El inefable Jorge Verstrynge, que empezó su carrera política en el fascismo (y no me refiero a Alianza Popular) y acabó en no sé muy bien qué híbrido totalitario, aseguró una vez que había no pocas similitudes programáticas, dejando aparte ciertos detalles sobre la inmigración, entre Podemos y el Frente Nacional de Le Pen. La expresión de Pablo Iglesias al escuchar esto, balbuceando algo así como que, por supuesto, había más diferencias, no tuvo precio. El excomunista Antonio Elorza ya insinuó en su momento que el auge del partido morado corría el riesgo de reunir las características de lo que se narraba en aquello de La ola como el nacimiento de un movimiento fascista: populismo ideológico, sumisión al líder, etc., etc. Ya se sabe que los conversos, no sé muy bien en base a qué mecanismo, tienden por lo general al despropósito. Aclarararé que no creo que Podemos haya supuesto, ni en un sentido, ni en el contrario, una fuerza que le haya hecho el más mínimo daño al sistema; más bien, una vez que han acariciado algo de poder, han derivado estrepitosamente hacia la más inofensiva socialdemocracia. Cabe preguntarse ahora si el partido de Le Pen, como es sabido con vínculos con Vox y con el mismísimo Putin, es verdaderamente un partido fascista.
Al parecer, ni siquiera se considera la ultrarreaccionaria fuerza liderada por Le Pen una derecha extrema, algo en lo que coincide retóricamente con la legión de bodoques liderada por Santiago Abascal. En las eleccionas francesas, que acaba de ganar el socialista (¡ejem!) Macron, se ha esgrimido el miedo a la ultraderecha como símbolo de la intolerancia y de la antiEuropa. Sin abandonar ni un ápice de repugnancia hacia lo que representa gente como Le Pen y Abascal, hay que preguntarse también si lo que observamos en la política de los gobiernos europeos, sean de una pelaje u otro, difiere en gran cosa. No, no estoy diciendo en absoluto que unos y otros sean lo mismo, no caigamos una vez más de manera irritante en esos lugares comunes, digo que hablamos de piezas del mismo sistema; sin ir más lejos, observemos a lo recientemente realizado por el increíblemente progresista gobierno de Pedro Sánchez: sumisión a los intereses de la OTAN y abandono del pueblo saharahui, por no hablar de un sistema económico, maquillaje aparte, que permanece incólume.
Lo que sostengo es que este proyecto de la vieja y mezquina Europa, cuyos grandes valores fácticos se me escapan por completo, incluye a todo suerte de partidos políticos una vez convenientemente amoldados al tener aspiraciones de gobiernos: liberales, socialdemócratas, conservadores o reaccionarios. Creo que está todo atado y bien atado, aunque se mantenga, de manera más que sorprendente, la ilusión del cambio a través de las urnas en una dirección progresista, o bien se esgrima el peligro extremista por otro lado. Aunque el concepto de progreso se objeto hoy de todas las dudas posibles, no quiero minusvalorar lo que supone un retroceso con fuerzas reaccionarias en el poder, máxime en este indescriptible país llamado Reino de España, pero creo que el fascismo, tal y como se concibió históricamente es cosa del pasado. De hecho, los tics fascistas en ese sentido que pueden tener ciertas fuerzas políticas no difieren tampoco demasiado al margen de sus supuesto ideario: la cuestión, solapadamente racista, de la inmigración, con su deshumanizada política de fronteras y, muy relacionado, el manido tema de la seguridad ciudadana. Ningún cambio radical va a llegar a través de las urnas, como la realidad nos revela con asombrosa insistencia, y bien haríamos en combatir a la ultraderecha a través de los movimientos sociales, con valores profundos de solidaridad y con todas las armas culturales a nuestro alcance.