Hay quien habla de viejos y nuevos fascismos. Pura retórica. El fascismo siempre ha estado allí. Mucho antes de que a principios de la década de los veinte del siglo pasado Mussollini definiera el fascismo canónico, ya habían surgido en muchos otros momentos y lugares sus elementos más definitorios.
* Ultranacionalismo: con su correlato de racismo y xenofobia (mi raza es única y la mejor, los que vienen de fuera la pervierten y nos quitan lo que es nuestro). La patria como ente metafísico, supremo objeto de veneración y desprovisto de todo componente de racionalidad.
* Misoginia, homofobia: los valores imperantes son los propios de la virilidad. Las mujeres son relegadas siempre a roles secundarios, generalmente enfocados en la reproducción de la raza y el mantenimiento de los valores de la reproducción. La homosexualidad es perseguida, aún cuando muchos fascistas sean homosexuales vergonzantes.
* Régimen de partido único (fascio: gavilla). Falange: flechas unidas por el yugo). La libertad de pensamiento y de ideología se considera perversa y decadente.
* El corporativismo como base de las relaciones laborales y embrión de lo que serían los sindicatos verticales: patrones y obreros juntos en la misma organización, porque se supone que todos viajamos en el mismo barco…
* Sacralización del papel del Estado como máximo referente social y político, aunque en economía sean profundamente liberales y nunca atenten contra los privilegios de las empresas y las finanzas.
* La violencia y en último extremo la guerra, como forma suprema y predilecta de solucionar conflictos.
* La religión como coartada y las instituciones eclesiales como colaboradoras y cómplices (apoyo entusiasta de la iglesia católica al franquismo y ayuda a los fugitivos nazis y fascistas tras la 2ª Guerra Mundial).
* Culto al líder: proponen un sistema altamente jerarquizado donde el líder es incuestionable y se le debe obediencia ciega.
De forma resumida, estas son las características que han resumido al “pensamiento” fascista, tanto en su versión canónica como, avant la lettre, desde la noche de los tiempos. En una forma u otra, con diferentes matices y distintas contextualizaciones en función de las circunstancias, siempre ha estado presente como factor de perpetuación de los intereses de las clases dominantes. Obviamente, en cada momento histórico presenta sus características propias, pero en su estructura profunda, siempre ha permanecido inalterable, siempre se ha hecho presente en nuestras sociedades cada vez cada vez que las clases que detentan el poder político y financiero se han sentido amenazadas.
Cambian sus métodos, cambian sus palabras –ahora a la demagogia de toda la vida la llaman populismo-, aprovechan cualquier circunstancia aciaga, como el terrible drama de los refugiados sin refugio, para inocular su veneno en forma de miedo al otro. Y lo peor de todo ello es que algunas de las personas más receptivas a sus discursos de odio suelen ser aquellas personas más en precario y que más solidarias deberían sentirse con las que están peor.
En ciertos casos (como el de España), parece que la gran novedad de las últimas contiendas electorales es la aparición con cierto ímpetu en los comicios de un partido considerado de extrema derecha, cuando los que pactan con él, lo son casi en la misma medida. Pura retórica. Y lo más grave: algunos partidos autocalificados de izquierdas, cuando alcanzan el Gobierno, actúan de manera ladina pero firme en defensa de los intereses de quienes detentan el poder real y en contra de la mayoría de sus ingenuos votantes.
Así que, menos dar el miedo con la excusa de que viene el lobo del fascismo, porque siempre había estado entre nosotros, y más luchar contra él en todas sus formas. También con las más sutiles que todos llevamos dentro, así como las de aquellos que se nos aparecen con la piel de oveja de un falso “progresismo” izquierdista.
Publicado originalmente en la revista Al Margen # 110, Valencia, verano 2019