Recientemente, el inefable Antonio Garamendi, presidente de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales, realizó en una entrevista las siguientes declaraciones como guiño a lo que esta poderosa gente de ingresos millonarios entiende como cultura del esfuerzo: “¿Tú crees que Carlos Alcaraz trabaja 37 horas y media a la semana? No”. No conozco demasiado del asunto, por lo que he tenido que averiguar que el aludido es el nuevo héroe del deporte español. En este caso, como hasta hace poco ese inexplicablemente sobrevalorado ser humano llamado Rafael Nadal, por aporrear con habilidad pelotas con una raqueta para disfrute de un universo habitualmente pijo, pero que también atrae de forma alienante a gran parte de la masa trabajadora. Garamendi, claro, comparaba a multimillonarios como Alcaraz o Nadal con la mayor parte de la clase asalariada del planeta, que sencillamente reclaman no gastar la mayor parte de su vida en trabajos mal pagados y con escasos estímulos para el desarrollo personal o, tantas veces, directamente embrutecedores.
No pude evitar traer a la memoria lo declarado hace tiempo por Juan Roig, otro poderoso empresario hecho a sí mismo, “Hay que imitar la cultura del esfuerzo de los bazares chinos”, reclamando claro está condiciones también cercanas a lo esclavizante para los trabajadores en España. Mi probada ingenuidad ha querido ver que seres sobrados de riqueza, logradas en un inicuo engranaje donde se mueve todo ese dinero para disfrute del que pueda alcanzarlo, como los deportistas Alcaraz o Nadal, sencillamente viven en un universo paralelo ajenos a las causas de esta sangrante civilización y al sufrimiento de gran parte del planeta. Sin embargo, lo de Garamendi y Roig, como evidente clase dirigente económica y también muy influyente en lo político, yo que trato de huir siempre de toda simpleza y maniqueísmo, no tengo esta vez reparos en manifestar que me parece maldad pura y dura.
Este significativo prólogo de rabiosa actualidad social y económica me sirve para hablar de cine, ese ámbito tantas veces igualmente alienante, pero que otras nos sirve para abrir ventanas a la cruda realidad del mundo que padecemos. Claro está, no dejemos nunca esto a un lado, unos sufren mucho más que otros. Y es que hablamos de muy buen cine social, la película On falling (no traducido el título al castellano), recién estrenada en salas españolas, sin que muy probablemente dure demasiado en cartel. Se trata de una coproducción entre Reino Unido y Portugal, escrita y dirigida por Laura Carreira, que debuta en el largometraje con esta notable obra. Como Carreira ha declarado, el hecho de ser ella misma inmigrante, al igual que la mayor parte de los trabajadores que vemos en pantalla, le ha permitido abordar la historia con un prisma específico.
La protagonista es Aurora, una mujer portuguesa que trabaja en un gran almacén logístico de Escocia como lo que en el film denominan pickers y que en algunas traducciones se ha llamado recolectores o preparadores de pedidos. Se trata de la muy esforzada tarea de buscar todo tipo de productos, guiados por un escáner que al mismo tiempo les marca el tiempo limitado que tienen para obtenerlos, ubicados en diferentes lugares del espacioso almacén para que los operarios no se agolpen en el mismo lugar, con el objetivo de prepararlos para su posterior empaquetado y envío a los consumidores que los hayan adquirido por internet. Resulta llamativo, otro hecho cogido de la realidad, que gran parte de los artículos acaben siendo juguetes sexuales. Una esclarecedora secuencia, en la que un grupo de visitantes son guiados para conocer cómo trabajan los pickers en el centro de distribución, un niño acaba arrojando una golosina a Aurora al observar con curiosidad cómo trabaja. Quizá la analogía con el zoológico y la desconexión del exterior con los seres que lo habitan no es demasiado sutil, pero sí efectiva como denuncia de todo lo que observamos en pantalla.

Quizás la condiciones de estos trabajadores mostradas en la pantalla, caminando sin apenas descanso incontables kilómetros por infinidad de pasillos, nos hagan pensarlo dos veces antes de realizar la tantas veces descerebrada compra online, aunque algunos sostendrán que ello suponga acabar con puestos de trabajo como otro de los falaces razonamientos que apuntalan el estado de las cosas. Se trata de un entorno laboral donde la velocidad y la rentabilidad resultan prioritarias, en cualquier caso una de las señas de identidad del capitalismo a nivel general, pasando el riesgo y la seguridad del operario a un segundo plano. Pero, la película no se limita a mostrarnos esas duras condiciones de un trabajo casi en soledad, escasamente remunerado y con jornadas de hasta 10 horas con las que Garamendi y Roig estarían muy orgullosos. Podemos observar también las consecuencias cuando Aurora se muestra atrapada entre un trabajo embrutecedor, que le arrebata un horizonte vital mínimamente decente, y el aislamiento dentro de una vivienda compartida, una especie de colmena que alguna vez, antes de ser fragmentado, pudo ser un lugar habitable.
Y es que la escasez económica de la protagonista, que es posible que ella misma no observe como algo extremo, va acompañada de carencias en otros aspectos de su vida como resulta uno tan primordial como el afectivo. La lucha de la protagonista para conectar con sus semejantes, algunos pertenecientes a culturas muy distintas y con la muy probable sensación de estar de paso en una sociedad de la que no forman parte, resulta encomiable y a la vez estremecedora por los muros, no siempre claramente visibles, que se le presentan. Y es que el film también apunta los problemas de salud mental, algo con lo que la directora se ha documentado bien hablando con trabajadores reales del sector. En este aspecto, se menciona de forma muy concreta a un operario que parece haberse suicidado, provocando un escalofrío en el espectador al comprobar que sus compañeros difícilmente lo recuerdan, como ejemplo de un caldo de cultivo poco dado a la comunicación, la solidaridad y la empatía. No presenta la historia demasiados síntomas de que la emotiva protagonista no pudiera acabar trágicamente con un destino similar, así como puede ocurrir a tantas personas dentro de un globalizado sistema económico con trabajos y circunstancias alienantes.

Varias charlas triviales entre los trabajadores, otro acierto de un guion con muchas más aristas de las aparentes, nos hacen comprobar que, quizá, las interminables series televisivas se han convertido en el más actualizado opio del pueblo como suerte de patético consuelo existencial. Naturalmente, un trabajo extenuante provoca que sea francamente complicado tener una auténtica vida fuera de él. Se nos muestra también, en diversas secuencias, otro ejemplo de las conversaciones mantenidas por Carreira para preparar el film, la ilusión de la gente por un cambio laboral que, en la mayor parte de los casos, es una vana ilusión o no resulta tampoco una solución definitiva. La ilusión de la libertad individual, propia de las democracias liberales que adornan el capitalismo, se convierte en una falacia al quedar las personas tan condicionadas por trabajos que suponen escasa capacidad de elección en su horizonte vivencial.
Efectivamente, a través de una historia aparentemente sencilla son muchas las cosas que nos cuenta On falling invitándonos a reflexionar sobre el mundo político y económico que hemos construido y del que todos, de una u otra manera, participamos en un enloquecido engranaje que alguien ha definido como turbocapitalismo. La película concluye con un apagón eléctrico en el centro de trabajo, lo que provoca que la gente empiece a jugar y, tal vez, a conocerse mejor. Un final esperanzador que evidencia el hecho de que es posible acabar con las barreras dentro de un sistema deshumanizado que solo debería estar destinado al colapso.
Capi Vidal