Hay quien ha definido la creencia como una especie de mapa, que llevaríamos grabado en nuestro interior (en mi opinión, y en nombre de la libertad, más producto del ambiente que de la genética), que nos conduce en el mundo para hallar una mejor satisfacción de nuestras necesidades. Así, dicho mapa no nos dice necesariamente cómo son las cosas, sino que nos muestra formas de conducta adaptadas a esas necesidades personales en el ámbito de una realidad percibida por la experiencia. Habría que objetar, frente a todo determinismo, que dicha definición es posible que sea muy correcta, pero que dicho mapa es, o debería ser, modificable en función del conocimiento, desarrollo, experiencias, etc. Es decir, si de alguna manera nos vemos condicionados por nuestra necesidades, algo muy humano, estas deberían cambiar y ser revisadas constantemente si de verdad creemos en el cambio y la evolución. Si recuerdan ustedes aquella campaña atea de hace unos años, que invitaba al creyente a olvidarse de la gran deidad y a relajarse, es un ejemplo perfecto. Si se esfuerzan en inscribir en nuestro mapa interno, de la forma que sea, una idea absurda, nuestros deseos y satisfacciones, toda nuestra vida, se ven condicionados por ello con toda suerte de dificultades que nos hacen caer, precisamente, en fuentes externas. La respuesta primera es, tal vez, «relajarse» para observar un horizonte amplio en la vida exento de creencias inamovibles (que siempre, tengan o no un origen sobrenatural, resultan perniciosas).
Como es sabido, es una tendencia muy humana el querer confirmar constantemente la creencia, a pesar de todas las evidencias que puedan refutarla. Así, apartamos lo que no nos interesa, seleccionamos lo que sí (a veces, sencillamente faltando a la verdad, aunque sea de modo inconsciente), denigramos a quien realiza la crítica (a veces con furor explícito, lo cual indica seguro el grado de irracionalidad de la creencia), racionalizamos, etc. Hay que insistir en que esto le pasa a todos los mortales, aunque tantas veces nos produzca tanto placer ridiculizar la creencia ajena. Si la religión, por su carácter místico y abstruso, suscita todo un debate (aunque la absurdidad sobrevuele permanentemente la creencia religiosa), otro tipo de creencias opuestas al mínimo rigor científico causan no poca perplejidad. La sensatez debería decirnos que con los mínimos conocimientos del cuerpo humano, de física o de química, no deberíamos atender, ni mucho menos creer a pies juntillas, ciertas teorías y terapias alternativas. Por otra parte, la realidad nos dice que no siempre la creencia tiene su base en la mera ignorancia, aunque no esté de más insistir siempre en el conocimiento científico (es decir, que se ha demostrado válido, aunque la ciencia no conozca de dogmas y deba ser permanentemente revisada).
La creencia, con seguridad, tiene dos tipos de fuentes: la externa, que suele ser muy condicionante y que resulta en explicaciones culturales que recibimos para comprender e interpretar la realidad (los fenómenos, las ideas, etc.); la interna, que surgiría del propio individuo, de sus experiencias, pensamientos, convicciones, etc. En el primer caso, seguramente con mayor peso, al menos en nuestras sociedades «avanzadas», llegamos a un grave problema de papanatismo; las personas suelen interiorizar sus creencias, basadas en influencias externas (familia, escuela, entorno…) e incluso asociarlas con una visión racional (es decir, lo que se llama racionalizar). Hay que decir que la fuente interna, como base para la creencia, tampoco es siempre garantía del librepensamiento y la racionalidad, ya que los mecanismos también pueden actuar de manera dogmática (aunque, sin ser consciente de ello, hay quien presuma de autonomía en nombre de su individualidad). Ustedes dirán que, según todos estos argumentos, estamos abocadas a la creencia inmovilista. No es así. Lo que se quiere dejar claro es que la creencia es inherente al ser humano, pero existen ciertas actitudes que nos mantienen a salvo del pernicioso dogmatismo, en nombre del cual acabamos enfrentados tantas veces a otras personas (los herejes, según el punto de vista del creyente).
Hay muchos seres humanos que son incapaces de cuestionar sus creencias, por temor a que todo su edificio se venga abajo (cuando eso ocurre, hay una especie de temor a divagar perdido por el mundo, si me permiten la metáfora). ¿Por qué ese miedo? ¿No es suficiente con la maravilla del conocimiento y la experiencia en el mundo para vivir plenamente nuestras vidas? Se me dirá que para eso hay que proporcionar a las personas esa base para una buena vida, para tan ricas experiencias y para un conocimiento amplio. Desgraciadamente, hemos construido un mundo donde ello no está al alcance de todos, y ahí puede radicar, en gran medida, la explicación de tanta necesidad para las creencias (principalmente, de carácter religioso). Es un motivo más para luchar por un mundo más justo para todos. En cualquier caso, y también en sociedades que denominamos «avanzadas» (tan plurales, como frívolas e intelectualmente pobres), se producen igualmente las creencias dogmáticas, viejas y nuevas, sobrenaturales, pseudocientíficas, pero también políticas e ideológicas. ¿Cómo podemos combatir esto? Al margen de los numerosos intereses que empujan a los seres humanos a mantenerse en esa posición dogmática, veamos unas cuantas actitudes individuales (siempre sanas de llevar a cabo). Trabjar para potenciar nuestra individualidad y, en la medida de lo posible, nuestra autonomía; examinar constantemente si caemos en el más pobre colectivismo, en el respeto a la tradición, en los prejuicios, en la sumisión a la autoridad o al entorno social… No se trata de desembocar en el más feroz nihilismo, pero sí una pequeña dosis del mismo, junto con con cierta actitud cínica (en el sentido clásico, de cuestionamiento permanente de la convenciones), junto a un sano anarquismo intelectual (lo cual no supone que no se reconozca cierta autoridad del conocimiento y de la moralidad, pero no coercitiva), que nos lleva a nuevos principios y convicciones (creencias, en suma, pero no inamovibles, sino moldeadas por la crítica y la racionalidad). Por otra parte, puede haber personas que piensen que ya tiene esa autonomía e individualidad; comprender también que nunca se produce de forma absoluta, por lo que es muy importante revisar permanentemente las creencias, ser muy autocríticos, aunque enarbolemos la bandera del librepensamiento (o, especialmente, por ello).