COSTA-GAVRAS

Costa-Gavras, la mirada crítica irreductible

Konstantino Costa-Gavras, nacido en Atenas en 1933, es a sus más de 90 años todavía un referente activo del cine político en un ámbito el del noveno arte donde, desgraciadamente, no prolifera la profundidad filosófica y moral. Un ejemplo de ello es su más reciente película, la notable El último suspiro (Le dernier souffle, 2024), todavía en la cartelera española cuando escribo estas líneas, por lo que merece la pena hacer un repaso a su filmografía, al menos de la más abiertamente política, y dar a conocer su valiosa obra al público más joven. El debut de Costa como realizador de largometrajes se produjo con el policíaco Los raíles del crimen (Compartiment tueurs, 1965), que él mismo adaptó de la novela de Sébastien Japrisot, que le había fascinado; se trata de un perfecto ejemplo del llamado género polar (policíaco francés), historia en la que nada es lo que parece, y donde ya se vislumbra algún asomo de denuncia política.

Pero, será en su posterior obra donde veremos cómo aborda Costa cuestiones abiertamente políticas, en Sobra un hombre (1 homme de trop, 1967) un grupo de maquis logra liberar a doce condenados a muerte en la Francia ocupada de 1943, pero sospechan una vez libres que entre ellos se encuentra un traidor; el propio director explicó el fracaso comercial de esta película debido al mito vigente de la resistencia francesa unida. Con Z (1969), el título alude a la primera letra de un verbo griego, cuyo significado es vive), Costa logra uno de sus mejores trabajos; con guion del escritor Jorge Semprún, se narra el asesinato del político griego Grigoris Lambrakis en 1963, encubierto como un accidente de circulación, a manos de la extrema derecha y que fue el origen de la llamada Dictadura de los Coroneles. Tomando como modelo el cine negro americano, Costa logra una obra de magnífica factura, muy eficaz en su denuncia del abuso de poder y la manipulación de la justicia, y con un amplio y eficaz reparto encabezado por un Yves Montand, que se convertirá en uno de los actores más característicos del director. El estreno de Z coincidió con las protestas revolucionarias de Mayo de 1968 en Francia, lo cual favoreció su éxito y puede considerarse un punto de partida para el cine político, tan en boga en la siguiente década.

De 1970 es La confesión (L’aveu), de nuevo escrita por Semprún, que adaptaba la historia personal del intelectual Artur London, víctima del autoritarismo en Checoslovaquia, algo que recogió en un libro en 1968 de forma casi paralela a la invasión soviética del país. Costa decide focalizar la denuncia esta vez en la órbita comunista, lo cual le granjeó no pocas críticas por parte de cierta izquierda con una visión sesgada de la defensa de los derechos humanos, y sitúa su película en 1952, cuando el protagonista ocupaba un cargo político y es acusado de espionaje a favor de Estados Unidos, siendo torturado hasta lograr la confesión del título, pero obviamente también alude a situaciones de la Checoslovaquia del momento de ser rodada. Estado de sitio (État de siège, 1972) es otra obra sobresaliente, escrita por el propio Costa-Gavras junto a Franco Solinas, que a veces se menciona como el colofón de una trilogía formado por Z y La confesión. Esta vez Costa aborda la realidad latinoamericana, situando la acción en el Uruguay inmediatamente anterior a la dictadura iniciada en el golpe de 1973, denunciando la intervención de los Estados Unidos y mostrando cómo se reprimen los movimientos sociales y las fuerzas políticas de izquierda. Se cuenta el secuestro de un funcionario de la Agencia para el Desarrollo Internacional (encarnado, de nuevo, por Yves Montand) a cargo de la guerrilla urbana Tupamaros, que le acusa de estar en realidad al servicio de las fuerzas de seguridad usando técnicas represivas, y cuya retención quiere usar para exigir al gobierno uruguayo la liberación de 150 militantes presos. El personaje de Montand es un trasunto del agente del FBI Dan Mitrione, asesinado en 1970, que había entrenado en técnicas de tortura a policías brasileños y uruguayos; como no podía ser de otra manera, se denuncia las maniobras estadounidenses vulnerando los derechos humanos y apoyando golpes de Estado.

Sección especial (Section spéciale, 1975), coescrita también por Jorge Semprún, tiene de nuevo como escenario la Francia ocupada de 1941, en la que el gobierno de Vichy ha creado la Sección Especial del título para buscar chivos expiatorios cuando la resistencia asesina algún oficial nazi. Se trata de un encomiable retrato, y polémico como no podía ser de otra manera, del servilismo del régimen francés a la ocupación alemana y la corrupción de la justicia. No obstante, la crítica podría extenderse a cualquier razón de Estado que todo lo justifique, creando leyes ad hoc para volver a juzgar a personas disidentes (en este caso, cuatro comunistas y dos judíos elegidos arbitrariamente) y deshacerse de ellos.

Desaparecido (Missing, 1982) es una de los films más conocidos de Costa-Gavras, al ser el primero realizado en Hollywood y por haber obtenido la Palma de Oro en el Festival de Cannes y el Oscar al mejor guion adaptado (sobre el libro de Thomas Hauser), pero cuya calidad ni denuncia no se rebajan en lo más mínimo. Rodada en México, por la imposibilidad de hacerlo en el Chile donde se sitúa la historia, se narra la historia de un periodista estadounidense, Charles Horman, desaparecido tras el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 y la inagotable búsqueda de su mujer y su padre, excelentemente interpretados por Sissy Spacek y Jack Lemmon. De la trama se deduce que Horman es secuestrado y asesinado por haber puesto al descubierto la connivencia de agentes estadounidenses en el golpe de Pinochet; resulta emocionante, y estremecedor, observar cómo evoluciona el personaje de Lemmon, un empresario de Nueva York, un hombre conservador, rígido y obtuso, que confía en primera instancia que le ayude la embajada de su país, hasta comprender que todos esos diplomáticos solo desean defender los intereses de las empresas estadounidenses en Chile. Hoy, es de sobra conocido que la dictadura chilena fue el primer laboratorio experimental para instaurar un neoliberalismo capitalista, que se extendería irremediablemente a partir de la década de los 80.

Hanna K. (1983), de nuevo coescrita por el propio Costa y Franco Solinas, tiene una trama, tristemente también de actualidad, en la que una mujer judía estadounidense de Israel se convierte en abogada defensora de un palestino acusado de terrorismo, que asegura estar tratando de recuperar la posesión de su casa familiar; Hanna, interpretada por Jill Clayburg, descendiente de supervivientes del holocausto, acaba averiguando que dicha vivienda palestina es ahora una atracción turística construida en un asentamiento judío, por lo que recibe presiones del Estado para llegar a un acuerdo argumentando que Israel debe ser defendido, aunque sea a costa de los derechos de los palestinos. Los grupos sionistas presionaron en contra de la distribución de esta película maldita, recibió críticas muy duras en Estados Unidos y tuvo una nula distribución estrenándose en pocos países, por lo que hoy no podemos más que reivindicarla con fuerza. El sendero de la traición (Betrayed, 1988) es un thriller algo estereotipado, pero en absoluto exento de interés, en el que una agente del FBI se infiltra en grupos de extrema derecha a través de un granjero, figura que causa respeto en una zona rural estadounidense conservadora, del que acaba enamorándose; el film comienza con el asesinato de un locutor de radio, inspirado en hechos reales, sobre cuyo cadaver se inscribe ZOG, siglas que aluden a una teoría de la conspiración, que sostiene que los judíos gobiernan el país en la sombra. Se muestra la infiltración de la extrema derecha en todos los ámbitos políticos e institucionales en Estados Unidos.

Con La caja de música (Music Box, 1989), Costa logra otra notable obra, premiada en el Festival de Berlín, que cuenta como un inmigrante húngaro afincado desde hace décadas en Estados Unidos, inquietantemente interpretado por Armin Mueller-Sahl, es acusado de ser un criminal nazi reclamándose la extradición desde su país de origen; su hija, una prestigiosa abogada encarnada por Jessica Lange, decide ocuparse de su defensa plenamente convencida de su inocencia. Lejos de la superficialidad y la sensiblería, se plasma un convincente retrato psicológico y drama judicial, denunciando redes de apoyo a antiguos criminales, con la tensión in crescendo; la duda y la sospecha sobre su padre van cobrando fuerza en la mujer hasta lo que muestra el esclarecedor objeto que da título al film. Después de otros trabajos, en Mad City (1997) Costa vuelve a la abierta denuncia, esta vez centrándose en la manipulación de los medios de comunicación mostrando hasta donde pueden llegar para el tratamiento de una noticia, algo que remite a El gran carnaval (Ace in the Hole, 1951), del gran Billy Wilder; se narra como el vigilante de un museo, después de ser despedido, secuestra casi de modo accidental a un grupo de niños para tratar de recuperar su trabajo, mientras que un reportero en horas bajas decide aprovecharlo para recuperar prestigio. Si el mundo periodístico, hoy ya avanzado el siglo XXI tal vez peor que nunca, queda muy mal parado, no queda mejor la opinión pública mostrándose voluble, irreflexiva y manejable, y tampoco las fuerzas policiales, todos mundos retralimentados ajenos al sufrimiento humano; solo por este retrato, microcosmos de las sociedades “desarrolladas”, merece especial atención este infravalorado film.

Amén (Amen, 2002) fue otra bomba de relojería magnífica dirigida y co-escrita por Costa-Gavras (basada en la obra de teatro El vicario, de Rolf Hochhuth), que denuncia la hipocresía e indiferencia de todos aquellos que conocían los crímenes nazis y no hicieron nada al respecto, incluido en la crítica como reza el título, el papel de la Iglesia y del papa Pío XII; los protagonistas son un miembro de las SS (Kurt Gerstein, personaje real), destinado a la llamada Solución Final y que acabó por denunciar los horrores de las cámaras de gas a los Aliados y al propio Vaticano, y un joven jesuita representante de todos aquellos sacerdotes que sí se opusieron al crimen. A pesar de tener de nuevo una película de Costa críticas dispares, quizá no todas totalmente honestas, se trata de una producción muy solvente, que denuncia el silencio de las autoridades ante el horror y reivindica la resistencia ante él de ciertas personas; no ayudó a quitar polémica al film un valiente cartel donde se fusionaban nada menos que una cruz y una esvástica.

Arcadia (Le couperet, 2005) está basada en una novela negra de Donald Westlake, trata el problema del desempleo y de la despiadada competencia para conseguir un puesto de trabajo. Podemos calificar a este film como thriller satírico con cierto humor negro, ya que el protagonista Bruno (interpretado muy bien por el actor hispano-francés José García), ante la perspectiva del paro como ejecutivo de una compañía papelera, decide nada menos que eliminar físicamente a todos sus competidores. El tono de esta obra no es el habitual en Costa-Gavras, pero funciona bastante bien, llevando al extremo esta vez la problemática social que aborda; asimismo, el suspense, con la información dosificada al público, está muy logrado. El protagonista de Arcadia esta vez es todo un antihéroe, víctima y a la vez verdugo, que logra su propósito, no solo sin oponerse al sistema, sino llevando al paroxismo el medio para lograrlo. Edén al oeste (Eden à l’Ouest, 2009), coescrita por Costa con Jean-Claude Grumberg, al igual que Amén y Arcadia, nos cuenta las dramáticas aventuras de Elías, un joven emigrante que atraviesa diversos contratiempos para entrar de forma ilegal en Europa. El film se estructura en tres partes: la llegada del protagonista a la costa del continente y su estancia clandestina en una urbanización; el periplo a través de Europa con diversas peripecias, y finalmente su llegada a París en un final algo peculiar cercano al surrealismo. De nuevo, quizá ante lo dramático de la historia, se decide aportar una buena dosis de humor en la epopeya de un personaje, que apenas se expresa para no delatar su condición de extranjero. El propio Costa reconoció que, sin asegurar que sea propiamente autobiográfica, Edén al oeste está inspirada en su vida, ya que huyó de una Grecia sin futuro siendo muy joven y llegó a París pensando que era una especie de tierra prometida.

El capital (Le capital, 2012) es una adaptación de la novela homónima de Stéphane Osmont, que a su vez toma prestado el título del famoso libro de Karl Marx. El protagonista, feroz y despiadado, se encuentra circunstancialmente al frente de un poderoso grupo bancario; solo una persona entre muchos de sus parientes, un veterano izquierdista, es capaz de espetarle la verdad a la cara a este siniestro personaje, cuando le recuerda que ellos, los que manejan los hilos, son capaces de fastidiar a la gente de tres maneras diferentes: como clientes hipotecados, como trabajadores y como ciudadanos. Ahí está el punto discursivo más fuerte de un film, por otra parte algo saturado de secuencias estrambóticas y complejas, cuando señala como culpables a todos los integrantes del poder económico y político sin dejar de mostrar un retrato feroz de la burguesía francesa progresista y de algunos elementos supuestamente bienintencionados. El capital, además de ser ejemplarmente didáctica en algunos de sus momentos respecto a cómo funcionan las cosas, no se muestra tibia en su mensaje final: el poder financiero y su ambición sin límites, la dictadura de los mercados, la pantomima de los estados democráticos y de las leyes sociales, en definitiva, un sistema que hace más ricos a los ricos y empobrece a los más indefensos. Contiene el film un retrato grotesco de los poderosos y una devastadora ironía en algunos momentos, como es el caso de esa secuencia, una de las más brillantes, en que el protagonista decide adoptar una estrategia populista, nada menos que inspirada en Mao, para defenestrar a una serie de personas dentro de su propia compañía. No deja de tener su gracia que, en una feroz crítica al capitalismo, se nos insinúe que el consejo directivo de un banco pueda funcionar de manera similar al Partido Comunista chino; tiene su lógica, ya que en ambos casos se trata de afianzar el poder y deshacerse de los elementos molestos. No muestra este trabajo cinematográfico, precisamente, un horizonte optimista, ni salva los muebles para que algunas personas y algunos discursos dentro del sistema puedan parecer heroicos. Comportarse como adultos (Adults in the Room, 2019) adapta el libro del exministro griego de finanzas Yanis Varoufakis, que escribió durante la crisis griega de 2015; se nos narra lo que ocurrió a lo largo de cinco meses de negociación entre el gobierno griego y la Troika europea, con quizá demasiado didactismo y excesivos diálogos, pero el buen hacer del director sobresale por encima de la egolatría del muy idealizado Varoufakis y deja un film interesante.

Y como mencioné al comienzo de este artículo, llegamos a la más reciente película de Costa-Gavras a sus 92 años, la magnífica El último suspiro. Se trata de una adaptación del libro de Claude Grange y Regis Debray Le dernier souffle: Accompagner la fin de vie, que si no me equivoco no conoce edición en castellano. El film comienza con unas pruebas médicas a un filósofo, presumiblemente trasunto de Debray, que tal vez le hagan enfrentarse a una grave enfermedad; al conocer a un encomiable médico, inspirado en Grange, que le introduce en la parte más olvidada de la medicina, la que se ocupa de los cuidados paliativos a enfermos terminales, el escritor decide averiguar más con un proyecto de libro en mente asistiendo a diversas situaciones donde se producen las más variadas formas de afrontar el final. Ante la pregunta de cuál puede ser una muerte digna, se responde que una “exenta de dolor y sufrimiento, en la que el paciente esté acompañado en todo momento y en la que se cumplan sus últimas voluntades”. Estructurada en base a diálogos, sensibles y profundos, con delicadas reflexiones y un didactismo que esta vez no está en absoluto de más, exponiendo argumentos e interrogantes y sin que en ningún momento decaiga el interés sobre lo que nos están contando. Resulta algo tan necesario en sociedades deshumanizadas que no saben qué hacer con los ancianos, como bien critica una persona africana, asistiremos con algunas pinceladas de humor a cómo trata de procurarse que las personas afronten la inevitable muerte con serenidad y libertad. Incluso, el término “eutanasia” no está sujeto a exhibición alguna, ya que se entiende que no es algo objeto de debate, sino un elemental derecho a reivindicar. Me resulta difícil encontrar algún defecto a esta película, ni cinematográficamente, ni en sus aportaciones morales y filosóficas; incluso, la variedad de rituales a la hora despedirse (manifestaciones culturales de diversa índole, aficiones algo excéntricas, el más elemental placer gastronómico…) reflejan sencillamente la pluralidad humana. Hay quien ha señalado que El último suspiro puede ser el testamento cinematográfico de Costa-Gavras, pero algunos deseamos que no sea todavía así, que mantenga la lucidez y nos siga legando otras obras críticas con encomiables denuncias y reflexiones.

Capi Vidal

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