La referencia al «pueblo» no es suficiente para asegurar la libertad individual y social. Ejemplo de ello son las ideologías populistas, que proponen leyes liberticidas e intolerantes. La reflexión debe ser y permanecer abierta, con la ética libertaria como fundamento. »Vox populi vox dei» (voz del pueblo, voz de dios): este aforismo es una de las expresiones que forman parte de nuestra cotidianidad, al menos desde el nacimiento de la idea de democracia. Pero ¿es siempre verdad? A partir de esta pregunta quisiera intentar poner en tela de juicio algunas cuestiones que me parecen cruciales para un sentimiento libertario.
Es cierto que el verdadero significado de «democracia» reclama la centralidad del pueblo y la consecuente forma de gobierno que de ello emana. Por tanto, para ser coherentes con la definición etimológica del término, democracia significa propiamente que la voluntad del pueblo es la voluntad absoluta. Todo sincero y honesto demócrata no podrá dejar de suscribir esta primigenia y fundamental consideración.
Cierto, la minoría puede aspirar a convertirse en mayoría…
Por ello, si observamos esta primera expresión, ninguna de las decisiones (ninguna en absoluto) que emanan de la expresión de la voluntad popular, puede ser rechazada ni considerada ilegítima. Incluso cuando la decisión popular (una persona, un voto) expresa opciones y deliberaciones que pueden considerarse equivocadas (cuando no monstruosas), estas deben ser reconocidas como válidas. Pero aquí entran en juego una serie de variables y de perversiones conceptuales que ponen en serias dudas la traducción concreta del presupuesto democrático.
La primera de estas aporías puede ser identificada con el hecho de que, para que la opción individual, que compite para determinar toda opción colectiva, sea verdaderamente igual, tendría que darse el caso de que los individuos se encontraran todos en las mismas condiciones de partida, en la misma situación sociocultural, etc. Lo que es obviamente imposible. Por tanto, queda claro que toda decisión expresa es el resultado de opciones individuales que se suman aritméticamente pero que son dictadas inevitablemente por una desigualdad de origen.
La segunda contradicción es que la traducción histórica del concepto de democracia está basada en una solución decisoria fundada sobre la mayoría de participantes con la inevitable exclusión de la minoría, es decir, en una forma de gobierno expresión de la voluntad de una parte del pueblo en detrimento del resto.
Poco importa aquí explicar (como suelen hacerlo los partidarios de esta forma de gobierno) que la minoría siempre puede esperar convertirse a su vez en mayoría, porque la nueva mayoría producirá necesariamente una nueva minoría. Entonces es evidente que el gobierno del pueblo significa, de hecho, gobierno de una mayoría del pueblo mismo. Y en esto tenemos por tanto la segunda gran aporía de la democracia, que traiciona su significado original porque pueblo (pensado como unidad) se convierte en mayoría (es decir, parte).
La democracia, ya de por sí, no puede realizarse más que en aproximación. A estas contradicciones intenta responder una forma más auténtica y radical que se define como «democracia directa» y un procedimiento de delimitación del consenso que no procede por una mayoría sino por unanimidad. La democracia directa entiende superar el principio de la delegación sin vínculo de mandato a favor de una delegación limitada y circunscrita totalmente a un mandato específico y temporal. Proceder con una opción cuando solo se ha alcanzado la unanimidad de consensos sería la respuesta radical de salvaguardia de la entera comunidad política y no la consolidación de una mayoría cualquiera.
Modelos concretos del primer tipo de democracia (la de las mayorías) se adoptan en muchos países occidentales y orientales (en las más variadas aplicaciones y en los contextos más diversos); ejemplos de democracia directa y de deliberaciones por unanimidad son reconocibles en múltiples contextos sociales (tanto históricos como actuales), minoritarios pero en continua evolución y experimentación.
Una estructura social federativa y no estatal
En el segundo caso es indudable que la expresión de la voluntad del pueblo está más salvaguardada y es más concreta respecto al primer ejemplo tradicional. La práctica de un modelo radical y respetuoso de democracia está vinculada a ciertas condiciones: una dimensión reducida de los núcleos y de las comunidades, un mayor conocimiento y una mayor disponibilidad a participar activamente y a vigilar constantemente los procedimientos y los resultados de toda deliberación, una confrontación que se salga de la lógica del «yo gano, tú pierdes» a favor de una relación de profunda disponibilidad para escuchar al otro, una estructura social federativa y no estatal de la sociedad entera, una delegación basada en el sorteo o en la competencia reconocida, alta y totalmente vinculada y limitada en el tiempo, ausente de instrumentos coercitivos de imposición y con la posibilidad concreta de revocación.
En las actuales condiciones histórico-sociales es evidente que existen entre los seres humanos marcadas diferencias de poder, de condiciones económicas y culturales, de desigualdad debida al género, a la edad, a la situación geográfica, etc. Todo esto contribuye de forma determinante a condicionar inevitablemente incluso la realización de una democracia directa que decida por unanimidad.
Una vez más, sin embargo, las posibles respuestas a estas y otras cuestiones se pueden encontrar, dentro de un marco de referencia libertario, solo y exclusivamente en la práctica, o mejor, en las prácticas cotidianas. Porque, dando por descontado que la perfección (afortunadamente) no existe, lo que puede desarticular un sistema basado en el dominio y abrir nuevas soluciones más coherentes con nuestros ideales, son las posibles experimentaciones que podamos poner en práctica aquí y ahora, incluso dentro de las redes sofocantes de una sociedad autoritaria. Ninguno de nosotros puede realmente saber cuál será, en concreto, nuestro comportamiento social en situaciones alternativas y más libres, en las que podremos encontrarnos cuando emprendamos un camino diferente, más coherentemente libertario. Nadie puede razonablemente diseñar sobre una mesa con todo detalle una realidad diferente de aquella contra la que luchamos. Solo podemos experimentar en lo concreto e «interpretar» desapasionadamente y con honestidad intelectual, sabiendo en cualquier caso que lo que estamos intentando realizar no es que sea, solo por el hecho de configurarse como alternativo, más que aceptable y liberador. Por el contrario, debemos ser conscientes de que lo que podamos practicar no será definitivo y podrá no siempre constituir una respuesta válida a los muchos e inevitables problemas que cualquier forma de sociedad (por pequeña que sea) tiene que afrontar. Lo que estoy intentando decir es que, como escribió hace algunos años Amedeo Bertolo, estamos buscando tenazmente un «más allá de la democracia (la anarquía)», porque tenemos la certeza de que «vox populi» no siempre es «vox dei», pero lo estamos buscando pensando que «la alternativa es la que propone la fragmentación en lugar de la fusión, la diversidad en lugar de la unidad, en definitiva una masa de sociedad y no una sociedad de masa» (Colin Ward).
Los principios éticos de la anarquía
Formas y experiencias significativas de prácticas de democracia directa y de formación libre del consenso seguramente son importantes y se pueden practicar aquí y ahora (ver por ejemplo las documentadas prácticas de «Occupy» en Estados Unidos y en otras partes del mundo, bien descritas y analizadas por David Graeber y Mark Bray entre otros). Pero precisamente la opción de la experimentación concreta nos impide, si verdaderamente es expresión de profunda autonomía, llevarla a lo absoluto y considerarla definitiva y válida en cualquier lugar y en cualquier tiempo. Por tanto, debemos considerar tanto estas buenas prácticas como los fracasos que hemos tenido, ya que a menudo la Historia ha demostrado que no solo la voluntad popular casi nunca es completamente libre, además de que puede producir monstruos, sino que también puede equivocarse hasta por unanimidad.
Por eso resulta fundamental, en las formas de experimentación, en los comportamientos concretos, en toda elección en nuestra vida, identificarse con los principios éticos de la anarquía, que pueden por lo menos limitar las posibles opciones equivocadas que incluso quien está movido por buenos propósitos puede cometer. En otras palabras, necesitamos también una visión, un sueño, una utopía, un faro que señale un horizonte de sentidos a nuestras reacciones y nuestras luchas.
Francesco Codello
Publicado en Tierra y libertad núm.350 (septiembre de 2017)