El caso de Fernando Savater, que no sé si encuadrar sin más como uno de esos conversos verborreicos e inicuos que proliferan en este inefable país, es uno de los grandes enigmas de nuestro tiempo. Así, un fulano que en otros tiempos se describía como libertario, pergeñador de libros apreciables, con pretensiones para consumo de las masas, pero apreciables, hoy deambula lamentablemente codo con codo con la derecha y ultraderecha (que, como es sabido para cualquiera con las neuronas bien asentadas, son cosas muy parecidas en el Reino de España). Es posible que, simplemente, hablemos de un tipo no del todo sincero y que busca la polémica a cualquier precio, aunque en mi nada humilde opinión eso le coloque a una escasa altura moral e intelectual, solo comparable a la de otros seres mediáticos como Jiménez Losantos. La diferencia es que el pequeño talibán de las ondas fue, seguramente, un dogmático maoísta descerebrado (como él mismo reconoce) para pasar a ser, no sé si otro tipo de fanático, pero seguro un mercenario anticomunista preocupado en primer lugar de su bolsillo. La involución de Savater, ingenuo de mí, me resulta más complicada de analizar. Una de las cosas que ha motivado escribir estas líneas es que, recientemente, ha alabado a ese primate ultrarreaccionario llamado Santiago Abascal o que, además de escribir una columna semanal en el órgano principal de Prisa, plagada de tópicos antiprogres escasamente originales, visita con asiduidad medios casposos donde vomita, a gusto de sus anfitriones, sus nada originales diatribas.
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