El neofascismo, el totalitarismo de nuevo cuño y el espejismo de las urnas

Voy a empezar con un apunte que es meramente conceptual, o quizás simplemente terminológico.

I—Fascismo y neofascismo

Es bien conocido que el fascismo propiamente dicho, el fascismo clásico, es un fenómeno históricamente situado en el cual se suele englobar, pese a sus diferencias, tanto al fascio mussoliniano como al nacionalsocialismo hitleriano. También sabemos que ese término ha sido extrapolado para designar tanto a los regímenes que guardan cierto parecido con los que se impusieron en los años veinte y treinta del siglo pasado, como para calificar a las posturas políticas y a los movimientos que se reclaman de las ideologías de aquellos regímenes, introduciendo si acaso algunas actualizaciones menores.

Aunque esté históricamente fechado, creo que la extrapolación de ese término mantiene cierta utilidad porque la ideología fascista sigue siendo reivindicada en la actualidad por diferentes colectivos, y sigue impregnando determinados comportamientos, tanto individuales, como colectivos. Con lo cual, no se me ocurriría, ni por asomo, negar que el fascismo sigue estando presente en nuestras sociedades y que no se limita a ser un simple objeto del pasado, confinado en el museo de la historia. Por lo tanto, hay que seguir combatiéndolo de forma radical y con todas nuestras fuerzas.

Sin embargo, al lado de ese fascismo del cual, por cierto, no me voy a ocupar aquí, se está desarrollando, en el plano macrosocial, un fenómeno novedoso, tan execrable como el fascismo del pasado siglo, y que, incluso, bien podría elevar aquella barbarie a unas cotas aún mayores.

Es de ese fenómeno que pretendo hablar hoy, y creo que calificarlo de fascismo, como se suele hacer bastante a menudo, no nos ayuda a entender su naturaleza, sino que contribuye más bien, a distorsionar su comprensión.

Pues bien, para denominar los actuales movimientos y las actuales políticas de extrema derecha que están proliferando por todo el planeta, prefiero recurrir al término neofascismo, aun sabiendo que, al igual que ocurre con el vocablo fascismo, también se trata de una palabra históricamente fechada porque fue usada para denominar unas formaciones políticas de extrema derecha que tomaron el relevo del fascismo clásico en los años cincuenta y sesenta, particularmente en Italia.

Si, pese a ello recuro al termino neofascismo es porque evoca el inconfundible aire de familia que la actual extrema derecha comparte con el fascismo clásico, pero, al mismo tiempo, también apunta a cierta diferencia.

*En cuanto a las semejanzas, creo que el mencionado aire de familia que hermana a ambos fenómenos no ofrece lugar a duda. Por ejemplo, encontramos en el neofascismo, al igual que en el fascismo, tanto el racismo y la xenofobia, como la exaltación de la fuerza y el culto a la autoridad, así como el menosprecio por los derechos humanos. Y, por supuesto, aun se podrían añadir muchas más coincidencias entre ambos.

*Pasando ahora a las diferencias, tan solo mencionaré un par de ellas.

Por ejemplo, el neofascismo ya no necesita promover prácticas de delación y de mutua vigilancia entre vecinos, o compañeros de trabajo, o incluso entre familiares, a fin de crear un clima de desconfianza, y de miedo a que alguien nos denuncie a las autoridades. Unas prácticas que, por cierto, también abundaron, como bien sabemos, en otros regímenes igualmente ultraautoritarios como los que imperaron en la Unión Soviética y en sus satélites.

Si el neofascismo puede prescindir tranquilamente de tales prácticas es, sencillamente, porque, mediante las tecnologías digitales, la vigilancia, la información y la delación vienen, por así decirlo, incorporadas por defecto en la sociedad contemporánea.

Tampoco le resulta imprescindible prohibir y reprimir la publicación de escritos subversivos, porque el impacto de cualquier medio de comunicación alternativo queda reducido a la más estricta insignificancia frente al enorme volumen de comentarios difundidos por las redes sociales; y cuando, además, esas redes son alimentadas por quienes controlan las grandes plataformas digitales, estas ya cumplen por si solas la tarea de desinformación y de neutralización de los discursos subversivos, sin que sea necesario imponer, como antaño, estrictas limitaciones a la libertad de expresión.

CC BY-SA 2.0

Ahora bien, más allá de las similitudes y de las diferencias entre el fascismo clásico y el neofascismo, lo que no deja lugar a dudas es que este último está experimentando un auge extraordinario en varias partes del mundo.

Al punto de que se podría pensar que los neofascistas han acabado por leer y por asimilar la obra de Gramsci y se han lanzado a la conquista mundial de la hegemonía ideológica y cultural.

Pero, en realidad, poco importa si lo han leído o no, porque el auge que está experimentando el neofascismo responde a unos factores que no resultan principalmente de la acción ideológica y cultural, por mucho que esta también desempeñe un papel relevante.

II- Las causas

De hecho, entre las diferentes causas de tal crecimiento, que es realmente de lo que quiero tratar hoy, aquí, figuran dos grandes conjuntos de elementos causales.

*Un primer conjunto reúne unos factores que son, no sé muy bien como denominarlos, pero, digamos que son unos efectos de tipo psicosocial resultantes de ciertas características de tipo socio estructural. Enseguida lo explico.

*Mientras que el segundo conjunto remite a los efectos de las tecnologías informáticas, y es por lo cual otra denominación del neofascismo que me parece bastante adecuada podría ser la de tecno-fascismo.

*En el primer conjunto de factores causales figuran la inseguridad y los temores que nos predisponen a buscar refugio en aquello que afirma ser suficientemente fuerte para protegernos, garantizando el orden y la estabilidad. Esa inseguridad y esos temores, que se han vuelto realmente endémicos en amplias capas de la población, provienen de dos fuentes principales.

*La primera es la creciente complejidad del mundo actual, así como su acelerado ritmo de cambio. Se trata de dos factores de tipo socio estructural que generan elevadísimos grados de incertidumbre acerca de lo que nos depara el futuro más o menos inmediato. Es así como la impredecibilidad acerca de lo que estará hecho el mañana se ha instalado como una característica definidora del propio presente.

*La segunda fuente de la inseguridad radica en los diversos riesgos globales que salpican el horizonte contemporáneo. Cabe destacar entre esos riesgos globales los riesgos biológicos, tales como las mortíferas pandemias cuya acelerada propagación se ve impulsada por factores de tipo socio estructural tales como la rapidez, el volumen y la frecuencia de los incesantes desplazamientos de las personas por todo el planeta, así como por la creciente densidad de unas poblaciones urbanas cuyo tamaño no para de aumentar.

Junto a esos preocupantes riesgos biológicos, también figuran, como bien sabemos, los grandes riesgos ambientales, que incluyen, entre otros problemas, por ejemplo, el progresivo calentamiento global con sus tremendos efectos.

Y, pese a no ser, propiamente, tipificables en la categoría de los riesgos globales, porque no comportan ningún peligro objetivo, resulta, sin embargo, que los grandes flujos migratorios, tanto intra-nacionales como internacionales, son percibidos como tales riesgos por buena parte de las poblaciones de las zonas más favorecidas, o, mejor dicho, menos desfavorecidas del planeta.

Allí donde se dirigen y donde desembocan esos flujos, que no van a dejar de ir en fuertísimo aumento en los próximos años, crece el temor a la pérdida de referencias identitarias de tipo cultural y/o religioso, y se instala el miedo a que se deterioren las condiciones de trabajo, y a que se hunda el nivel de vida. Todo lo cual provoca brotes de xenofobia y de racismo que entroncan de maravilla con los discursos neofascistas.

Asimismo, lo que aviva el fuego de los temores experimentados por algunos sectores de la población, son los ciertamente encomiables, aunque aún insuficientes, avances conseguidos por las luchas feministas y por el movimiento LGTBIQ+, unos avances que hacen temer a una parte, por cierto, nada pequeña, de la población masculina la pérdida de los infames privilegios que les otorga la hetero androcracia sistémica.

Por fin, en este primer conjunto de causas que propulsan al neofascismo también resulta bastante llamativa la apropiación neofascista de un vocabulario que parecía ser patrimonio de las corrientes progresistas, y destaca muy especialmente el secuestro de la palabra libertad.

Imagen: Romero Kreder Ana – CC BY-NC-SA 4.0

La continuada referencia que se hace a la libertad no es para nada casual, porque, aunque parezca paradójico, el neofascismo explota el sentimiento de acoso a la libertad que experimenta una parte de la población, sobre todo su sector más joven, ante la expansión social de lo políticamente correcto y del wokismo, es decir la vigilancia de las conductas, verbales y no verbales, de lo que se dice y de lo que se hace, que son consideradas como políticamente incorrectas. Las prácticas de la cancelación tienen obviamente sus pros y sus contras.

Esa presión hacia lo políticamente correcto es vivida, por algunos y algunas, como si se tratase de imponer una forma de pensamiento único, aunque esta vez sea un pensamiento de izquierdas, y es vista como el intento de instaurar una suerte de policía del pensamiento y de las conductas.

Y como suele ocurrir cuando tenemos la impresión de que una imposición coarta nuestra libertad, se produce un sano fenómeno de reactancia que lleva a rechazar lo impuesto, y a desear aún más aquello que ha sido reprimido. Solo que, en este caso, esa sana reacción lleva, lamentablemente, a rechazar aquellos valores que apreciamos en el bando libertario, y a sintonizar con el discurso neofascista.

Es pues en ese caldo de cultivo, hecho de inseguridad, de temores, de creciente complejidad, de incerteza, de impredecibilidad, y de vulnerabilidad ante los riesgos globales, y también de cierto resentimiento por las promesas políticas reiteradamente incumplidas y por la precarización de las condiciones de vida, es en ese caldo de cultivo, que es propiciado por la forma de vida instaurada por el capitalismo, donde el neofascismo hunde sus raíces y extrae sus energías, mucho más que en los discursos de los Abascal y compañía.

No nos engañemos, resulta difícil erradicar el neofascismo si no se atacan esas raíces, o bien se cortan de cuajo, o bien, de forma ineludible, este rebrotará episódicamente.

Pero, cortarlas de cuajo plantea la colosal, la difícil, la incierta tarea de salir del capitalismo, sin que, por ahora, sepamos muy bien cómo hacerlo a nivel mundial.

Es cierto que el fascismo propiamente dicho, el fascismo clásico, se nutría, él también, de algunos de los elementos que acabo de mencionar. Sin embargo, el neofascismo añade un elemento diferenciador de enorme importancia y que resulta decisivo para caracterizarlo. Ese elemento diferenciador se llama tecnologías informáticas.

En efecto, el segundo gran conjunto de factores causales del neofascismo remite a la generalizada informatización del planeta. Esa galopante informatización va instaurando un totalitarismo de nuevo cuño que supera con creces cualquier forma de control social y de moldeamiento del pensamiento, con los cuales hubiese podido soñar el fascismo clásico.

Por ejemplo, mediante las grandes plataformas digitales se ha articulado una forma novedosa, y extremadamente potente, de crear y, por lo tanto, de manipular la opinión, de formatear un pensamiento único, y de inhibir el pensamiento crítico.

De hecho, la implementación de las tecnologías digitales no solo ha cambiado el medio por el que transcurre la comunicación, sino también su formato y su contenido. El neofascismo ha conseguido confeccionar un discurso perfectamente adaptado a las tecnologías digitales, que no tiene por función argumentar, intentar persuadir, ni, mucho menos, provocar la reflexión, sino que su finalidad es, básicamente, la de captar la atención de la forma la más llamativa posible, con mensajes extremadamente simples y breves que se dirigen a la afectividad, más que al intelecto, y que reducen al mínimo el esfuerzo cognitivo para comprenderlos.

Esos mensajes “flash” que, muchas veces combinan la imagen y la palabra, producen un efecto de verdad por el simple hecho de circular en las redes, sin tener que someterse a mayores comprobaciones. Además, el propio uso del ordenador, del móvil o de la tableta, hace que cada individuo reciba los mensajes desde su aislamiento en una burbuja comunicacional, y que se convierta en una suerte de antena repetidora que multiplica exponencialmente su difusión, sin que importe lo más mínimo la verosimilitud o el interés del contenido, sino básicamente su espectacularidad y su potencia de impacto.

Además, la digitalización de la mayor parte de las operaciones que realizamos en nuestra vida cotidiana nos ha vuelto completamente transparentes a los ojos de las instituciones, las corporaciones, y las plataformas que gobiernan, tanto el campo político, como el económico o el represivo. Como ya es notorio esa transparencia no solo ayuda a mantenernos bajo una constante vigilancia, sino que nos transforma en permanentes fuentes productoras de unos datos que sirven de materia prima para producir ganancias capitalistas, y para alimentar los dispositivos de normalización de las conductas y del pensamiento.

Pero, el nuevo totalitarismo no se limita a extremar la vigilancia, y a generalizar la extracción de datos con diversos fines, sino que también reprime de una forma que subvierte todo el entramado jurídico del Derecho que se había establecido en la época Moderna.

Por ejemplo, mediante el uso de los drones armados y del enorme y sofisticado dispositivo informático que estos necesitan para ser eficaces, y que se ubica en grandes centros logísticos situados a miles de kilómetros de donde actúan los drones, se ha borrado del mapa ese principio fundamental del sistema de derecho penal que consiste en la presunción de inocencia hasta que no se demuestre fehacientemente la culpabilidad.

Los sospechosos son ejecutados, sin que importe lo más mínimo el hecho de que sean o que no sean culpables, y ni siquiera de que existan sospechas fundadas, basta con que encajen en un perfil de riesgo elaborado mediante sofisticados algoritmos.

Pero, no es solo el ámbito del Derecho el que se ve afectado de forma drástica por las nuevas tecnologías represivas, es todo lo que tiene que ver con las operaciones policiales. La tecno-policía no trabaja exclusivamente en los despachos y en los laboratorios, sino que interviene también en el mantenimiento del llamado orden público, haciendo que el control y la represión, de las protestas populares alcance una sofisticación y una contundencia sin parangón.

Por si eso fuese poco, la informática pone a disposición del nuevo totalitarismo un instrumental biotecnológico que le permite poner la propia materia biológica a merced de sus intervenciones. Mientras que en el pasado las características del ser humano se fueron transformando paulatinamente como consecuencia involuntaria de algunas de sus propias actividades, hoy este se encuentra en condición de poder influir deliberadamente, voluntariamente sobre su propia evolución.

El uso de los nuevos recursos de la ingeniería genética, desarrollados mediante la informática y las nanotecnologías, empieza a hacer posible la modificación voluntaria de las características humanas. Se abre paso, de esa forma, a la era, intensamente anhelada por personajes como Elon Musk, del transhumanismo, como antesala del post-humanismo.

En definitiva, resulta que el capitalismo digital y la gubernamentalidad digital se unen en perfecta sintonía para urdir el nuevo tipo de totalitarismo que va apresando el mundo. Es ese totalitarismo de nuevo cuño el que podemos calificar, propiamente, de neofascismo, sin que este necesite hacer proclamas de tipo hitleriano o levantar el brazo para merecer ese apelativo.

Imagén: Tim Pierce  – CC BY 3.0

Y esa estrechísima compenetración entre el capitalismo digital y la gubernamentalidad digital salta a la vista con solo pensar en las figuras de los Elon Musk, de los Mark Zuckerberg, de los Larry Page, o de los Jeff Bezos, situados, junto con otros multimillonarios, en la cresta del capitalismo digital, a la vez que a la cabeza de las tecnologías digitales.

Por supuesto, no hay que dejarse fascinar por el aspecto inmaterial de internet, de aquello que circula por las redes y de lo que vemos en las pantallas, hay que apartar la vista y mirar las tripas del dispositivo electrónico, o utilizando otra metáfora, hay que sondear la enorme parte sumergida del iceberg electrónico.

Y ahí encontraremos cosas tan poco virtuales y tan densamente materiales como son los imponentes cables submarinos, los satélites y los cohetes, el keroseno para los cohetes, los indispensables metales raros, las enormes granjas de servidores, etc. y todo eso, que vale incalculables fortunas, tiene propietarios, unos propietarios afanados en rentabilizar sus inversiones.

No nos engañemos, el capitalismo digital no solo hace trabajar los datos, que también, por supuesto, y mucho, sino que posee y explota colosales recursos materiales.

Ahora bien, ese neofascismo que se caracteriza por ser punta de lanza en el uso y en la promoción de las herramientas informáticas del nuevo totalitarismo es alimentado por todas, todas las formaciones que ocupan y que dirigen las instituciones, sean del color político que sean. Tanto si son de derechas, de centro o de izquierdas, todas impulsan y usan en parecida proporción las herramientas tecnológicas nacidas de la revolución informática, ayudando así, queriendo o sin querer, a la construcción del nuevo totalitarismo. 

Y, en ese quehacer, coinciden tanto quienes, como Elon Musk, profesan explícitamente ideologías de extrema derecha, y quienes, como algunos aceleracionistas de la Silicon Valley, pueden profesar ideologías más o menos progresistas o, incluso, libertarianas. Estos últimos consideran que, impulsando el desarrollo tecnológico, y eliminando las trabas legales que pretenden limitarlo, están obrando en pro de la salvación de la humanidad y del planeta Tierra, al dar por sentado que tan solo el acelerado progreso de las tecnologías podrá impedir las catástrofes hacia las cuales conduce velozmente la marcha actual de la sociedad.

Llegado a este punto, abro un inciso para aclarar que, si se me pregunta si soy tecnófobo, la respuesta es que no lo era hasta reflexionar acerca de los efectos de la revolución informática. Sin embargo, esa reflexión me ha hecho cambiar, y la respuesta es que, desde entonces, sí que soy tecnófobo. Y lo seguiré siendo mientras no encontremos la manera de revertir la alocada carrera de la técnica que nos está conduciendo hacia el precipicio.

Una carrera que, dicho sea de paso, diagnosticó muy acertadamente Heidegger cuando reflexionó sobre “el ser de la técnica” y su progresiva apropiación del mundo.

Sin duda, se me puede tildar de distópico, pero hoy, creo que no ser distópico es ser muy, muy ingenuo. Ahora bien, esa tecnofobia mía, que nace del convencimiento de que “el ser de la técnica” nos conduce hacia un futuro distópico, no debe empujarnos a huir de la sociedad actual y a refugiarnos en un idílico primitivismo a la Zerzan. La guerra se está librando en el campo de batalla de la sociedad digitalizada, y debemos conocer y usar sus armas para intentar contrarrestarlas y eventualmente destruirlas.

Aunque soy sensible, y muy sensible, al argumento del añorado Agustín, de que el enemigo está inscrito en la forma misma de sus armas, mi particular tecnofobia no significa una renuncia a usar y a conocer la tecnología informática. Lo cual, dicho sea de paso, me lleva a sentir una especial simpatía hacia los hackers, por supuesto hacia los hackers que guerrean contra el sistema, y no a los que lo sirven.

Pero, si os parece bien, sugiero que no abramos ahora ese hilo de debate. Así que cierro el inciso para volver a la cuestión del neofascismo, insistiendo, una vez más, sobre lo que, a mi entender, lo causa y lo caracteriza.

Como ya lo he dicho, se trata, por una parte, de la creciente incertidumbre en cuanto al futuro más inmediato. Una incertidumbre que se debe a que la complejidad del mundo y su acelerado ritmo de cambio van en constante aumento, con el consiguiente sentimiento de inseguridad que eso genera, incitándonos a buscar protección en lo que aparenta fuerza, potencia y autoridad.

Una inseguridad que también se ve alimentada por la multiplicación de los riesgos globales que se originan, muchos de ellos, en la forma de vida que nos depara el capitalismo.

Se trata, por otra parte, del acelerado avance de un totalitarismo de nuevo cuño propiciado por la informatización generalizada del mundo y de la vida.

Esas dos macrocausas, o causas mayores, no son independientes la una de la otra, sino que se potencian mutuamente en una relación de tipo sinérgico.

Sin duda, es Donald Trump victorioso en los EEUU, y bendecido por los grandes tenores de la informatización del mundo, quien ilustra mejor la naturaleza del neofascismo y su relación con el nuevo totalitarismo fomentado por la digitalización del mundo. El régimen instaurado por Donald Trump constituye hoy el laboratorio donde se experimenta y se elabora el neofascismo, y representa el modelo en el que se inspiran las formaciones neofascistas del resto del mundo, y el espejo en el que se contemplan.

III- El dilema electoral

Así las cosas, el auge de la extrema derecha en las contiendas electorales de múltiples países, lleva a que muchos anarquistas nos planteemos el dilema de si acudir a las urnas, o bien mantener la clásica postura abstencionista defendida, como bien sabemos, a principios del pasado siglo por Errico Malatesta en su polémica con Saverio Merlino, y que se convirtió desde entonces en un principio ampliamente aceptado en las filas anarquistas.

Desde mi punto de vista, Malatesta tenía toda la razón cuando señalaba la incongruencia que representa, en el ámbito anarquista, acudir a unas urnas montadas y controladas por los gestores políticos de la sociedad instituida. Hacerlo, decía Malatesta, aunque no con estas mismas palabras, solo sirve para legitimar y para reforzar uno de los principales mecanismos que aseguran el mantenimiento del propio sistema contra el cual, precisamente, estamos combatiendo.

Ahora bien, también quiero puntualizar, y creo que esto es importante, que el hecho de recurrir a la abstención por una cuestión de principios ha dejado de ser de recibo para aquellos y aquellas anarquistas que hemos incorporado a nuestro marco conceptual las aportaciones del pensamiento crítico contemporáneo, y hemos asumido el carácter histórico y contextualizado, y por lo tanto, condicionado, de nuestros propios principios y de nuestros valores.

Eso significa que, atrapados y atrapadas en el dilema entre votar o abstenernos, no cabe sostener que la abstención deba ser privilegiada en todas las circunstancias, porque desde el punto de vista anarquista, por lo menos tal y como yo lo entiendo, no existen principios absolutos que sobrevolarían para siempre la diversidad de las situaciones y del terreno concreto de las luchas.

El actuar anarquista no puede aterrizar, desde lo alto de la teoría, en el contexto en el que interviene, sino que debe formarse en lo concreto de cada contexto y de las prácticas de lucha contra la dominación que en estos se desarrollan.

La necesidad de que nuestra acción resulte de la interacción entre nuestros valores, digamos para simplificar entre “la Idea”, y las características concretas de los contextos en los que intervenimos, lleva a tener que analizarlos con la suficiente finura para que la interacción entre el contexto y la Idea no se quede en una pura declaración de intenciones.

Es por ello por lo que me voy a permitir distinguir someramente, aquí, entre tres grandes tipos de situaciones electorales.

*La primera, es cuando la disputa se establece, como suele ser bastante habitual, entre las izquierdas y las derechas con una mínima presencia de las formaciones neofascistas. Considero, en total acuerdo en esto con Malatesta, que en esa tesitura la abstención, la abstención activa, representa la actitud anarquista la más coherente.

Imagen propiedad de: rawpixel.com – CC0 1.0

*La segunda, es cuando la relación de fuerzas excluye que el neofascismo pueda ganar, pero le augura unos resultados suficientemente buenos para que pueda empujar la derecha hacia unas políticas aún más derechistas.

Creo que en esos casos lo más pertinente es aparcar la abstención y acudir a las urnas para intentar evitar las repercusiones negativas, y a veces hasta dramáticas, que tendría un desenlace electoral con una fuerte presencia neofascista sobre los sectores de la población más precarios, o más discriminados, es decir, sobre la población inmigrada, la femenina, la LGTBIQ+ y sobre algunas más.

*Y la tercera, es cuando se presenta la posibilidad de que se produzca un acceso al poder, ya no de la derecha apoyada en el neofascismo, sino del propio neofascismo. De Vox, por ejemplo. Si eso ocurre, la actitud más adecuada consiste, a mi entender, en practicar y defender a rajatabla la abstención. No la abstención dogmática que se aplica porqué así lo establece la tradición anarquista y sus principios, sino la abstención contingente que nace de las características circunstanciales de una determinada situación.

Veamos cuáles son esas características circunstanciales, y sobre qué argumentos apoyo una postura que, soy consciente de ello, choca frontalmente con la creencia de que es precisamente cuando el neofascismo acaricia la posibilidad de ganar en las urnas cuando se hace más imperioso abandonar la abstención y acudir a votar.

*En primer lugar, cuando el neofascismo amenaza con ser ganador conviene tomar en cuenta que uno de los efectos del eslogan “cuidado, que viene el lobo, acudamos en masa a las urnas para que no nos devore” tiene un efecto enmascarador.

Disfraza el hecho de que la fuente del neofascismo no se sitúa tanto en la esfera político/ideológica, sino que es externa a esa esfera. Es decir, radica principalmente en unas condiciones que no son del tipo ideológico/político que se pueda dirimir en la confrontación de determinadas opciones electorales, sino que responden a determinados factores sociales y tecnológicos, como he intentado argumentar anteriormente.

En consecuencia, frente a la amenaza neofascista, lo que vamos a parar acudiendo a las urnas no es el lobo, sino solo una de sus manifestaciones. El alivio obtenido por haber parado con nuestro voto esa manifestación, o por lo menos por haberlo intentado, enmascara el hecho de que, en realidad, si algo hubiésemos conseguido parar no podía ser, en ningún caso, el neofascismo, porque es principalmente por otros caminos por donde el lobo va avanzado.

Nuestra victoria en las urnas crea la falsa sensación de haberle ganado la partida al neofascismo, por lo menos momentáneamente, y eso, incita a perseverar en la lucha electoral para seguir cosechando ilusorias victorias, mientras el monstruo prosigue su camino de la mano de quien sea que haya ganado las elecciones.

*En segundo lugar, también hay que tomar en cuenta que, de forma muy inteligente, el neofascismo ha optado por vestirse con el ropaje de la democracia, y procura ganar legitimidad aceptando unas reglas que pasan por jugar sin complejos la baza electoral, y por acceder al poder mediante las urnas de la democracia parlamentaria.

Es precisamente la legitimación por las urnas lo que le permite ganar cuotas de aceptación entre la población, y, como muy bien lo ha comprendido Donald Trump, es lo que le faculta para ejercer después un poder totalmente desmesurado declarándolo fruto de la voluntad popular. Eso, le permite tomar medidas que serían, eventualmente, desaprobadas incluso por parte de sus propios electores, y que podrían provocar sublevaciones callejeras si se tomasen fuera de la legitimidad conferida por las urnas.

Es la creencia, hondamente incrustada en la población, y machaconamente repetida por las instituciones, de que las elecciones constituyen el procedimiento legitimo para acceder democráticamente a los puestos de mando, lo que permite al neofascismo usarlas para hacerse con el poder político.

Sin embargo, esa creencia, que aun podía encontrar atisbos de justificación cuando los medios para influir sobre el electorado mantenían cierto equilibrio entre las opciones enfrentadas, y cuando los instrumentos del poder en manos de los vencedores se mantenían por debajo de cierto umbral de potencia. Esa creencia en la legitimidad conferida por las urnas se ha tornado totalmente insostenible a partir del momento en que, como está ocurriendo hoy, se están produciendo los primeros balbuceos del nuevo totalitarismo informáticamente asistido.

En efecto, resulta que, por una parte, el control de las plataformas digitales y el tipo de comunicación que estas posibilitan rompen el equilibrio entre las opciones que están compitiendo, introduciendo un sesgo sistémico en favor del neofascismo.

Por otra parte, las más recientes tecnologías numéricas confieren unos poderes exorbitantes a los dirigentes una vez que las elecciones los han instalado en los puestos de mando.

Por lo tanto, vaciada, actualmente, de cualquier justificación, esa creencia en el poder legitimador de las urnas se transforma en un simple artificio que posibilita el acceso al poder del neofascismo.

En definitiva, para que el neofascismo pueda acceder al poder y usarlo a su antojo, sin suscitar un rechazo que ponga en peligro el orden social, es indispensable que las elecciones sean percibidas como lo que otorga una legitimidad incuestionable a los vencedores para gobernar.

Es, por lo tanto, ese dispositivo de legitimación del ejercicio del poder el que conviene desmantelar, o debilitar, desertando las urnas y rechazando participar en unas elecciones que, lo queramos o no, serán usadas por el neofascismo para legitimar su ejercicio del poder.

IV- Elementos de conclusión

Bueno, es obvio que analizar el neofascismo no nos va a decir qué debemos hacer para contrarrestarlo. No obstante, si de algo estoy convencido es que, para intentar desactivar uno de los mayores peligros que nos amenazan, es preciso propagar desde ya, una aguda conciencia de la inminencia y de la naturaleza de ese nuevo tipo de totalitarismo que nos depara la informatización generalizada del mundo y de la vida, al mismo tiempo que hay que desmantelar la ilusión de que el neofascismo puede ser derrotado en las urnas.

Es preciso desmontar el espejismo según el cual se vence al neofascismo acudiendo a las urnas, porque, lo que realmente se está haciendo al introducir en ellas una papeleta de voto cuando este se perfila como posible ganador, es contribuir a legitimar su modo de acceso al poder, y, de esa forma, darle carta blanca para poder actuar después a su antojo.

Por supuesto, cualquier acción en la que podamos pensar para luchar contra el neofascismo, incluida la abstención activa, solo puede alcanzar cierta efectividad si se fragua, y si se ejerce, desde un quehacer colectivo. Y eso significa que la resistencia contra el neofascismo exige que se creen y se animen espacios libertarios de confluencia y de acción conjunta.

Por fin, tampoco quiero dejar en el tintero un aspecto que no deja de preocuparme. Estoy convencido de que el neofascismo no tardará mucho en proclamar la caducidad del actual sistema democrático, sustituyéndolo por otras formas de gubernamentalidad que se asentaran sin duda, sobre las tecnologías digitales.

Y tengo la intuición de que la Inteligencia Artificial podría ser puesta a contribución para ese menester. No para diseñar nuevas formas de gobernar, aunque también, sino para formar parte ella misma de esas nuevas formas.

En la medida en la que la postdemocracia ya está en marcha, me pregunto, no sin cierta incomodidad, si abogar, como lo estoy haciendo, por desmantelar la creencia de que las elecciones son lo que confiere legitimidad al poder no significaría estar remando en la misma dirección que el neofascismo… ¡¡Incomoda pregunta, que dejo aquí!!

Tomás Ibáñez

27 febrero 2025, Ateneo Libertario La Idea, Madrid

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