Algunas anotaciones sobre supersticiosos, neuróticos, magos y rufianes

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Yo no sé si es cierto que, como opina Espinosa, la causa de la superstición es que «nosotros estamos por naturaleza constituidos de tal forma que creemos fácilmente las cosas que esperamos y difícilmente, en cambio, las que tememos, y que las valoramos más o menos de lo justo». Pero lo que no entiendo es cómo es posible que habiendo comprobado la humanidad, durante tanto tiempo y de forma tan insistente, que basta con desear que suceda algo para que no suceda, o que no ocurra algo para que ocurra, y más aún si el deseo se acompaña de ese conjunto de prácticas características de la superstición, no entiendo -digo- cómo es posible que todavía no hayamos caído en la cuenta de que es preciso abandonar la superstición con carácter urgente: porque, a lo que se ve, ser supersticioso trae mala suerte. Y con esto me viene a la memoria aquello que decía Mark Twain respecto a la relación (supersticiosa, claro está) entre levantarse temprano y ser favorecidos por la ayuda de Dios: «No os dejéis engañar por este absurdo dicho -aconseja Twain-. Conocí a un tipo que lo intentó. Se levantó al alba y un caballo le dio un mordisco».

Ahora bien, no parece que ni él ni yo (ni tantos otros) nos hallemos en camino de acabar con creencia y práctica tan arraigada en el ser humano. Quién sabe si no tendrá razón Goethe cuando sospecha que la superstición forma parte de la naturaleza y la esencia del hombre. Al fin y al cabo, se trata de algo (no lo olvidemos) que también puede detectarse en el comportamiento animal. Etólogos (como Lorenz) pudieron observarlo, y psicólogos (como Skinner) han sido capaces de generar experimentalmente (por condicionamiento operante) conductas supersticiosas en animales, de hacerlos, en sentido estricto, supersticiosos. El mecanismo por el que se consolida la superstición no resulta muy complejo ni muy difícil de entender, sino todo lo contrario: es de una pasmosa sencillez. Siempre que un conjunto de actos, por lo demás perfectamente inútiles e innecesarios al fin propuesto, se ven coronados por el éxito, es decir, van seguidos de un premio, el animal tiende a repetirlos. Sin embargo, es preciso matizar (creo yo) que la conducta del animal no puede ser considerada como supersticiosa mientras está sometido al programa de entrenamiento, porque, después de todo, es cierto que sólo recibe la recompensa (por ejemplo, comida) si hace aquello en lo que posteriormente consistirá la superstición (por ejemplo, girar 360º sobre sí mismo). Lo que sucede (y ésta es justamente la superstición) es que acabará por asociar hasta tal punto la conducta con el premio (digamos, el giro con la comida), que termina por creer que, en cualquier circunstancia, y, por supuesto, con independencia ya del propio experimento, es suficiente con llevar a cabo la conducta para obtener comida, e incluso que ésta nunca puede conseguirse al margen de tal conducta, que, ahora sí y con toda propiedad, ha de ser calificada como supersticiosa.

Es posible que esos mismos mecanismos sean los que expliquen la génesis de la superstición en el caso del ser humano; y ello tanto en las supersticiones positivas (propiciar que suceda lo deseado) como en las negativas (evitar que ocurra lo que no se desea). Dedicados durante un cierto tiempo a suplicar a Nuestra Señora la Virgen o su Divino Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, que llueva, es obvio que en algún momento lloverá. Y si apostados a los pies del lecho de un moribundo, entregados a la tarea de recitar fórmulas mágicas o llevar a cabo misteriosas ceremonias, todo ello con el objeto de disuadir a las fuerzas de ultratumba en su empeño por arrebatar aquella vida, es claro que alguno de ellos curará. La asociación entre ambos hechos (la práctica llevada a cabo y el desenlace final); asociación (no hace falta decirlo) completamente falaz, se encargará de hacer el resto: generar una falsa relación de causa y efecto entre ambos hechos, en la que consiste, justamente, la creencia y la práctica supersticiosas, es decir, la superstición. Se trata, por decirlo de otro modo, de interpretar lo que no es sino casualidad como auténtica causalidad. Pero con ser esto cierto, a saber, que la superstición consiste en la creencia errónea en una relación causa y efecto, no es suficiente, con todo, para que podamos considerar nítidamente definida la cuestión que nos ocupa: es preciso, además, que la causa (un ser, una práctica, una fórmula, un objeto…) la consideremos investida y portadora de facultades y poderes extraordinarios o sobrenaturales. Me parece, pues, que podríamos definir la superstición diciendo que consiste en una creencia falsa, según la cual entre dos determinados fenómenos se da una relación de causa y efecto, pero que se da sólo (y por ninguna otra razón) porque la causa posee facultades más allá de lo ordinario y natural, siendo capaz, por tanto, de propiciar acontecimientos que se sustraen al ámbito de lo normal.

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Resulta obvio que, así entendida, la superstición tiene mucho que ver con el pensamiento mágico. Se trataría de un conjunto de prácticas y creencias que entran a formar parte, por derecho propio, del universo de la mágica, si es que no son (superstición y magia) una y la misma cosa: toda superstición persigue, al igual que la magia, un objetivo práctico, que vendrá dado por un conducto al margen del discurrir normal de los acontecimientos; y, al mismo tiempo, la magia fundamenta su supuesta efectividad en la creencia (supersticiosa, desde luego) de que es posible una acción propiciada por causas de carácter sobrenatural o paranormal.

Se comprende, así, que, con harta frecuencia, las leyes que gobiernan el pensamiento del supersticioso sean las mismas que aquéllas en las que, como nos ha enseñado Frazer, descansa el pensamiento mágico, a saber: la ley de semejanza, en virtud de la cual se cree que lo semejante influye sobre lo semejante, con lo que sería suficiente con imitar algo para que suceda; y la ley de contacto o contagio, que establece que dos cosas que una vez estuvieron en contacto continúan influyéndose mutuamente; leyes igualmente eficaces tanto para conseguir lo que se desea como para evitar lo no deseado, o, por decirlo con A. van Gennep, igualmente eficaces tanto en los ritos positivos como en los negativos. En los primeros, es preciso hacer algo para que suceda: en los segundos, no hacerlo, evitarlo, para que no ocurra, de aquí que los ritos negativos tomen, por lo general, la forma de prohibiciones, de tabú.

Si una mujer, por ejemplo, desea evitar la muerte de su hijo, puede actuar como si esa muerte, en efecto, ya se hubiese producido: le llorará, celebrará sus funerales y guardará luto por él. Como su muerte ya ha tenido lugar, no cabe pensar que vuelva a suceder; luego vivirá. He ahí una hermosa ceremonia mágica practicada por algún pueblo primitivo, de la que (si la memoria no me engaña) nos informa el mismo Frazer. Y es curioso señalar que en Asturias se puede detectar la existencia de una ceremonia no menos hermosa y que, buscando propiciar idéntico objetivo (garantizar la supervivencia del hijo), se constituye, sin embargo, mediante un conjunto de actos formalmente inversos. Se trata de una especie de bautismo prenatalicio, que todavía a finales del siglo XIX se practicaba en algunas comarcas de Asturias: la mujer embarazada, para garantizar que el embarazo llegase a buen término y el niño sobreviviera, en la medianoche del último sábado de un mes se encaminaba hacia un puente (o un cruce de caminos) y con la ayuda del primero que pasase, que oficiaba (supongo) de improvisado presbítero, celebraba el bautizo del niño, sin olvidar el darle nombre.

También en Asturias se creía que si se colocaba una llave sobre el vientre de la embarazada se facilitaría el parto; o, por el contrario, si estando embarazada hacia algo que tuviese que ver con nudos, incluso el cruzar las piernas, se corría el peligro de que en el cordón umbilical se formase un nudo y el niño muriese. En ambas prácticas es fácil ver actuando la ley de semejanza, tanto en sentido positivo como negativo.

En cuanto a la ley de contacto o contagio, vale decir que es seguramente el fundamento último (y, desde luego, el principal) de la llamada «magia negra», como es el caso del vudú, en el que se piensa que la posesión de un mechón de cabello, unos recortes de uña o una prenda perteneciente a un individuo (y que, por consiguiente, ha estado en contacto con su cuerpo), nos otorgará un poder ilimitado sobre él, incluido el provocar su muerte. Mas también se halla presente en múltiples supersticiones populares. Una vez más, en Asturias se solía quemar o enterrar la placenta, porque se creía que, de comerla un animal, la mala suerte o la desgracia acecharían a la madre o al niño.

Nacimiento, pubertad, matrimonio, muerte, momentos todos ellos decisivos en la existencia del individuo (ritos de paso, según la famosa expresión de A. van Gennep), mas también el trabajo, la cosecha, la vida diaria y cotidiana…, son acontecimientos que en algún momento han estado gobernados por la superstición y el pensamiento mágico. Y así es como continúa razonando el supersticioso. He sugerido que el origen de la superstición se encuentra en la asociación fortuita o casual entre una acción y una consecuencia deseada o temida que, de forma completamente azarosa, sigue a aquélla. Faltaría añadir que, en ocasiones, puesta la acción, la consecuencia se produce por puro efecto placebo, siempre que éste pueda mostrarse eficaz, naturalmente: por efecto placebo se puede curar o enfermar de según qué dolencia, pero no conseguir que llueva, pongamos por caso. Otras veces, es cierto que la práctica supersticiosa resulta efectiva (como colocar una llave fría sobre el párpado para evitar que brote un orzuelo), pero en esos casos tal efectividad proviene o bien de la sugestión (de nuevo el efecto placebo) o bien de causas enteramente naturales (es sabido que el frío tiene la capacidad de impedir o aminorar la inflamación). Y todo ello viene a reforzar la creencia del supersticioso, manteniéndolo víctima y prisionero de lo irracional; sumiéndolo, también, no pocas veces, en un estado de angustia y estrés profundamente doloroso. El caso límite lo encontramos en las compulsiones del neurótico (también en algunas personalidades histéricas). El neurótico obsesivo-compulsivo, como ya vio Freud, tiene un pensamiento de carácter básicamente mágico, y sus compulsiones son siempre prácticas supersticiosas. Cierto que sabe que sus obsesiones son absurdas (lo que le aleja del delirio psicótico), y lo mismo los actos compulsivos a los que aquéllas le impelen, pese a lo cual es incapaz de librarse de los unos y las otras. Es verdad que en algunos casos el supersticioso cree a pies juntillas en el contenido de su superstición (algo en lo que, sin duda, tiene mucho que ver el nivel socio-cultural del individuo y el del medio en el que se desenvuelve); pero también lo es que otras veces reconoce su superstición como ridícula y carente del menor fundamento, sin que eso le ayude a romper las cadenas que le atan a ella, porque desde el momento en que lo intenta, hace su aparición la angustia, que sólo puede ser acallada (al menos momentáneamente) por medio del ceremonial supersticioso (lo mismo que el neurótico compulsivo). Creo, por tanto, que todo esto autoriza a suponer que si en todo neurótico obsesivo-compulsivo habita un supersticioso, en todo supersticioso actúa, o al menos duerme, un neurótico. Y, tal vez, si todavía no actúa, si sólo duerme, el mejor remedio para evitar que despierte es un curso acelerado de lógica.

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No es, pues, la superstición (tampoco el pensamiento mágico) enfermedad que afecte tan sólo a pueblos primitivos o poco desarrollados, pueblos que desconocen las distintas ciencias y la filosofía (aunque tal vez a ellos en mayor medida); también nuestras sociedades complejas y desarrolladas, en las que los conocimientos científicos y tecnológicos han alcanzado unos niveles sorprendentes, son víctimas del mismo mal, y al lado de la consulta del médico o del laboratorio del físico se puede ver el gabinete del sanador o el taller del vidente; y no siempre tan nítidamente separados como pudiera pensarse: químicos hay que creen en la existencia del elixir de la vida eterna, como neurólogos convencidos de la existencia de neuronas que nos permiten conectar con la divinidad.

Y el supersticioso, ahora como cliente de estos profesionales de lo oculto, se convierte en víctima o empresario que subvenciona la actividad de aquellos. Borracho de destilados paranormales y sobrenaturales, ni advierte el engaño ni le hace frente. Como observa Voltaire: «El supersticioso es al bribón lo que el esclavo al tirano». ¿Acaso es tan difícil ver lo incongruente que resulta que a alguien que dice estar adivinando tu futuro le hayan desvalijado tres veces la casa? ¿Y cómo es posible que haya quien diga que puede adivinarte el futuro y, al mismo tiempo, proporcionarte un amuleto para que tengas buena suerte? Observemos que el pensamiento supersticioso, lo mismo que el pensamiento mágico, son incompatibles con la idea de que el futuro esté determinado, porque en ese caso no podrían aspirar a influir sobre él. El supersticioso no cree que el futuro se halle determinado, sino que puede inclinarlo a su favor. Se trata de cosas muy distintas: porque si está determinado, no puede dirigirlo hacia su propio beneficio, y si cree poder hacerlo (y lo cree), entonces es que no está determinado. Mas he aquí que al perito de lo paranormal tanto le da hacer lo uno como lo otro: a éste le adivina el futuro y al siguiente en la consulta le proporciona un remedio infalible para aprobar unas oposiciones o para que le toque la lotería; y al parecer ni siquiera importa que la tal consulta consista en un tenderete colocado en plena calle y sin que él, mago insigne, disponga del dinero suficiente para cenar y dormir esa noche. Hace ricos a los demás como manifestación de su profundo altruismo, pero él prefiere una vida austera, más adecuada a la concentración espiritual y al trato con lo extraño. ¿Tanto cuesta caer en la cuenta de que por lo menos una de las dos veces nos está engañando? Si cree poder adivinar nuestro futuro, es porque éste se halla determinado, y si se halla determinado, nos engaña cuando afirma poder inclinarlo a nuestro favor; y si cree poder inclinarlo a nuestro favor, es porque no está determinado, y si no está determinado, entonces nos engaña cuando afirma poder adivinarlo. Pero no se tome lo que acabo de decir como una disquisición que yo haga en serio (de sobra sé que nos engaña en ambos casos, a menos que nos hallemos ante un enfermo mental, que también los hay): se trata de un simple ejercicio de lógica elemental, porque, ¿se me permitirá que diga que la única esperanza para el supersticioso se encuentra en la lógica y en la filosofía? Sólo así podrá curarse y algún día decir con Cicerón que: «me importan una higa los augurios de los marsos, los agoreros de aldea, los astrólogos circenses, los adivinos de Isis, los intérpretes de sueños». ¿Me atreveré, por mi parte, añadir que incluido Freud?

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Y llegado a este punto, tengo que decir que yo no sé si tales creencias supersticiosas forman o no parte de la propia naturaleza humana, como dice Goethe, pero de lo que sí estoy seguro es de que se equivoca cuando afirma que: «La superstición es la poesía de la vida; de ahí que al poeta -atestigua- no le sienta mal ser supersticioso». Ignoro lo que le sienta bien o mal al poeta (aunque presiento que lo único que le sienta bien es ser buen poeta), pero, desde luego, me hallo firmemente persuadido de que la poesía de la vida ha de ser buscada (y acaso hallada) en otra parte: la superstición, por el contrario (en lo que a mí se me alcanza) es una de nuestras más insidiosas y perniciosas lacras. Supongo que las que se han ido apuntando, en modo alguno pueden ser consideradas lacras menores: el sufrimiento que, no pocas veces, le inflige al supersticioso su superstición, y la esclavitud a la que le somete, así como el abuso y aprovechamiento de que le hacen objeto algunos farsantes y rufianes, no me parece a mí que pueda ser visto todo ello como un conjunto de minucias intrascendentes, sino, al contrario, como argumentos muy sólidos para apoyar la idea de que la superstición puede ser cualquier cosa menos la poesía de la vida. Mas, si así se desea, aún es posible aportar alguna perspectiva novedosa al asunto. ¿Hay alguien capaz de percibir la poesía que subyace al hecho de que una madre destroce las entrañas de su hija adolescente al suponerla embarazada por el Diablo? ¿O que tantas desdichadas fueran torturadas hasta la muerte para expulsar de sus cuerpos el demonio que las poseía, tal como sucedió en la caza de brujas de la Europa moderna? Ahora bien, cualquiera que se halle medianamente informado, sabe perfectamente que éstos no son más que un par de ejemplos de los múltiples horrores y atrocidades que podríamos traer aquí a colación, causados, todos ellos, por creencias meramente supersticiosas.

Y, por cierto, que esto nos aboca a otro ámbito importantísimo en el que también opera la superstición. Me refiero al de las religiones. Las relaciones entre el pensamiento supersticioso y la religión serían merecedoras por sí mismas de un tratamiento singular y pormenorizado. Mas no ya porque pudiéramos pensar (y yo, al menos, así lo pienso) que toda religión se reduce, en último término, a un conjunto de creencias y prácticas de carácter supersticioso, sino también (lo que acaso es más importante) por la dialéctica misma que la superstición imprime en la evolución de las distintas formas de religiosidad y en sus relaciones e interacciones mutuas. ¿Acaso no es cierto que toda nueva forma de religión se constituye previa descalificación de las demás como formaciones supersticiosas? Las grandes religiones monoteístas (terciarias, por decirlo con Gustavo Bueno) surgen, entre otras cosas, de la crítica al delirio mitológico propio de las religiones politeístas (secundarias) en tanto que delirio supersticioso; y dentro ya de las religiones de un único Dios, los musulmanes acusarán de supersticiosos a los cristianos, los protestantes a los católicos, etc. Y si el asunto quedase en una mera disquisición de carácter teológico, pase (como suele decirse, con su pan se lo coman), pero lo grave es que, con no poca frecuencia, la superstición engendra (como bien supo Voltaire) la persecución y el fanatismo, y ello tanto dentro de una misma religión como en las relaciones con las otras: «El supersticioso -escribe Voltaire- es su propio verdugo: lo es también de cualquiera que no piense como él (…) el supersticioso se convierte en fanático y entonces, llevado por su celo, es capaz de todos los crímenes en nombre del Señor». Y acaso más expresivas resulten todavía las siguientes palabras del ilustrado francés: «El supersticioso se deja gobernar por el fanático y acaba por serlo también. La superstición nació en el paganismo -asevera Voltaire-, la adoptó el judaísmo e infectó la Iglesia cristiana de los primitivos tiempos. Todos los Padres de la Iglesia, sin excepción alguna, creyeron en el poder de la magia. La Iglesia condenó siempre la magia, pero creyó en ella, y no excomulgó a los hechiceros como locos que se equivocaban, sino como hombres que tenían trato real con el Diablo».

Así, pues, tanto si se la examina en su dimensión individual como en su dimensión colectiva, tanto si se la ve operando en el ámbito de lo cotidiano como en la esfera de la religiosidad, es la superstición una de nuestras mayores desgracias. Y fijémonos que en todos esos dominios en los que opera existe algo común y permanente: la referencia a lo sobrenatural. Por eso, seguramente, quien mejor ha definido la superstición con menos palabras ha sido Teofrasto, que da de lleno en el blanco cuando afirma que: «la superstición parece ser un amedrentamiento respecto a lo sobrenatural».

No consiguió curar al supersticioso Voltaire. Tampoco Feijoo. Mucho menos podría hacerlo yo. Me permito, no obstante, sugerir al prisionero de la superstición dos remedios. Uno, que piense que no existe lo sobrenatural, que lo que existe es siempre natural, prosaica o maravillosamente natural, según los casos, pero natural siempre, por lo que la única posibilidad de influir en el futuro (si es que alguna nos es dada) es la puesta en acción de causas perfectamente naturales, que son las únicas que hay. Y dos, que haga cuenta del número de veces que el ejercicio de una práctica supersticiosa no ha producido el menor resultado, y a veces, incluso, ha tenido como efecto lo contrario de lo que se deseaba, para que de ese modo comprenda (como decía yo al principio) que no se debe ser supersticioso: porque ser supersticioso da mala suerte.

Alfonso Fernández Tresguerres

Alfonso Fernández Tresguerres. Mieres, España 1957. Cursa los estudios de Licenciatura en Salamanca y es Doctor en Filosofía por la Universidad de Oviedo. Profesor de Filosofía, trabaja en Oviedo. Es autor de Los dioses olvidados. Caza, toros y filosofía de la religión (Pentalfa 1993), El signo de Caín. Agresión y naturaleza humana (Eikasia 2003), Alfa y Omega. Nacer y morir en Asturias (Eikasia 2006), Satán. La otra historia de Dios (Eikasia 2007) –por el que recibió el Premio de la Crítica de Asturias 2007, en la modalidad de ensayo–, Las máscaras de Don Juan. Un ensayo sobre el donjuanismo y el amor (Eikasia 2008), así como de diversos artículos publicados principalmente en El Basilisco y en obras colectivas. En El Catoblepas, donde ha publicado también otros escritos, mantiene la sección Guía de perplejos, desde el primer número de la revista.

[Este artículo fue publicado originalmente en El Catoblepas, número 21, noviembre de 2003. Se reproduce con la debida autorización del autor].

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