Estados Unidos en la cuerda floja

En el momento en el que escribimos estas líneas, las calles de las principales ciudades de Estados Unidos se encuentran abarrotadas de personas protestando y centenares de edificios –públicos y privados– han sido reducidos a cenizas. El detonante fue el asesinato de George Floyd, un residente afroamericano de Minneapolis (Minnesota) que se encontraba desarmado e inmovilizado en el suelo, exclamando que no podía respirar mientras le asfixiaba hasta la muerte un impasible Derek Chauvin, un policía blanco que le había detenido minutos antes por intentar pagar en una tienda con un billete de 20 dólares falso.

Otro elemento que alimentó las movilizaciones fue la tardía respuesta de la Fiscalía en acusar a Chauvin y sus tres compañeros de algún delito por sus actos, aunque lo que realmente subyace tras este gran estallido social es una terrible rabia contra siglos de racismo institucional, violencia policial, violencia económica y violencia urbanística dirigida sistemáticamente contra las minorías étnicas en general y las personas negras en particular. La tragedia de Floyd no fue más que la gota que colmó el vaso en un país que arrastra el bagaje de la esclavitud y el exterminio indígena y que lleva años acumulando tensiones raciales.

Algunas manifestaciones han sido violentas –a veces los enfrentamientos los inicia la policía, otras veces las propias manifestantes enfurecidas–, pero la mayoría han sido pacíficas. Muchas han venido acompañadas de saqueos a tiendas e incendios (la imagen de la comisaría de Minneapolis ardiendo ya nos parece icónica), así como de pintadas contra la policía.

Espoleadas por las comunidades negras, los movimientos sociales de distintas ideologías y el movimiento antifascista (conocido simplemente por el término “Antifa”), se tratan de las movilizaciones más masivas de los últimos años en este país y cuentan con el apoyo de buena parte del mundo del deporte y de la cultura, a la par que con el odio visceral de la derecha mediática y política. Por ahora, se han saldado con más de 10.000 detenciones (un tercio de ellas en Los Ángeles y Nueva York) y al menos doce muertes.

La actitud del presidente Trump ante las protestas no podía ser más xenófoba, clasista y militarista. Primero tuiteó el eslogan “Ley y Orden” (el mantra con el que Nixon ganó las elecciones en 1969). Luego tuiteó “when the looting starts, the shooting starts” (“cuando empiezan los saqueos, empiezan los disparos”), una frase acuñada por Walter Headly –un jefe de policía de Miami conocido por su violencia hacia personas negras– en 1967 y que fue repetida por el gobernador de Alabama George Wallace, conocido por sus políticas segregacionistas y supremacistas blancas (algo de lo cual se arrepintió públicamente en 1979). Posteriormente, amenazó con movilizar al “todopoderoso ejército” para sofocar las protestas mediante la Ley de Insurrección.

A continuación, el mandatario anunció por su red social favorita que iba a dar la orden de que se investigara al heterogéneo movimiento Antifa como una organización antiterrorista y en una rueda de prensa informó de que el país estaba siendo atacado por “anarquistas profesionales, turbas violentas, pirómanos, saqueadores, provocadores de disturbios, Antifa y otros”. Y, al día siguiente de tener que refugiarse en el búnker presidencial porque las protestas se encontraban, literalmente, a las puertas de la Casa Blanca, dio la orden de dispersar una manifestación pacífica con balas de goma y gas lacrimógeno para poder caminar hasta una iglesia cercana y hacerse una foto con una biblia en la mano.

Su odio hacia las manifestantes por la justicia racial contrasta notablemente con el apoyo explícito que dio al movimiento anti-confinamiento de ultraderecha un mes antes. Un movimiento casi exclusivamente blanco apoyado por milicias paramilitares, el movimiento alt-right, el medio fascista Breitbart News (dirigido por su asesor, Steve Bannon) y financiado por Mark Merckler (Tea Party) y Robert Mercer (Cambridge Analytica). Y, en su apoyo, el presidente recomendó desobedecer las medidas que su propio Ejecutivo estaba imponiendo.

La premisa de este movimiento, tal y como se puede leer en webs como Open the States, es que las medidas adoptadas contra la pandemia del Covid-19 son “comunistas” e interfieren con la libertad individual y de empresa. Entre los actos de protesta llevados a cabo por los anti-lockdown se encuentran cortar carreteras para impedir que médicos y personal sanitario –a los que acusan de ser cómplices del socialismo chino– puedan llegar a los hospitales en los que trabajan.

También han acudido algunas milicias, armadas hasta los dientes, a capitolios (sedes de los estados) y otros edificios oficiales a demandar la reapertura y la desaparición de las medidas “antiamericanas”.

En ninguno de estos casos, a nadie se les ha ocurrido ponerles un dedo encima. ¿Os imagináis lo que pasaría si un grupo de afroamericanos vinculados al movimiento Antifa entraran armados al Capitolio de Michigan a amenazar a la Gobernadora? El resultado sería distinto, ¿verdad?

Con la expansión global de la ultraderecha, las tensiones por todo el mundo van en aumento. Y Estados Unidos no es una excepción. El país es ahora mismo un polvorín y antes de que nos sigan exterminando toca posicionarse más claramente que nunca del lado de las oprimidas, contra el fascismo y el racismo. Porque, como dice Angela Davis, “en una sociedad racista no basta con no ser racista. Hay que ser antirracista”.

Estados Unidos en la cuerda floja

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