Hay que aclarar siempre que la palabra ‘revolución’ no implica necesariamente violencia y sí una transformación en alguna de las estructuras fundamentales de la vida social: la económica, la política, la cultural o la familiar. No obstante, la propia palabra «violencia» posee múltiples acepciones, pudiendo recuperarse para la transformación social, o revolución, aquella que alude a «actuar con ímpetu y fuerza» o «con intensidad».
En cualquier caso, el concepto de cambio político (o cambio de régimen político: oligarquía, tiranía, democracia…) se ha tratado frecuentemente en la historia del pensamiento. Se puede distinguir entre la idea de cambio y la de revolución, tal y como ha sido desarrollada a partir de los siglos XVI y XVII. Una fuente es meramente científica, con influencia sobre lo político, y la otra sí considera los cambios políticos mismos, juzgados lo suficientemente importantes para merecer el nombre de «revolución», en tanto que cambio súbito que pretende establecer un nuevo orden o, atención, reestablecer por medios violentos un orden anterior. Esta última es una intención revolucionaria que no implica progreso ni innovación, que insiste en modelos anteriores considerados más justos o adecuados. No es el caso, por supuesto, de la concepción revolucionaria del anarquismo, que confía plenamente en la reducción de la opresión, en la expansión de la libertad y del beneficio y en la constante innovación con miras hacia la perfección.
Por lo tanto, lo necesario para considerar un cambio como revolucionario es que haya cambios institucionales básicos en alguna de las esferas de la vida social. El término «revolución» tendrá gran difusión durante el siglo XVIII, con los escritos de los enciclopedistas franceses y con la llegada de las dos revoluciones consideradas arquetípicas: la Revolución Americana y la Revolución Francesa. A la idea de una revolución política sucedió la de una revolución social, constituyéndose algo que puede llamarse «filosofía de la Revolución», que examinará la naturaleza de la revolución y las condiciones necesarias para que se produzca una transformación digna de tal nombre. En el siglo XX se dará otra revolución arquetípica, la rusa, desarrollándose en la historia de la filosofía política una fundamental discusión acerca de si aquella fue una verdadera revolución o si, al institucionalizar la revolución, no procedió «contrarrevolucionariamente». Es una discusión que debiera tomar en cuenta el análisis anticipado de los anarquistas.
Una nocion general del término «revolución» trata de designar un tipo de transformación lo suficientemente radical y abrupta para distinguirla del mero cambio o de algún tipo de evolución; es un noción quizá muy vaga para que sea útil a la hora del análisis filosófico o político. Puede haber una noción científica del término, en la que se producirían ciertos tipos de cambios conceptuales, lo que se llama un cambio de paradigma, aunque la ruptura puede ir aparejada a alguna forma de continuidad. Puede haber también revoluciones de carácter tecnológico o de carácter industrial, todas ellas ligadas al concepto imprescindible de revolución social. Es esta ultima noción de «revolución social» la que ha venido substituyendo a la meramente política. El concepto más amplio de «revolución social» pretende crear un «hombre nuevo», además de una «sociedad nueva». Algunos filósofos, en la tradición marxista, han elaborado esa idea de «revolución total» como la creación de un modo de Ser esencialmente distinto, no solo el paso de una forma de Ser a otra, sino el salto a la forma más alta de Ser.
La especulación filosófica sobre el término «revolución», o sobre cualquier otro, y su asimilación parecen fundamentales a la hora de la acción política. No obstante, frente a toda suerte de elucubraciones excesivamente metafísicas, nos quedamos con la definición de Michael Albert: «La revolución es una suma de victorias conquistadas por una población despierta que introduce cambios fundamentales en las estructuras que definen las relaciones sociales».
Capi Vidal
Más allá de la polisemia del término «revolución» y del hecho de que se puede utilizar hasta para calificar de revolucionario a un capitalista que revoluciona (en el sentido de perfeccionar) las técnicas de la explotación humana (así han llamado algunos a Ford, por haber hecho más renditiva la explotación de los trabajadores para el Capital), la definición de Michael Albert me parece insuficiente y demasiado ambigüa.
Pues, al no precisar de qué clase de «victorias» se trata ni qué se debe entender por «población despierta», no queda claro en qué se sentido deben ir esos «cambios fundamentales en las estructuras que definen las relaciones sociales».
Una ambigüedad que puede permitir a un jefe de Estado, por ejemplo, decir que su gobierno está haciendo una revolución simplemente porque ha tenido victorias electorales, considera «despierta» la parte de la población que le vota y ha introducido «cambios fundamentales en las estructuras que definen las relaciones sociales» al autorizar el matrimonio entre personas del mismo sexo…
Por las relaciones de Albert con algunos Jefes de Estado latinoamericanos, me temo que la ambigüedad de su definición sea consciente para que el término revolución no implique más -como era el caso hasta ahora- la idea/aspiración de emancipación social humana del fin «de la opresión» y la «expansión de la libertad» a todos los humanos, «con miras» a «la constante innovación» del bien común, que es -como dice Capi- «la concepción revolucionaria del anarquismo».