Fulgor, miserias (y resistencias) a la turistización, el caso Barcelona

Empezaremos por el final. Las voces de las palabras del mercado alarman con las leyes del número de supuestas estadísticas que anuncian que la inestabilidad política, la inseguridad jurídica, castigan a la industria turística y cortan alas al renovado impulso inmobiliario. Eso en Catalunya, y especialmente en su capital, la Barcelona cosmopolita. Sean noticias, bulos, esas “realidades” nos plantan delante de dos cuestiones primordiales. Una, el turismo y lo inmobiliario son las locomotoras o vagones de una economía capitalista en declive, sin salida. Y dos, cómo la burbuja del momento, otra más, amamanta especuladores y demasiadas especulaciones, pero se muestra excesivamente vulnerable a todo tipo de vaivenes.

Cuando en el Mediterráneo, Mare Nostrum/Mare Mortum, se pueden cruzar enormes cruceros y frágiles pateras las referencias al turista, o más al viajero, tambalean. Indican, si acaso, que la movilidad de las poblaciones o que la movilización general ya es transescalar y discurre por todo el mapamundi. El trasiego del Norte al Sur y del Sur al Norte se ha disparado, aunque por las atiborradas rutas transitan, o son transportados, en sentido contrario variedad de cuerpos y con objetivos muy distintos.

Ni unos ni otros de esos masivos flujos de poblaciones escapan a la lógica del beneficio como tampoco se evaden del manoseo de los discursos que ensalza el pensamiento unánime de nuestra época. De los trayectos, unos con ida y vuelta garantizada (salvo siniestralidad sobrevenida, pues como nos advierten el riesgo cero nunca existe), los otros vagabundeando a la intemperie, las informaciones al uso y de consumo son variopintas. Apenas noticias referidas a la industria de la emigración, si acaso alguna se cuela en la terminal de los televisores, y de vez en cuando, se clama al cielo por la acogida de las personas refugiadas, que no migrantes. Entre la filantropía y la beneficencia se intenta navegar en esa brecha ahondada que confronta la miseria de la abundancia (la nuestra) a la abundancia de la miseria (la suya). Apenas palabras para señalar a las empresas, privadas o públicas, que negocian con los que escapan de la muerte, sean por bombas o por hambre. Y en las fases del ciclo de traficantes de cuerpos se encadenan, ya sea en la economía negra o blanqueada, tanto las redes ilegales que manejan la diáspora como quienes controlan la llegada con excesivos campos de refugiados vallados y apenas asilo y todo el ejército de empresas y funcionarios/as que merodean en su entorno.

El reverso de esa movilidad forzada concierne al lado privilegiado del mundo dicho desarrollado, y también a ciertas capas de las economías emergentes, que persiguen y se vuelcan en la aventura a la vuelta de la esquina con todo incluido. Su tranquilo viaje incumbe tanto a operadores de las emprendedoras empresas, las unas transnacionales y las otras locales, como a las administraciones públicas que aseguran su sosiego y recogen sus desperdicios.

La turistización se expande e intensifica arrastrando el tsunami urbanizador que deprada y expolia territorios con las consecuencias de arrasar las culturas apegadas a los lugares. Ese proceso mundializado, pero con geografías variables –dada su extrema exposición a las aceleradas sacudidas de la geopolítica–, está pilotado por los distintos sectores que engloba la industria turística, aunque sus tentáculos van más allá cuando logra subsumir muchas otras actividades subordinadas al maná de las gallinas de los huevos de oro.

Dentro de ese panorama los contables de la economía manejan sus cuentas y nos cuentan sus cuentos: España se considera, en un ranking de 136 Estados, “el país más competitivo del mundo en el sector turístico” (Worl Economic Forum-2017). Así de “la emisión” de turistas internacionales 75,6 millones de ellos aterrizaron el año pasado en las playas, montañas y ciudades del devastado ruedo ibérico (y calculan que este año la cifra se incrementará hasta los 83 millones). Y dejaron, dicen sus estadísticas, 77.625 millones de euros. Además, cierran las cifras del Nuevo Dorado, anotando que su contribución a la creación de ocupación es muy significativa: el sector turístico –en el 2015—dio faena, directa o indirectamente a 2,5 millones de personas (un 13% del total, y que alcanzaría el 16,2% si se contemplasen los empleos inducidos).

Es así que el turismo se venera como la primera “industria nacional”, al igual que se glosa su apalancamiento como “sector clave en la actividad económica mundial”. Aludiendo al PIB –ese marcador de las desigualdades sociales y desequilibrios territoriales—se contabiliza que su aportación a la “riqueza global”, en el 2016, representó el 3,1%, y su peso real, atendiendo a sus efectos indirectos e inducidos en otros sectores, subiría al 10,2%.
También se insiste que la industria turística es intensiva en inversiones, es decir que se ejercita a fondo en la acumulación por desposesión, a menudo como avanzadilla del proceso, cuando acapara un 4,4% de la inversión mundial en ese mismo año.

Vamos a la playa y a pasear por las Ramblas

El turismo está, nos recalcan, en la cresta de la ola y se vaticina que surfeará durante mucho tiempo. Su actualidad, sin embargo, viene precedida y se asienta en otras oleadas. Remotamente, las élites ociosas ya se refugiaron en selectos y sofisticados enclaves, playas, balnearios, lujosas mansiones entre el verde. Eran pocos, su huella ecológica escasa y sus estancias sólo daban para habladurías. No tan lejos si que quedan las canciones del verano tatareadas –“vamos a la playa calienta el sol”–, el imaginario del bikini y su contrapunto de “vente para Alemania, Pepe” de la época del desarrollismo en el solar ibérico. Divisas de las y los emigrantes sumadas a los gastos de los turistas apuntalaron el mito del “spain is diferent” y propagaron la consigna “un turista, un amigo”. En aquel ciclo de despunte del turismo de masas se colonizó y devastó, al amparo de la Ley del Suelo de 1956, especialmente el litoral, donde se levantaron las necrópolis costeras que estacionalmente abarrotaban de “suecas y suecos” las playas con crema de sol y sombrillas. Fueron tiempos también del primer boom inmobiliario que inauguró la fiebre de la segunda residencia, para nativos y foráneos, pues despuntaba la especialización de ciertas áreas como geriátrico europeo.

Más adelante, la colonización turística sin olvidarse de las orillas del mar se encaramó a las montañas. La avanzadilla de la masificación turística serían las pistas de esquí, ese oro blanco que vertía y multiplicaba las urbanizaciones y los complejos turísticos asociados. Más tarde proliferó el turismo rural con encantadores hoteles rurales, agroturismos y casas o apartamentos de alquiler.

El último escalón ya se incrustó en las metrópolis. Los eventos del 92 –Juegos Olímpicos en Barcelona y la Expo de Sevilla— fueron el pistoletazo de salida. Con ellos transmutó el antaño “un turista, un amigo” en unos “amigos para siempre”, pues los gestores, de viejo o nuevo cuño, de las metrópolis promocionan sus marcas registradas, basadas en la explotación turística, dinamizada por las industrias del ocio y el entretenimiento, como plataformas de la acumulación del capital.

El auge del turismo urbano desenfrenado, salpicado de mercantilización extrema de los espacios, edulcorado por las industrias culturales y la museificación de las piedras y de las gentes –cuya mejor imagen son las estatuas humanas inmóviles que se esparcen por las Ramblas—han agudizado, sin embargo, las desigualdades socio-territoriales en la metrópoli. Ya que ese (anti)modelo de “crecimiento económico”, idolatrado a falta de otra alternativa, apremia a la venta de los territorios urbanos al mejor postor, ello potenciado, sin miramientos, por una concertación público-privada, encargada de la gestión de las conurbaciones metropolitanas y regida por los patrones del capitalismo asistido, que se entrega a la transferencia de capital público y bienes comunes a los negocios privados. Por cierto, en la que las mayores cuotas de beneficios van a parar a empresas multinacionales que controlan el negocio vertical de la industria del turismo, precisamente sustentada en una larga cadena de subcontrataciones. Con lo que se eterniza y expande la privatización de los beneficios y la socialización de los gastos y costes.

La industria turística y el sector de la construcción e inmobiliario son los motores de la devastación de amplias zonas del territorio. Con su prestigio de “generar riqueza”, su chapapote que apareció y persiste en el litoral, se expandió por las montañas y prosigue con la conversión de los pueblos en estampas de postal, y ha aterrizado en las ciudades provocando la proliferación de los no-lugares y barricidios. Litoral, montañas y ciudades son ahora parte de un mismo pack, e intercambiables los destinos.

Secuelas y daños colaterales

El boom turístico no se explica sin el abaratamiento de los costes del transporte, entre otros factores debido a la caída del precio del petróleo. Y tampoco sin el exponencial crecimiento de los vuelos low cost, debido a la liberalización del sector, y que alienta a que un 54% de los turistas internacionales empleen en sus desplazamientos el transporte aéreo. Corolario de ello son los colapsos de aeropuertos a pesar de las constantes ampliaciones y nuevas creaciones de los mismos. La moda de los macro-cruceros conlleva, por su parte afectaciones y redefiniciones en la gestión de los puertos comerciales, mientras que el ascenso de yates, entre el segmento elitista de turistas, repercute en la plaga al alza de selectos y exclusivos puertos deportivos.

La maquinaria devoradora de la turistización precisa recursos y exige infraestructuras adecuadas. El engranaje de la costa mediterránea del sur, entregada al monocultivo turístico, requiere además de aeropuertos, autovías/autopistas y AVES para los desplazamientos, campos de golf y parques temáticos para el entretenimiento. Y también ese recurso escaso, ese oro azul, que es el agua. Esas infraestructuras del capital arrastran sus conflictividades: por ejemplo, entre otros muchos, la lejana guerra del agua contra el trasvase del Ebro, o la más reciente derivada de las obras del AVE a su paso por Murcia. Otra mega-infraestructura, y que en este caso atenía a la Costa Brava fue la construcción de la MAT –Línea de Muy Alta Tensión– para garantizar, entre otros motivos, el abastecimiento de electricidad y evitar el apagón del turismo de masas, y que generó igualmente una prolongada lucha cuya criminalización todavía persiste.

El turismo, en fin, es una lanzadera de la reconquista de los territorios por parte del capital, ya que combina la intensificación de la mercantilización de los mismos con la acentuación de la privatización. Y las urbes, y entre ellas Barcelona, se exponen en estos momentos, como un caso paradigmático.

Son demasiados sus efectos. Se acentúa la toma de plazas y calles por las muchedumbres de turistas y la proliferación de terrazas que están aboliendo la condición del “espacio público” como lugar concurrencial de encuentros entre vecinos y entronizan, a cambio, la ciudad como espectáculo sólo para espectadores y solventes. La ciudad en venta que da alas a una nueva y agresiva burbuja inmobiliaria repercute asimismo en el alojamiento que acarrea la expulsión de los habitantes, los “bichos” –dicen ellos– que entorpecen el negocio y que son sometidos a un descarnado mobbing estructural. Sobresale en este panorama la adquisición, básicamente, por socimis –sociedades cotizadas anónimas del mercado inmobiliario, o mejor fondos de inversión extranjeros o simplemente fondos “buitres”, en el decir popular– de edificios completos aún con inquilinos habitándolos. El alza desmesurada de los precios de alquiler, que abarca ya a toda la región metropolitana. La reconversión de las viviendas para el turismo residencial. El acoso al comercio de proximidad por la avalancha de las franquicias. Y etc.

El turismo, para los más, no genera riqueza; al contrario extiende la precarización, tanto en lo laboral –el sector, en el que abunda la subcontratación y la temporalidad es un paradigma de las extralimitaciones de la explotación–, como en lo habitacional y en las facetas propias de la reproducción social: pasear por la calle, tomar una copa, divertirse o comprar.

Un mantra ante el espejo

Como expresaba una pintada en un barrio barcelonés, atacado por la gentrificación: “No es turismofobia, es lucha de clases”. En Barcelona, durante el pasado verano, justo después que el barómetro semestral municipal arrojara el sorprendente dato de que el turismo es la principal preocupación de vecinos y vecinas, los dueños del pastel inmoturístico y ciertos medios de comunicación siempre a su servicio, orquestaron una campaña coordinada y sostenida que consiguió poner en circulación el término “turismofobia” para intentar explicarle al mundo lo que, desde algún tiempo, está sucediendo en la ciudad en relación a esa industria global. La campaña del lobby, una pura maniobra de distracción, tenía diversos objetivos simultáneos: presionar al gobierno municipal para que siga favoreciendo sus intereses, recuperar algo del terreno perdido en el relato sobre la realidad turística en la ciudad y, tal vez lo más importante, desprestigiar un movimiento social antituristización que no para de crecer.

La cortina de humo fue disipándose a lo largo del verano, pero puso de manifiesto la honda preocupación existente entre los poderes que controlan el negocio turístico local porque en muy poco tiempo y desde diferentes frentes, se ha conseguido desenmascarar el mantra que manejaban desde hacía décadas con excelentes resultados para sus intereses: que el turismo es un beneficio para la ciudad y cuanto más turismo, mejor.

El pistoletazo de salida del incipiente movimiento antituristización se produjo en el verano de 2014 en la Barceloneta, una de las puntas de lanza del modelo que un régimen público-privado bien engrasado ha ido instaurando en la ciudad a través del monocultivo turístico. Durante el ciclo olímpico, se la había vendido como ejemplo de una supuesta “apertura a mar” y la cosa ha acabado con el barrio abierto en canal, a merced de un auténtico tsunami. Hoy, el precio del metro cuadrado de sus humildes quarts de casa es equiparable al de los barrios más caros de la ciudad. El grito “el barrio no està en venda” o “veïns en perill d’extinció” surgió de las entrañas de un grupo de vecinos que se plantaron airados durante unas cuantas noches seguidas en las puertas de las inmobiliarias que gestionaban pisos turísticos. Luego empezaron las manifestaciones, cada vez más numerosas, y la extensión de la protesta, hasta que el tema se situó en el centro del debate político. El transatlántico, hasta entonces navegando a toda máquina, empezó a ser abiertamente discutido.

En apenas tres años han proliferado en la ciudad infinidad de colectivos que han colocado la denuncia a los efectos del turismo masivo en el centro de sus luchas, ya sea organizándose barrio a barrio, como en La Barceloneta, El Raval, El Gòtic, Sagrada Família, Gràcia, Vallcarca, Poble Sec, Poble Nou, Sants o El Clot, ya sea en espacios de confluencia como la Assemblea de Barris per un Turisme Sostenible (ABTS) o el colectivo Barcelona ens Ofega.

Una de sus principales victorias, más allá de las movilizaciones, es haber elaborado y difundido adundantísima información que contribuye a explicar cómo funciona la depredación turística en Barcelona y la vinculación de este lucrativo negocio planetario a la especulación inmobiliaria, la gentrificación, la precariedad laboral, la erosión de la convivencia vecinal, el uso excluyente de la calle o la contaminación atmosférica, entre otras lindezas. Herramientas de combate imprescindibles para seguir abriendo brecha en el monolito.

Pere López y Andrés Antebi

Artículo publicado originalmente en la revista Libre Pensamiento # 92. Madrid, otoño 2017. Número completo accesible en http://www.rojoynegro.info/sites/default/files/LP%2092%20Interior-2_0.pdf.]

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