de consentir una medicación dependen de la posición del sujeto. La única aproximación empírica que podemos hacer a la cuestión es intentar mostrar cómo, a pesar de estar inmersas en condiciones parecidas (sociedad clasista, patriarcal, etc.), las personas reaccionan de formas diferentes, toman decisiones al límite imprevisibles.
La causalidad de los trastornos mentales
La causalidad de los trastornos mentales no es simple. Es fundamental plantear la complejidad en este terreno; es una cuestión de rigor y de honestidad intelectual y política. Freud distingue entre dos grupos de factores:8 por un lado, señala causas constitucionales —variedades congénitas de la estructura psíquica, avatares en la temprana infancia—; por otro lado, causas ocasionales —frustración, fijación, inhibición o incremento de la libido (momentos en que la pulsión se desborda). Se podría agregar el beneficio secundario de la enfermedad.9 Lacan plantea más explícitamente que hay una «posición» del sujeto.
Los factores sociales son fundamentales. No existe individuo fuera de lo social. El Otro, en tanto que lenguaje y ley, es el campo donde se construye el sujeto. La opresión, la segregación, la discriminación aumentan gravemente el peso de los factores ocasionales, la probabilidad de que un sujeto enferme. Pensar de forma simplista no emancipa. Es ineludible: (1) afrontar la determinación multifactorial de la patología, sin reduccionismos, (2) admitir la responsabilidad del sujeto, y (3) abrir un espacio para una visión trágica del ser humano.
La locura del ser humano, su «carcasa de noche»
La locura es inherente al ser hablante. En el momento en que el ser humano entra en el lenguaje, queda dividido, pierde irremediablemente su ser instintivo. El ser humano es un animal enfermo, como dice Nietzsche.10 No hay sujeto sin síntoma. Todos estamos tocados por algún grado de locura. Aunque se consiguiera curar al ser humano de sus enfermedades mentales, aun así, quedaría lo que Foucault llama su «dolor sin cuerpo, su carcasa de noche»: «Tal vez llegará un día en que ya no sabremos lo que era la locura. […] El progreso de la medicina podrá hacer desaparecer la enfermedad mental, como lo ha hecho con la lepra y la tuberculosis. Pero una cosa permanecerá; y es la relación del hombre con sus fantasmas, su imposible, su dolor sin cuerpo, su carcasa de noche. Una vez eliminado lo patológico, la sombría pertenencia del hombre a la locura será el recuerdo intemporal de un dolor, borrado en su forma de enfermedad, pero obstinándose como desgracia».11
El caso por caso. En defensa de la complejidad
Para ilustrar lo que intento defender daré el ejemplo de algunas artistas francesas del siglo XIX que vivieron en una época de patriarcado salvaje y se posicionaron de modos diferentes.
Camille Claudel fue musa, amante y colaboradora de Auguste Rodin en su juventud, creó una obra propia, excepcional; fue, sin embargo, menospreciada en su época. La escultora tuvo un destino trágico. De adolescente, Camille se atreve con un arte que exige fuerza física, determinación, precisión en el golpe. Tiene un talento precoz, asombroso. Maneja el cincel y el martillo con la misma destreza que los dedos, esculpe sin tregua, poseída por «la rabia de esculpir» desde que es una niña. El encuentro entre Claudel y Rodin desemboca en una liaison incandescente. Pero no se trata únicamente de un encuentro amoroso. Se trata del encuentro de dos artistas excepcionales. Los une una pasión común. Él tiene cuarenta y dos años; es una especie de Hefesto algo miope, de constitución atlética, tímido y a la vez galante; lleva Las flores del mal o la Divina comedia en el bolsillo. Su carrera está despegando. Ella es una joven hermosa, de diecinueve años, cuyos brazos musculados hacen entrar en trance a los poetas en las reuniones en casa de Mallarmé. Deslumbrado por ella, Rodin se enamora, le hace posar, la esculpe, la integra en su taller y la forma. Le encargará lo más difícil: esculpir las manos de los Burgueses de Calais. Es ella quien lo acompaña a todos los actos oficiales, como pare‐ ja. Sin embargo, Rodin jamás se muestra dispuesto a abandonar a su mujer para unirse a ella.
Tras años de espera y varios abortos, Camille Claudel decide independizarse, trabajar en su propio taller, crear su propia obra. Enseguida el trabajo la devora; entra en una fase de fecundidad pasmosa. Sin embargo, gran parte de la crítica permanece ciega a su evidente originalidad, y la considera como una mera discípula, una plagiadora de Rodin. Camille Claudel no consigue vender lo suficiente, vivir de sus obras. La escultura en sí es un arte difícil, económicamente gravoso. No obtiene el reconocimiento que le hubiera permitido salir adelante. «El genio es macho», decía el siglo. El sexo débil sólo podía plagiar, en el imaginario patriarcal. Por otro lado, las mujeres podían dedicarse al bordado, a las artes decorativas o, a lo sumo, a la pintura de pequeño formato. Pero no a la escultura, que requiere tono muscular, exige taller y no puede ocultarse en el espacio doméstico, como la pintura. Además, la escultura exige trabajar el desnudo, terreno que se consideraba vedado para las mujeres. Claudel es la única mujer artista de su época que se atreve a esculpir desnudos, tanto femeninos como masculinos. Pero la falta de reconocimiento la agota. «Estoy al límite de mis fuerzas, mi taller está lleno de obras interesantes que no me han querido comprar», «estoy extenuada y casi reventada», «estoy en una posición desesperada», «estoy demasiado cansada», escribe repetidamente en su correspondencia. No recibe ningún encargo público y pocos encargos privados. Va empobreciéndose, alcoholizándose; acaba sumiéndose en un delirio paranoico. Llega a convencerse de que «Rodin y sus secuaces» irrumpen en su taller, le roban sus bocetos y sus obras, la plagian y se enriquecen a su costa; cree que Rodin la odia, la quiere envenenar, eliminar. Construye un delirio de persecución con una red de perseguidores que va ampliando.
Finalmente, una ambulancia se detiene ante su taller. Los enfermeros irrumpen en el piso que está en un estado de desorden y suciedad inimaginables. En la pared están fijados con alfileres catorce crucifijos de papel, las catorce estaciones del camino de la pasión. Encuentran a una mujer despavorida, rodeada de gatos, fragmentos de yeso y arcilla seca. No opone resistencia. Es ingresada finalmente en un asilo cerca de Avignon. Queda incomunicada por orden de la familia, porque escribe en sus cartas que ha sido injustificadamente secuestrada. Camille Claudel muere en octubre de 1943. No queda de ella ni siquiera una tumba. Su obra queda confundida y eclipsada durante décadas por la de Rodin. En la actualidad se han multiplicado los estudios sobre ella y se ha inaugurado en 2017 un museo dedicado a su obra en Nogent‐sur-Seine.
Camille Claudel había tenido la suerte, excepcional en aquella época, de tener un padre que consintió que desarrollara ya en su infancia su talento. Su ingreso en el taller de Rodin le dio la oportunidad de adquirir una pericia y un arte excepcionales. Tal vez si Rodin hubiera abandonado a su mujer y hubiera formalizado su relación con ella, si le hubiera dado un lugar, Claudel no se habría brotado. No sabemos por qué Rodin no pudo, no quiso abandonar a su mujer. El equilibrio mental también depende en parte del azar de los encuentros.12
Otras escultoras que pertenecían a la aristocracia —como Marie d’Orléans o Félicie de Fau‐ veau— y cuyo arte nunca dependió de la comercialización de su obra, a pesar de ello, se abstuvieron de esculpir desnudos. Otras como Charlotte Besnard y Marie Cazin trabajaron bajo la protección de sus célebres maridos, obtuvieron algunos éxitos, pero no salieron de la sombra de sus esposos. No cayeron en la locura. El caso de Hélène Bertaux es particular. Su marido sacrificó su propia carrera a la suya y se convirtió en su ayudante (ahí vemos cómo siempre subsiste un margen de decisión personal). Hélène Bertaux era hija del escultor Hébert. Participó regularmente en los Salons, recibió regularmente encargos del Ayuntamiento de París y del Estado para obras monumentales destinadas al Louvre, a iglesias, monumentos públicos y museos, lo cual era muy poco habitual para una mujer escultora en esa época. En 1881 fundó el sindicato Unión de las Mujeres Pintoras y Escultoras. Tuvo un extraordinario talento para la diplomacia. Se lanzó a la batalla para conseguir que admitieran a las mujeres en la École des Beaux‐Arts. Escribió cartas y peticiones, se entrevistó con las autoridades. Consiguió en 1897 el acceso de las mujeres artistas a la École, aunque asistieran a talleres separados. Tres años más tarde se aceptó que ellas tuvieran acceso al modelo desnudo.
No obstante, Bertaux se mostró muy conservadora en tanto que escultora; adoptó un estilo académico. Tal vez no tenía el talento, la originalidad de Camille Claudel. Consiguió éxito en vida, pero indiferencia en la posteridad: después de su muerte, cuando su marido pretendió donar al Estado las obras que Bertaux había dejado en el taller, ese mismo Estado que le había premiado y le había hecho encargos las rechazó. En cierto sentido Bertaux y Claudel son diametralmente opuestas. Claudel se mantiene al margen de la organización feminista. Rechaza la idea defendida por Bertaux de un arte femenino diferente del arte masculino. Claudel pide exponer en los mismos Salones que sus colegas masculinos y con la misma libertad de expresión. En cambio, Bertaux es reivindicativa en cuanto a los derechos políticos, pero conformista en cuanto a los valores simbólicos del patriarcado. Piensa que existe un arte femenino diferente al masculino y no tiene por qué ser temido. En cierto sentido se somete a los valores estéticos del patriarcado. Bertaux transige, Claudel no. Bertaux tiene conciencia de género y busca la unión, Claudel se aísla. Bertaux conserva la cordura, Claudel cae enferma.
Podemos dar otros ejemplos para mostrar la singularidad del sujeto, que va más allá de las determinaciones de la época. La pintora Rosa Bonheur fue una de las primeras artistas en conseguir vivir de su arte. Su padre, el pintor Raymond Bonheur, era saint‐simoniano; no solo no puso ninguna objeción a su vocación, sino que la impulsó a pintar. Rosa Bonheur adoptó una estrategia poco común en su época: consiguió una autorización para llevar pantalones de la Comisaría de París, con el argumento de que debía asistir a ferias de ganado para pintar los animales. Alcanzó la celebridad a nivel internacional, prosperó pintando cuadros gigantescos, paisajes rurales —no miniaturas como hacían la gran mayoría de las pintoras de la época—.
Otro ejemplo singular es el de Suzanne Valadon. A diferencia de Bonheur y de Bertaux, no era de una familia de artistas. Era de origen muy humilde, una muchacha de Montmartre, hija ilegítima de una lavandera. No recibió ninguna formación académica, pero tampoco tuvo que doblegarse bajo la carga de una educación repleta de prejuicios y convencionalismos. Trabajó de modelo de artistas a partir de los quince años y fue amante de muchos pintores y escritores (Puvis de Chavannes, Renoir, Miguel Utrillo, Toulouse‐Lautrec, etc.) sin por ello amargarse. Adoptó el pseudónimo de Suzanne inspirada por el mito bíblico de Susana y los viejos. Se formó observando a los artistas mientras trabajaban, escuchándolos debatir sobre cuestiones artísticas, fijándose en la diversidad de técnicas que utilizaban. Se sumó a la vanguardia artística espontáneamente. Valadon pintó desnudos femeninos de personajes humildes. Se negó a limitarse a la expresión de la belleza y se alejó de los cánones estéticos de su época: liberó el desnudo femenino de su connotación sexual. Su gruesa odalisca en La habitación azul, acostada con un cigarrillo en la comisura de los labios y unos libros sobre la cama (en lugar del narguile de las odaliscas sexy de Delacroix) se opone radicalmente a las convenciones. Valadon pudo haber quedado aplastada por la presión del patriarcado y la pobreza, no lo hizo. Un episodio destaca en su biografía. En junio de 1894, la joven Marie Valadon llama a la puerta de Degas, con su cartapacio lleno de dibujos, temblando de miedo por presentarse ante el ya consagrado maestro. Sin dirigirle la palabra ni la mirada, él se sienta en su butaca y examina atentamente los dibujos. Tras balbucir unas palabras incomprensibles, se gira hacia ella y exclama: Vous êtes des nôtres!, «¡es usted de los nuestros!». Degas la apoyará siempre: le compra dibujos y los cuelga en su taller, junto a pinturas de Manet, Monet y Renoir. ¡Fue un buen encuentro! al que ella supo dar todo su valor.13
Valadon solía dejar a su hijo pequeño al cuidado de su madre alcohólica cuando iba a posar, con lo cual el niño acabó alcohólico a los siete años. ¿Cabe escandalizarse? Su hijo, Maurice Utrillo, acabó siendo uno de los artistas más representativos del siglo XX, a pesar de una fragilidad psíquica importante. Valadon tuvo la osadía de tener como amante a un amigo de su hijo, veinte años más joven que ella, franqueando otro de los límites del patriarcado salvaje de la época.
Un entramado complejo de factores
Algunos sujetos sucumben a la frustración causada por la adversidad. Otros, sin embargo, consiguen atravesar los obstáculos. La constitución psíquica, la actitud de los progenitores, las experiencias infantiles, el apoyo que se encuentra o no se encuentra en el entorno, los buenos o malos encuentros azarosos, el sentido que el sujeto da a sus vivencias, un entramado tupido de mil factores, además de la opresión clasista y sexista, condicionan al sujeto en su equilibrio/desequilibrio psíquico. Por otro lado, aunque consiguiéramos eliminar lo patológico, borráramos el patriarcado, el género, la explotación, la discriminación, las clases sociales, quedaría igualmente «la carcasa de noche» del ser humano, y la locura como sombra de su libertad.114
Alín Salom
Filósofa y psicoanalista
https://redeslibertarias.com/2024/12/10/4002/
- El dato es de Giddens, A., Sociología, Madrid, Alianza, 2010, p. 443. Remite a trabajos de campo realizados en el Reino Unido hace unos años, cuyos resultados probablemente no sean muy diferentes a los actuales, en nuestros lares. ↩︎
- Salvo en Afganistán, Bangladés, India, Nepal, Pakistán, etc., donde las mujeres tienen limitado el acceso a los servicios médicos. ↩︎
- Datos del INE, disponibles en línea: https://www.ine.es/ jaxi/Datos.htm?tpx=48293 ↩︎
- Lacan, Jacques, «La ciencia y la verdad», Escritos, México, Siglo XXI, 1984, vol. 2, p. 837. ↩︎
- Kant, Immanuel, Crítica de la razón pura, Madrid, Alfa‐ guara, 1978, pp. 407 y ss. ↩︎
- Lacan, Jacques, «Acerca de la causalidad psíquica», Escritos, op. cit., vol. I, p. 168. ↩︎
- La ética tradicional remite la libertad y la responsabilidad a un acto de deliberación consciente. El discurso psicoanalítico sostiene más bien que existe una intensa actividad inconsciente. Paradójicamente, la perspectiva prepsicoanalítica, que inicialmente construye un sujeto idealmente consciente y racional, luego lo deja totalmente determinado por la biología, la genética o la química. O sea, lo elimina en tanto que sujeto; lo reduce al estatuto de un objeto, un autómata totalmente irresponsable, cuando está afectado por una enfermedad mental. ↩︎
- Freud, Sigmund, Obras completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1981, vol. II, p. 1718 y ss. ↩︎
- Freud, Sigmund, op. cit., vol. II, pp. 2361‐2362. ↩︎
- Nietzsche, Friedrich, Genealogía de la moral, Madrid, Alianza, 1995, p. 141. ↩︎
- Foucault, Michel, «La folie l’absence d’oeuvre», Dits et écrits, París, Gallimard, 2001, vol. I., pp. 440‐441. ↩︎
- Ver Lacan, Jacques, Escritos, México, Siglo XXI, 1984, vol. I, p. 150. ↩︎
- En cambio, Puvis de Chavanne ante quien ella posó y del que fue amante jamás reconoció su arte. Pero Valadon decidió a quién iba a hacer caso. ↩︎
- Lacan, Jacques, op. cit., p. 166. ↩︎