Debo precisar, antes de proseguir, que no me acaba de convencer esa denominación que se asemeja demasiado a un oxímoron, y que el planteamiento general que voy a esbozar, más que ofrecer una perspectiva teórica bien perfilada, tan solo pretende abrir una posible línea de reflexión. En un texto ya antiguo decía más o menos lo siguiente: «está claro que el radicalismo revolucionario reduce las audiencias mientras que el posibilismo reformista las ensancha. El primero ronda la ineficacia absoluta porque la insignificancia de sus tropas hace que ni siquiera alcance a iniciar la larga marcha que propugna. Mientras que el segundo se hunde en parecida ineficacia porque acaba reproduciendo los rasgos fundamentales de lo ya existente: meros cambios cosméticos, al final de un viaje transformador de tan corto vuelo que ni siquiera merecía ser emprendido.»
Sigo pensando que esa apreciación era acertada, sin embargo, creo que en la actualidad la evolución del reformismo y del radicalismo revolucionario permite desarrollar unas prácticas de lucha donde la separación entre esas dos modalidades de intervención queda, en buena medida, difuminada. La interioridad y la exterioridad respecto del sistema social vigente se pliegan una sobre otra de tal forma que esa distinción pasa a ser borrosa. En efecto, la reinserción de la revolución en la temporalidad del presente permite a sus impulsores llevar a cabo unas transformaciones parciales que, todo y ubicándose en el seno del sistema instituido, presentan contenidos revolucionarios que las proyectan hacia su exterioridad. Esa doble faceta ha adquirido forma a partir del momento en que, como lo decía Gustav Landauer a propósito del anarquismo, hemos tomado conciencia de que «la revolución no es una cosa del futuro sino del presente.»
Paralelamente a la ubicación de la revolución en el tejido actual de la sociedad, la reinserción de las reformas en una praxis revolucionaria permite que estas actúen como fermento de transformaciones globales y radicales. Esa reinserción ha agudizado nuestra conciencia de que la lucha por la emancipación no se reduce a oponernos al poder y a combatir sus manifestaciones, sino que consiste también en construir en el seno de la sociedad existente unas realidades que anticipen otro mundo radicalmente distinto. Asimismo, nos hemos convencido que el anhelo revolucionario también encuentra una de sus formas de expresión en la actuación, parcial y limitada, para aliviar la situación de las oprimidas, de los explotados, de los discriminados y de las estigmatizadas, porque no es sensato (ni revolucionario), mantenerse al margen de la posibilidad de cambiar parcialmente las cosas cuando esta asfixian a las personas más desfavorecidas. Sin duda, el hecho de sacar los conceptos de reforma y de revolución de sus formulaciones del pasado siglo abre la posibilidad de crear el concepto de un híbrido entre reforma y revolución.
En este sentido, se trata de desarrollar prácticas revolucionarias que cambien parcialmente las cosas y emprender reformas que sean revolucionarias, no porque nos acerquen a un ilusorio estallido revolucionario sino porqué encierran un contenido revolucionario. Se trata de compaginar el rechazo frontal del sistema y la voluntad de transformación radical con la actividad encaminada a transformas aspectos parciales de la actual realidad social, se trata de conseguir que el impulso revolucionario anime e impregne las practicas reformistas y que esas prácticas reviertan sobre el quehacer revolucionario. Ese reformismo revolucionario incita a la participación en el ámbito económico, creando cooperativas autogestionadas, redes de economía alternativa, redes de alimentación y de intercambios, o en el ámbito político bajo la forma por ejemplo de la participación municipalista, por citar unos pocos ejemplos.
Obviamente, no todas las modalidades de participación están en consonancia con lo que requiere una forma libertaria de incidir en la sociedad, pero me parece que se puede discriminar entre ellas y evaluar su idoneidad a partir de un criterio básico y de sus múltiples implicaciones. Ese criterio, que evoca la vieja reivindicación de la coherencia entre los fines y los medios, consiste, simplemente, en exigir que las políticas desarrolladas tengan un claro carácter prefigurativo, y que, en consecuencia, las características de las acciones emprendidas, así como las modalidades de la toma de decisión y las formas de organización adoptadas, no contradigan sino que, al contrario, reflejen siempre en sus propias características las finalidades perseguidas.
Esta formulación es, ciertamente, muy escueta, pero si desplegamos el listado de las finalidades que configuran la agenda libertaria se abre entonces una amplia gama de indicaciones para valorar las diversas formas de participación en función de su mayor o menor grado de aceptabilidad desde un punto de vista libertario. Así, por ejemplo, resultaría del todo incongruente involucrarse en modalidades de participación que reprodujeran esquemas de dominación, o manifestaciones sexistas, o formas de explotación económica, o relaciones jerárquicas, etc., etc. La mera exigencia de respetar el carácter prefigurativo de nuestras formas de participación y de intervención dibuja unas líneas rojas que descartan, por ejemplo, la posibilidad de participar en la gestión de los grandes municipios, o de involucrarnos en cooperativas de gran volumen, o de ocupar cargos relevantes en las centrales sindicales integradas al sistema.
Entre las múltiples finalidades que figuran en la agenda libertaria una de las más importantes consiste en reivindicar la capacidad de decidir por sí mismo, sin delegación, tanto en cuanto que individuos como en cuanto, que colectivos. Sin embargo, no basta con reivindicar el principio de autonomía, es preciso hacer efectivo su ejercicio porque la autonomía se construye ejerciéndola, no puede acontecer desde otro lugar que no sea el de su propio ejercicio. En efecto, la autonomía es una meta que sólo se puede alcanzar a través de su propia práctica, no es algo que se puede instituir de otra forma, no es algo que nos pueda ser dado, desde fuera, es decir, por vía heterónoma, lo cual constituiría una clara contradicción en términos. Y la autonomía es, a todas luces, un objetivo irrenunciable del anarquismo, o, como se dice ahora cediendo a las nefastas influencias del biologismo, forma parte de su ADN. Si la participación política de signo libertario ha de tener un carácter prefigurativo, es obvio que debe implicar, por lo tanto, el ejercicio de la autonomía, y eso limita de manera importante las modalidades de participación que se pueden considerar como legitimas desde la óptica de un reformismo revolucionario.
En definitiva, desde la simple exigencia de que nuestras actividades políticas tengan un carácter prefigurativo basta con poner el acento sobre la práctica de la autonomía para poder discernir con la suficiente precisión cuales son las formas de participación política que se inscriben una opción de lucha de carácter libertario.
Tomás Ibañez
[Este texto es la parte final del artículo titulado «La participación política libertaria en la época actual», publicado originalmente en la revista Libre Pensamiento # 82, Madrid, Primavera 2015. La edición completa es accesible en http://librepensamiento.org/wp-content/uploads/2015/05/LP82-completo-final.pdf.]