Casi desde sus inicios, y durante muchísimo tiempo, el anarquismo fue “el patito feo” de las corrientes emancipadoras. Tildado de incoherente, de ineficaz, de iluso, se le miraba por encima del hombro como si fuese una aberración de la historia. Se redactaron sucesivas actas de defunción, pero, como se resistía a desaparecer, se le tapaba la boca diciendo que tan solo representaba un anacrónico residuo histórico.
Sin embargo, resulta que, para sorpresa de muchos, “el patito feo” resistió el paso del tiempo mucho mejor que sus competidores. Tras soportar estoicamente las irónicas descalificaciones que le prodigaban sabias, muy sabias, ideologías, “el patito feo” superó la prueba de los acontecimientos históricos, y hoy… pues hoy… está en condiciones de enamorar muchos corazones.
Su gran acierto en exaltar la libertad por encima de lo que lo hiciera cualquier otra orientación explica que seduzca ahora un imaginario contemporáneo legítimamente preocupado por la creciente sofisticación de los dispositivos liberticidas.
Asimismo, su mérito de enfatizar la cuestión del poder, en lugar de relegar ese fenómeno a un rango secundario, como lo hacían otras ideologías, le vale hoy un amplio reconocimiento al quedar claro que las relaciones de dominación desbordan, con mucho, la esfera de la explotación económica, y anidan en todo el tejido social originando un sinfín de discriminaciones, de marginaciones, y de exclusiones.
Ciertamente, el antiguo “patito feo” sigue sufriendo brutales descalificaciones, pero nadie, nadie, se atreve ya a tildarlo de anacrónico, porque, en el convulso panorama de las actuales corrientes políticas, no es él, precisamente, quien se encuentra en peores condiciones. Al contrario, está demostrando, día a día, tanto su viabilidad como su vitalidad.
En la actualidad, su viabilidad como instrumento de lucha es manifiesta. Aquí está, bien pertrechado para hostigar el sistema, para inspirar luchas radicales, o para fomentar resistencias, y eso, se visibiliza a diario.
También es clara su viabilidad para crear y para gestionar espacios alternativos, formas de vida, maneras de intercambiar y de producir, que materializan algunos de sus valores, y eso, también se visibiliza cada día.
Creo que todo eso esta bastante claro. Pero que no se pida al anarquismo que, además, también demuestre su viabilidad para gestionar el tipo de sociedad en el que vivimos, porque es obvio que no puede, ni quiere hacerlo. Para ello ya están tanto los adalides del capitalismo, como los socialdemócratas, o incluso los comunistas, y hasta aquellos y aquellas que partiendo de posturas antagonistas se han dejado deslumbrar por la apuesta electoralista.
Hay que decirlo con toda claridad, el anarquismo no es viable, es del todo incompetente para gestionar el actual modelo de sociedad. Tan solo puede luchar contra sus atropellos, y crear espacios que vayan a contracorriente de sus tendencias.
Dicho esto, también es cierto que no está demostrada su viabilidad para gestionar otro tipo de sociedad radicalmente distinta. Cosa que, obviamente, no es posible demostrar en abstracto, y lo único que se puede afirmar es que no existe ninguna, absolutamente ninguna, razón de principio por la que quepa excluir esa capacidad. Que la tenga, o no, habrá que comprobarlo de la única manera posible, es decir en la práctica.
Tanto más, cuanto que la forma que adoptará una sociedad distinta no está escrita en ningún recetario, ni anarquista, ni de cualquier otro tipo. Hay, sin duda, esquemas generales, y existen bocetos, pero no será él quien diseñara esa sociedad, ni sacará de su chistera una sociedad ya conformada, y lista para su uso. Si esa sociedad acontece algún día, será la gente quien la construirá sobre la marcha, y esta tomará la forma que la gente, en sus luchas, y a través de sus experiencias, le ira dando.
Además, resulta que las perspectivas totalizantes ya no son de recibo. Una sociedad realmente distinta no será monolítica, no estará forjada según un modelo único, homogéneo, y válido para todas sin excepción. Una sociedad diferente será plural, múltiple, diversa, y el anarquismo tan solo anidará en la parcela de esa sociedad que sea capaz de cultivar.
¡Solo faltaría que se quisiera imponerlo a toda una sociedad, o que se creyese que representa la opción más deseable para todas las personas! Por suerte, esos sueños totalizantes se han extinguido para siempre.
Si bien su viabilidad para las tareas del presente es clara, y si su viabilidad para las tareas del futuro es, cuanto menos, plausible hasta que se demuestre lo contrario, también su vitalidad y su vigencia están ampliamente acreditadas.
En efecto, cuando se observa el escenario político contemporáneo, se puede decir, como lo hace Carlos Taibo, que estamos asistiendo a “un notable reverdecer de las ideas y de las prácticas libertarias”. Se puede decir, como lo hace Rafael Cid, que “la idea anarquista ha polinizado otras culturas y se ha extendido por el planeta”. O también se puede decir, como es mi caso, que “el anarquismo experimenta actualmente una impresionante expansión en múltiples zonas del mundo”.
Se puede decir de mil maneras. Pero todas coinciden en constatar que se está produciendo un potente resurgir internacional, y ese resurgir constituye un hecho tan palpable, tan manifiesto a lo largo y ancho del planeta, que sería ocioso volver a documentarlo aquí.
Lo percibimos claramente cuando focalizamos nuestra mirada sobre el actual movimiento anarquista, pero al ensancharla, también percibimos que muchos de sus componentes se han diseminado en su exterior, y han impregnado colectivos y personas que no militan en esa orientación, pero que reencuentran, o que reinventan, en las luchas, unas formas políticas que le son cercanas, tanto en cuanto a los métodos de toma de decisión, como en cuanto a las modalidades organizativas y, también, a ciertos aspectos de contenido.
Esa modalidad de “anarquismo extramuros” es la que se ha visibilizado en las enormes manifestaciones altermundistas de principios de los años 2000, o en el movimiento del 15M en sus inicios, o en Ocuppy Wall Street, o en la Plaza Taksim de Estambul. En todos esos movimientos, que sería muy abusivo etiquetar como anarquistas, afloraban principios antijerárquicos, prácticas no autoritarias, formas de organización horizontales, pero también el recurso a la acción directa, la hostilidad hacia el ejercicio del poder, y el recelo hacia cualquier tipo de vanguardismo.
Obviamente, ni la expansión del movimiento anarquista, ni la aparición de un anarquismo extramuros, son casuales. Lejos de ser fruto del azar, responden a determinadas causas, y me inclino por pensar que, si sus propuestas han cobrado nueva vitalidad es, sencillamente, porque el anarquismo se presenta, hoy, como aquello que se opone de la forma más clara y más radical a los principales rasgos negativos del sistema vigente. Representa la exacta cara opuesta de sus rasgos más lesivos, tales como la dominación, la explotación, el consumismo, la competitividad, el mercantilismo, el patriarcalismo, etc, etc.
Es porque representa, por así decirlo, “lo otro” del sistema, la antítesis de muchas de sus características las más inaceptables, por lo cual la actual acentuación de esas características en nuestra sociedad la ha convertido en un extraordinario caldo de cultivo para el desarrollo del anarquismo.
De hecho, si examinamos las formas concretas que toma ese potente resurgir, comprobaremos que muchas de ellas representan, efectivamente, la antítesis de aquellos rasgos del sistema que más soliviantan una parte de la sociedad, sobre todo en sus capas más juveniles.
En efecto, ¿qué observamos al contemplar el actual panorama del activismo anarquista a nivel mundial?
Pues, en primer lugar, que se trata, efectivamente, de un movimiento eminentemente juvenil. Es, claramente, en los segmentos más jóvenes de las poblaciones donde este arraiga preferentemente, sea cual sea el país que se quiera considerar.
Un segundo elemento que llama la atención, es la importante, la importantísima presencia femenina en sus filas. Una fuerte presencia que contribuye, sin duda, a fomentar esa profunda sensibilidad antipatriarcal que lo impregna, y que se muestra especialmente beligerante contra el lenguaje sexista, contra los comportamientos machistas, y contra las manifestaciones, incluso las más tenues, de homofobia, contraponiéndose claramente al modelo patriarcal que conforma nuestra sociedad.
Una tercera constatación es que estamos ante un movimiento que se presenta, no solo como anticapitalista, sino como radicalmente anticapitalista, en la medida en que ensancha la clásica denuncia de la explotación laboral y de la desigualdad económica, para abarcar, también, la mercantilización de nuestra existencia. En esa linea, los actuales colectivos libertarios se manifiestan como claramente anticonsumistas, mostrándose beligerantes contra las marcas comerciales, y contra la lógica del consumo impuesta y alentada por el capital.
También podemos observar que esos colectivos retoman un aspecto fundamental de la tradición anarquista, al afirmarse profundamente antirepresentacionistas, y al fomentar, en consecuencia, tanto la acción no mediada, es decir, la acción directa, como la horizontalidad de las decisiones y la rotación de las funciones, en un entorno militante marcado por una extrema cautela respecto de todas las formas de delegación de responsabilidad. Eso se contrapone claramente a la representación como única forma instituida de legitimidad política.
Varios de los aspectos que estoy reseñando remiten, de hecho, a la exigencia de imprimir un fuerte carácter prefigurativo a la agenda política del actual activismo, adecuándola a la antigua y acertada convicción anarquista de que los fines y los medios nunca, nunca son separables, y que, por lo tanto, no se puede alcanzar unos objetivos acordes con los planteamientos anarquistas si se toman unos caminos que los niegan, que los contradicen o que nos alejan de ellos.
Las acciones desarrolladas, y las formas organizativas adoptadas, deben reflejar, ya, en sus propias características, las finalidades perseguidas, deben “prefigurarlas”, y esa prefiguración constituye una autentica piedra de toque para enjuiciar su validez.
Lo que construye ese movimiento son unos espacios políticos y culturales radicalmente antagónicos con las normas y con las prácticas del actual sistema social.
En esos espacios, a diferencia de la competitividad a ultranza fomentada por el sistema, la solidaridad suele ser la regla, como dice un conocido lema: “si tocan a una nos tocan a todas”, el apoyo mutuo suele ser la norma, y el modo de funcionamiento antiautoritario y antijerárquico forma parte de su cotidianidad, impregnándola de una clara hostilidad, y de una manifiesta hipersensibilidad frente a todo ejercicio de poder.
Se trata, además, de un movimiento que rechaza el chantaje de ese pseudopacifismo que pretende criminalizar ciertos actos de protesta para obligar a que su expresión se mantenga dentro de las precisas formas, y de los estrictos limites dictados por el propio sistema.
Con independencia de las críticas que nos puedan merecer algunas de sus acciones, debemos reconocer que la negativa de una parte de ese movimiento a aceptar esos limites le ha permitido romper, sin violencia contra las personas, el muro del silencio mediático que condena a la inexistencia pública la mayor parte de las movilizaciones y de los actos de protesta.
Otra característica notable es, como no podía ser de otra forma, la fuerte sensibilidad ecologista que anida en esos colectivos, y que se contrapone a ese desarrollismo de carácter insostenible alentado por el sistema.
Pero, si dejamos de observar, en su detalle, como lo estoy haciendo hasta aquí, las características concretas del actual movimiento, para contemplarlo en un plano más general, es fácil percibir entonces que uno de sus rasgos más definitorios es su marcado, su acentuado, presentismo.
Acudo al término “presentismo» porque el deseo, el fuerte deseo, de revolución que impulsa desde siempre la actuación anarquista, ya no sitúa la revolución en un futuro más o menos lejano, ya no la concibe como un evento que nos espera al final del camino recorrido por las luchas, y que abre el horizonte hacia una sociedad emancipada.
El valor estimulante e incitador que revestía la insurrección generalizada en el imaginario clásico, con todas sus connotaciones milenaristas, queda sustituido en el actual imaginario radical por la atracción hacia la revolución continua e inmediata. Es decir, por la consideración de la revolución, no como algo que está por acontecer, sino como una dimensión que es constitutiva de la propia acción subversiva, y que se produce en el seno mismo de las luchas actuales, y de las formas de vida que esas luchas suscitan.
La revolución se concibe hoy como algo que se encuentra anclado en el presente, y que no sólo se desea y se sueña como acontecimiento futuro, sino que es efectivamente vivida en la cotidianidad de las luchas. Lo revolucionario ya no consiste tanto en avanzar hacia un hipotético horizonte emancipador, sino que radica en la voluntad de romper unos dispositivos de dominación concretos y situados, consiste en el esfuerzo por bloquear el poder en sus múltiples manifestaciones, y se plasma en la acción por crear, aquí y ahora, espacios que sean radicalmente ajenos a los valores del sistema, y a los modos de vida inducidos por el capitalismo.
Eso significa que el anarquismo no sólo debe ofrecer razones y medios para luchar, para oponerse y para enfrentarse, sino que también debe ofrecer razones y alicientes para vivir de otro modo, detectando y dilatando intersticios donde hacer prosperar espacios de libertad y de igualdad. No para “reformar” el sistema, sino para “disolverlo” por placas, creando focos de resistencias y de ofensivas desde donde poder desafiarlo y hostigarlo permanentemente.
Ahora bien, el acento puesto sobre el presente no quita que la actividad de esos colectivos siga teniendo claras finalidades revolucionarias de carácter global. En efecto, se trata, ahora como antes, de luchar contra el sistema, de socavar sus fundamentos, de movilizarse, de enfrentarse a los desahucios, a las movidas fascistas o racistas, a los cierres de empresas, a los recortes, se trata de participar en todos los movimientos de protesta y de fomentar su radicalización.
Todo eso forma parte de las municiones que usan los actuales colectivos para colapsar el sistema, pero sin descuidar, en ningún momento, la necesidad de construir la revolución en el presente, y de anclarla en la actualidad. Se hace buena de esa forma la ya antigua, pero no por ello menos acertada, afirmación de Gustav Landauer cuando declaraba que “la anarquía no es una cuestión del futuro sino del presente”.
Obviamente, los nuevos colectivos libertarios no tienen por que presentar todas las características que he mencionado. Sin embargo, allí donde nace uno de esos colectivos, esas características, o bien aparecen de inmediato, en todo o en parte, o bien no tardan mucho tiempo en hacerlo.
El hecho de que, de forma aparentemente “espontánea” e “inconexa”, sin directrices, ni planificación, ni consignas, esos colectivos presenten finalmente tantos rasgos comunes, indica probablemente que son las actuales condiciones de vida, y los actuales dispositivos de dominación, los que suscitan, por reacción, su aparición.
Ya lo he dicho antes, es obvio que el actual resurgir del anarquismo no es casual, como tampoco es casual la forma que toma ese resurgir. Sin duda, los factores involucrados en ese acontecer son múltiples, y, ciertamente, como también lo mencionaba, un elemento decisivo reside en la exacta contraposición entre sus propias características y los rasgos más lesivos del sistema.
Aún así, destacaré dos factores que desempeñan un importante papel en ese resurgir.
El primero, que es de tipo sociotécnico, y que consiste en la expansión de las Nuevas Tecnologías de la Información y de la Comunicación, merecería un desarrollo extenso, pero me limitaré aquí a recordar que, al lado de sus innegables efectos liberticidas, esas tecnologías posibilitan una serie de fenómenos sociales que prescinden de estructuras jerarquizadas y que favorecen los procesos de autoorganización.
Asimismo, esas tecnologías han propiciado una comunicación instantánea y fluida de “todas hacia todas”, en grupos reducidos o en extensas redes, que facilita notablemente la realización de actividades conjuntas, especialmente en pequeños grupos, dotando de una amplísima autonomía tanto sus decisiones como sus acciones.
El segundo factor remite a una de las características más llamativa de los tiempos presentes, como es la expansiva y continua proliferación de los dispositivos de poder por todo el tejido social.
Una característica que, lamentablemente, solo puede ir acentuándose con el paso del tiempo, si no conseguimos torcer el rumbo del sistema.
En efecto, salta a la vista que el poder opera en la sociedad contemporánea con una precisión quirúrgica, cada vez más fina, accediendo a los más ínfimos detalles de nuestra existencia, al tiempo que incrementa, que multiplica, los ámbitos en los que interviene, y al tiempo que diversifica sus procedimientos de intervención. Y todo ello simultáneamente.
No resulta pues nada sorprendente que la toma de conciencia política se origine, cada vez más, en la experiencia del control ejercido sobre nuestra vida cotidiana, y en la percepción de que es nuestra existencia entera la que se encuentra atrapada en las multifacéticas redes del poder.
Se entiende por lo tanto perfectamente que, en la actualidad, la hostilidad frente al poder, y el deseo de combatirlo, se amplifiquen considerablemente en algunos sectores de la población, creando un caldo de cultivo que se revela especialmente fértil para el desarrollo del anarquismo.
En efecto, si partimos de que esa orientación consiste, fundamentalmente, en una voluntad de crítica, de confrontación y de subversión de los dispositivos de dominación en todos los campos, parece lógico que su importancia política, y su actualidad, vayan creciendo a medida que aumenta la importancia y la sofisticación de las relaciones de poder en la vida cotidiana, y en el conjunto de la sociedad.
Bien, volviendo ahora a las características del actual movimiento anarquista, es obvio que ese movimiento es variopinto y que se presenta como un conjunto inconexo, fragmentado, polimorfo, inestable y fluido.
Podemos celebrarlo o lamentarlo, pero está claro que esa fragmentación, y esa inestable fluidez se corresponden bastante bien, encajan bastante bien, con las características de la realidad en la que este se inserta, y con la naturaleza de los dispositivos de poder a los que se enfrenta. Y es, precisamente, porque encaja en la realidad actual, y porque lucha contra las formas que adopta la dominación en el periodo actual, por lo cual el actual movimiento anarquista arraiga y se expande como lo está haciendo.
Las redes que surgen de forma autónoma, que se autoorganizan, que se hacen y se deshacen en función de las exigencias del momento, constituyen probablemente la forma organizativa que prevalecerá en el futuro, y que ya muestra su eficacia en el momento actual.
Está claro que los elementos que empiezan a vertebrar nuestro entorno también posibilitan una nueva organización de los espacios de la disidencia, y todo indica que la realidad actual, que se está volviendo, literalmente, “movediza” y “líquida”, exige modelos organizativos mucho más flexibles, más fluidos, orientados por simples propósitos de coordinación para realizar tareas concretas y específicas.
La tentación de romper esa fluidez que dibuja una modalidad organizativa reticular y viral, conduciría, muy probablemente, el movimiento anarquista hacia una nueva eclipse.
Entiendo perfectamente que ese carácter variopinto y fragmentado pueda crear cierto desasosiego entre quienes achacan a esa dispersión y a esa fragmentación la dificultad para dotar el anarquismo con una mayor capacidad de incidencia.
Desde hace algún tiempo la exigencia de un “anarquismo organizado” está siendo sistemáticamente propagada en los medios libertarios. Sin embargo, no existe en realidad un anarquismo organizado, por un lado, y otro, que no lo sea, por otro lado. Es obvio que siempre hay que organizarse, y que el desarrollo de cualquier actividad colectiva lo exige, aunque sólo sea para realizar un debate.
Por lo tanto, la cuestión no es si hay que organizarse o no, la cuestión es ¿cómo organizarse? Y la respuesta es que, para saber cómo organizarnos, hay que saber ¿para qué nos queremos organizar? Eso es lo que condiciona y lo que determina la forma organizativa que conviene adoptar.
Frente al modelo tradicional, basado en amplias perspectivas estratégicas, que pugna por construir organizaciones tan grandes, tan duraderas, y tan potentes como sea posible, afin de sostener enfrentamientos globales, y aguantar prolongadas guerras de trincheras, el nuevo imaginario sustituye los planteamientos estratégicos por perspectivas simplemente tácticas, y se decanta más bien por la fluidez de una guerra de guerrillas, donde las pesadas y grandes organizaciones constituyen generalmente un lastre en lugar de una ayuda.
Aunque pienso que el modelo tradicional encaja bastante mal con las actuales condiciones sociales, y, peor aún, con las que nos deparará el inmediato futuro, es cierto que ambas modalidades presentan, cada una de ellas, luces y sombras.
De hecho, mi convencimiento es que la cuestión de la organización debe ser repensada y resignificada, al estilo de lo que ha ocurrido con el concepto de revolución. No para propugnar la ausencia, o la inutilidad, de la organización, ya lo he dicho, sino para renovar su concepto, sus formas y sus prácticas.
Ahora bien, si queremos avanzar en esa tarea, y explorar cual es la forma de organización más adecuada al momento actual de las luchas, y a las características del terreno en el que estas se insertan, hay que dejar de alimentar la engañosa ilusión de que las dificultades que padecen las luchas actuales se deben, principalmente, a la ausencia de una gran organización libertaria, y que esas dificultades desaparecerán tan pronto como esa organización vea la luz.
Me quedaría mucho más tranquilo si los esfuerzos de quienes anhelan una gran organización anarquista se dirigiesen a desarrollarla, a construirla, ganando nuevos espacios y nueva militancia, en lugar de echar mano de lo ya existente, del anarquismo actualmente activo, para reestructurarlo, con el posible riesgo de entorpecer, o incluso de destruir, ese anarquismo que ha proliferado sin necesitar para nada una fuerte organización al estilo clásico.
He dedicado, quizás, un tiempo excesivo a la cuestión de la organización, pero es que ese tema, que va acompañado, a veces, de la exhortación a potenciar un poder popular, y a “empoderar” el pueblo, me hace temer que volvamos a caer en viejos errores que la efervescente explosión libertaria de los años sesenta parecía haber ayudado a superar.
Así que ahí lo dejo, y, ya para ir concluyendo, quisiera centrarme durante unos pocos minutos sobre esa idea de que “el anarquismo es movimiento”, y quiero hacerlo porque otra de las razones de su actual resurgir es que, a diferencia de otras corrientes, este ha sabido renovarse, por lo menos en parte.
En la medida en que el tejido social es un objeto “sociohistórico”, lo lógico es que este cambie, que se mueva, y que se vayan dibujando, por lo tanto, nuevas condiciones, nuevos escenarios, que exigen, a su vez, nuevas maneras de afrontarlos.
La sociedad se mueve, eso es incuestionable, y ese mismo movimiento hace que los elementos que la componen tengan que moverse a su vez para no quedar desfasados, y para no perder toda su vigencia, hasta convertirse finalmente en meros objetos de museo.
El anarquismo no deroga, en absoluto, a esa regla, él también “debe moverse” si pretende seguir desempeñando un papel que no sea, simplemente, el de ocupar un lugar en el venerable baúl de los recuerdos. La disyuntiva entre cambiar, o bien periclitar, es propia de todos los objetos sociales, incluido el anarquismo.
Sin embargo, en su caso hay un factor añadido que torna aun más acuciante esa exigencia de transformación, y es que, por razones de principio, y no por el solo hecho de ser un fenómeno social, el anarquismo se halla en la estricta imposibilidad de no ser cambiante, lo repito: la estricta imposibilidad de no ser cambiante.
Intentaré dar cuenta, muy rápidamente, de las razones de esa imposibilidad.
Está claro que, en tanto que se trata de elaboraciones intelectivas, las ideas, una vez que han sido articuladas y enunciadas pueden permanecer para siempre, almacenadas en el patrimonio cultural de la humanidad bajo la forma misma en la que fueron formuladas, aunque pueda variar su lectura.
Sin embargo, la acción, las practicas, requieren un determinado contexto donde poder desplegarse. Se sitúan en el terreno de lo concreto, y el lugar en el que se plasman es en el seno del tejido social realmente existente. Un tejido social que, repito, es necesariamente cambiante en el transcurso del tiempo histórico.
Si nos fijamos, resulta, pues, que las ideas pueden, eventualmente, permanecer en su expresión original, pero que, por su parte, la acción está compelida a cambiar cuando cambia el medio concreto en el que esta se inserta.
Se trata de un principio general que resulta bastante fácil de entender, pero, ¿qué pasa cuando la idea y la acción se fusionan en un todo indisoluble, en un todo indesligable? ¿Qué ocurre cuando la idea tiene tanto un origen como un valor práctico, cuando la idea nace de la acción y revierte sobre la acción, realizando esa peculiar simbiosis entre teoría y practica que es propia y distintiva del anarquismo, como lo proclamaron con insistencia tanto Proudhon como Bakunin, entre otros?
Pues, sencillamente, lo que ocurre cuando acontece esa fusión, es que la idea ya no puede permanecer inmóvil, fija y estática, porque una parte de lo que la constituye, es decir, una parte de ella misma, (que no es otra que la práctica) cambia necesariamente.
Eso significa, simplemente, pero inevitablemente, que el anarquismo es intrínsecamente cambiante, que se mueve porque el movimiento está inscrito en su propia forma de ser, y eso es así a partir del instante en que esa forma de ser se configura en base a la fusión, a la simbiosis, entre la idea y la acción.
Una de las consecuencias que se desprenden de ese hecho es que, por lo tanto, no se puede inmovilizar el anarquismo sin destruirlo.
Y, otra consecuencia es que no puede haber anarquismo que sea puramente contemplativo o teórico. Este debe estar, necesariamente, inmerso en las practicas que lo configuran, y que no son otras, en buena medida, que las que se desarrollan en las luchas contra la dominación.
Si el anarquismo no cambia, entonces se extingue, porque al no cambiar también deja de poder luchar contra unos dispositivos de dominación que al ser, ellos mismos, históricamente cambiantes exigen que cambie aquello que les resiste. y que se les opone.
No nos engañemos, la única posibilidad de mantenerlo inmutable, fijo e inalterado, consistiría en escindir la idea y la acción, en apartarlo de las cambiantes luchas contra la dominación. Pero entonces, también se le apartaría de su propia razón de ser, y, por lo tanto, dejaría de ser anarquismo.
Esa es la insalvable aporía de la inmutabilidad del anarquismo, y esa es la tremenda contradicción en la que caen quienes se esfuerzan por mantenerlo inalterado.
Quisiera concluir ahora en un tono más mesurado que el que he mantenido hasta aquí.
En primer lugar, cuidado, relativicemos, no estoy del todo loco ni estoy delirando. Cuando hablo de un “potente resurgir”, tan solo lo hago en referencia a la pésima situación del anarquismo en épocas recientes, pero, obviamente, no se pueden echar las campanas al vuelo, ese resurgir solo se manifiesta en una parte totalmente insignificante de una población que pesa muy poco al lado de los más de 7.000 millones de seres humanos que habitamos el planeta.
En segundo lugar, contra la tentación de glosar en exceso las virtudes del anarquismo me gustaría retomar aquí, muy rápidamente, lo que ya escribí hace tiempo.
Decía entonces:
“Debemos admitir que nada resulta más sencillo que cuestionar la coherencia racional del anarquismo y evidenciar sus deficiencias.»
Ahora bien, preguntaba, “¿Eso nos debería entristecer?”, y contestaba:
«¡Sí!, ¡Claro!, Sin ninguna duda, eso nos debería entristecer… si participamos de esa voluntad de poder que se oculta en el deseo de disponer de un sistema de pensamiento sin fallos, garantizado contra toda critica, acerado como una espada dialéctica, y robusto como un escudo que nos preservaría de cualquier incertidumbre.
¡No!, ¡Por supuesto! no nos debería entristecer lo más mínimo,… si admitimos, de una vez por todas, que el anarquismo es borroso, inseguro, siempre provisional, tensado por contradicciones más o menos obvias, mudo sobre un conjunto de cuestiones importantes, plagado de afirmaciones erróneas, anclado en gran número de esquemas trasnochados, impregnado de toda la fragilidad y de toda la riqueza de lo que no pretende sobrepasar la simple finitud humana.
Reconocer la extrema fragilidad del anarquismo es demostrar quizá una mayor sensibilidad anarquista que empeñarse en negarla o que admitirla a regañadientes. Es, precisamente, porque es imperfecto por lo que el anarquismo se sitúa a la altura de lo que pretende ser. Pero alegrarse de su fragilidad no conlleva, en absoluto, una invitación a la mera complacencia. El anarquismo no se situaría tampoco a la altura de lo que pretende ser, si no dirigiese hacia sí mismo la más implacable y la más irreverente de las miradas críticas, una mirada crítica que resulta del todo indispensable para propiciar su necesaria transformación.”
Compañeras y compañeros, ciertamente, el anarquismo es intrínsecamente cambiante, pero, no lo dudéis, la única forma de que no obstaculicemos su transformación consiste en cultivar y en ejercer esa implacable mirada crítica.
En ello radica la imprescindible condición para que se siga manteniendo la actualidad del anarquismo, o, lo que es lo mismo, su vigencia en la actualidad, y para que “el patito feo” siga sembrando rebeldías.
Charla/Debate con Carlos Taibo: Actualidad del anarquismo.
FL de Barcelona, 8 de Mayo 2015
Tomás Ibañez
Extraordinario artículo. Estoy de acuerdo con cuanto en él se expone.
Salud.