«Nada de lo que haya acontecido ha de darse por perdido para la historia»
Walter Benjamin
Entre «acracia» y «democracia» discurre una larga historia de encuentros y desencuentros. En realidad, más de desavenencias que de connivencias (y no digamos ya de confluencias). Aunque ambos términos, nombres femeninos, tiene la misma raíz, en este caso el hábito no hace a la causa. El sufijo griego «kratia», equivalente a fuerza, autoridad o gobierno, compromete a los dos conceptos. Pero justamente a la inversa. Incorporado al prefijo «a», se traduce «sin gobierno», y precedido de «demos» significa «el gobierno del pueblo». En ese contexto sintáctico y epistemológico se ubica la tarea de explorar potenciales afinidades entre «acracia» y «democracia». Algo que, a priori y desde las categorías del presentismo dominante, viene ya de fábrica prejuzgado con vehemente hostilidad. La mala reputación de la voz «democracia», hoy asociada con el capitalismo en su formato de «neoliberal y/o representativa», inspira un negacionismo militante para buena parte de la izquierda, ya sea libertaria y/o autoritaria.
Lo de «acracia», como su más genérica «anarquía», definida por el geógrafo Eliseo Reclus como «la más alta expresión del orden», entraña otras opacidades. Se refiere, a pesar de la abundante polisemia que incorpora, a un sistema de organización de la sociedad (el «demos» ampliado de la antigüedad clásica) que prescinde del «gobierno» (del gobierno del Estado, con mayor precisión) para constituirse. Definición que adquiere perspectiva cognoscente si la enriquecemos en la comparativa con los otros dos sinónimos de «kratos» que mejor le cuadran: «autoridad» y «fuerza». Así cotejada, la «acracia» sería un modelo de convivencia que difumina la fuerza coactiva (otra vez, del aparato del Estado, que como sabemos desde Max Weber es el artefacto que ostenta la patente de su uso legítimo) y el principio de autoridad (nicho donde anida la servidumbre voluntaria) para definir su régimen. Lo que conlleva, desde su haz, a negar la necesidad de un orden vertical y jerárquico de arriba-abajo (descendente de menos a más), y, visto desde su envés, la confianza en la capacidad de autoorganización (regulación directa) de las personas para administrarse en común.
Recalcando lo de «en común», porque un «individuo» aislado (se me permitirá la redundancia) carece de vínculos, es como un náufrago a la deriva en la inmensidad de un océano estéril, sin eticidad. Como sostiene el filósofo Emmanuel Levinas «el ser no existe nunca en singular», una actualización de aquel «zoon politikón» de Aristóteles, que en Bakunin cristaliza en forma de solidaridad al enunciar su idea de libertad: «Soy libre solo cuando todos los seres humanos que me rodean son igualmente libres. La libertad de los demás, lejos de restringir o de negar mi libertad, es por el contrario su condición necesaria y su confirmación». Posicionamiento el del gran agitador ruso que pivota en las antípodas del positivismo jurídico que al modo de Isaiah Berlin discrimina (ojo a la curiosa semaforización maniquea) entre «libertades positivas» (las autorizadas desde y por el Poder) y «libertades negativas» (las que nacen de la propia autonomía de la persona en su interacción social). Lo que en la vida corriente se asimila con esa especie de reserva del derecho de admisión, sensu contrario, que predica «mi libertad termina donde comienza la libertad de los demás» y viceversa. Hoy declamada a la oriunda manera ultrapopulista «los nuestros, primero».
Hablamos ciertamente desde la profundidad de los tiempos en que las ideas ensamblaron palabras y cosas. En nuestro entorno cultural el término «acracia» apareció por primera vez en el Diccionario de la Lengua Castellana de D. M. Núñez de Taboada, editado en París en 1825. Por su parte, la voz «democracia» venía de antaño, mostrándose en letra impresa en el lejano 1607 a través del Tesoro de las Lenguas Francesa y Española, debido a Cesar Oudin. Como Napoleón ante las pirámides de Egipto, podemos decir que «muchos siglos les contemplan». Con todo y eso, ambas propuestas no son unívocas, tanto «acracia» como «democracia» están transidas por acepciones varias, que aplicadas a la política cotidiana derivan en tergiversaciones que se despliegan a gusto del consumidor.
Aunque en puridad anfibología «democracia» parece tener aristas inmarcesibles. El saber convencional admite como patrón que así denominamos a un sistema político basado en el «gobierno del pueblo». Incluso, y para mayor abundamiento, este registro se suele completar añadiendo el correlato que Abraham Lincoln universalizó en su discurso del 19 de noviembre de 1863 para conmemorar la batalla de Gettysburg: «el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo». Algo que recuerda a otro hecho de guerra, la oración fúnebre de Tucídides tras la derrota ante los espartanos donde apareció por primera vez la expresión «democracia». Aquí, pues, la clave, al contrario que en la «acracia», estaría en el calificativo «pueblo». ¿Quién compone el «pueblo»? ¿Es una estadística demográfica? ¿Cuáles son sus atributos? Sin recurrir a demasiados artificios ni sofisticaciones, parece lógico afirmar que el «pueblo» lo integra la mayoría de la población (activada o silente). Cuando no el sector de la población más desfavorecido y pobre, que por esa condición doliente suele ser la clase más numerosa. En la democracia así rotulada el poder de gestión lo detentarían los de abajo, el estamento con mayor base de la pirámide social. El laberinto del minotauro, no obstante, se complejiza aún más cuando se mimetiza en proyecciones espacio-temporales como «democracia burguesa», «democracias populares», donde el adjetivo coyuntural de-vora al sustantivo perenne.
Establecido y desarrollado este pautado, podemos entrever que entre «acracia» y «democracia» existe más que un aire de familia, por utilizar la conocida expresión, aunque ciertamente no puede hablarse de parentesco. El horizontalismo que implica el sesgo abajo-arriba (una casa no se empieza por el tejado sino por los cimientos), consignado en la «acracia», goza de parangón y proximidad con el gobierno de la mayoría que singulariza la «democracia», ambos términos idealmente considerados. Parece coherente, pues, deducir que si en democracia son los más los que deciden, nadie en particular manda. Justamente el espíritu que fecunda a la acracia. De ahí que, en un ejercicio que tiene mucho de experimental y proyectivo, hace tiempo me haya arriesgado a pensar la «acracia» y la «democracia» como realidades paralelas condenadas a entenderse, vasos comunicantes malgré lui, porque en ambas mana idéntico alfaguara. Atando cabos. Razón por la cual considero que cabría hablar de un híbrido llamado «demo-acracia», al que supondríamos una democratización de la acracia y una acratización (o anarquización, si mejor se quiere) de la democracia. Un ayuntamiento dúplex con lo mejor de cada microcosmos. Algo que podría servir para explorar nuevas posibilidades políticas cara al siglo XXI, superando las limitaciones de la «acracia» como opción de minorías escasamente representativas (el clásico sambenito de utópica) y rescatar valores de la democracia en cuanto a proveedor de participación política, más allá del anquilosamiento que supone su constante parasitación por los partidos y la cosificación del voto como valor de cambio.
Y vayamos del lado de las inclemencias. Lo que aquí y ahora aleja a la «acracia» de la «democracia» es que la primera se estructura y escalona confederalmente, bajo el signo de la acción directa y, causa y efecto a la vez de ese esquematismo en la intermediación, sin protagonismo de liderazgos inhibidores y jibarizantes de la propia autonomía. Mientras la segunda exige la prótesis de la representación entendida como delegación e, inherente a esa especie de cheque en blanco de los más hacia los menos, encarnado en la maximización y disciplinamiento de un tipo de paternalismo solo consentido en el universo infantil y en el operativo castrense. El simulacro de elección sobre el panel de listas cerradas y bloqueadas; el ascendente del partido sobre los representantes electos; el cortoplacismo gubernamental afecto en primera instancia a capitalizar rendimientos para el grupo político vencedor; y los barreras de salida levantadas para dificultar la expulsión de la función representativa a electos que han sobrevenido corruptos, fraudulentos o venales, son las señas de identidad del modelo de democracia realmente existente frente al ideal de democracia de proximidad anatemizado como irrealizable.
La generalización de las sociedades a escala, propias del desarrollismo demográfico y la masiva urbanización, se argumenta como razón de ser de esa mediación política. Y, a la inversa, como atavismo obsolescente, propio de etapas «prepolíticas», en el caso de la democracia vis a vis que se pregona del estereotipo ácrata. Pero es precisamente en esta encrucijada donde en la actualidad postmoderna refulge una cadena de valores compartidos. La creciente incapacidad del modelo vigente para atender la demanda de una sociedad organizada sobre vectores de libertad, igualdad, solidaridad, prosperidad y respeto de los derechos humanos, un formato que hurta la experiencia de autogobierno de las personas en favor de la profesionalización política, está ya en la diana del debate intelectual. Son muchos los sociólogos y politólogos que alertan sobre el proceso de destrucción de la democracia por su subordinación al capitalismo neoliberal, hasta el punto de producir auténticas mutaciones en su ecosistema. El caso de la China, megapotencia a la vez capitalista y comunista, sería el referente más capcioso. De ahí que estos expertos y teóricos estén desandando el camino de la heteronomía imperante, descubriendo un decrecimiento político (que conlleva otro similar económico) sobre los sillares de la «vieja» democracia directa inserta en la autorrealización individual y colectiva.
En ese plantel, cuya exposición rigurosa requeriría otras tribunas, encontramos opiniones sobre la desescalada de la democracia neoliberal, como la de André Blais, director del Centro de Investigación en Estudios Electorales en la universidad canadiense de Montreal («Hay que probar el sorteo, en pequeñas dosis, para elegir a nuestros representantes», o la de Christian Salmon, autor de Story telling y La era del enfrentamiento, un suma y sigue sobre la brecha abierta entre representantes y representados («Solo podemos contar con la entropía del propio sistema, con el hecho de que, llegado cierto punto, nos demos cuenta que resulta imposible comunicarnos»). Pero sobre todo son especialmente relevantes las aportaciones contenidas en dos obras de reciente publicación: Vida y muerte de la democracia, de John Keane, profesor de política en Sidney (Australia) y en el Wissenschaftszentrum de Berlín, y Demópolis, de Josiah Ober, catedrático de Clásicas, Teoría Política y Filosofía en Stanford (EE.UU.). A los efectos de nuestra exploración demo-acrática, del voluminoso trabajo donde Keane desarrolla el concepto de «democracia monitorizada» reseñamos lo que define como «regla número: tratar el re-cuerdo de las cosas pasadas de la democracia de manera tan vital como sus presentes y futuras» (pág. 850). De Ober su énfasis en repensar la teoría y la práctica de la democracia existente antes del liberalismo, cuando primaba el autogobierno colectivo, porque «[…] en la medida en que una sociedad democrática reduce la presión de la jerarquía del estatus y del control relacionada con la autocracia, se convierte, en general, en un elemento favorecedor para el bienestar humano» (pág.139).
La fructífera trabazón pasado-presente que consignan estos dos investigadores tiene también su huella en los anales del pensamiento anarquista. Desde un Pierre Josep Proudhon, el «padre» de la idea ácrata, que anunciando el contenido de su libro La capacidad política de la clase obrera, escrito en 1864, sentenció: «No encontrarán en él más que una sola idea: la Idea de la nueva democracia», hasta lo expresado más de un siglo después por un libertario no menos talentoso, el italiano Amedeo Bertolo, al identificar la anarquía como «una forma extrema de democracia».
Acracia y democracia: eppur si muove.
Rafael Cid
Publicado originalmente en el periódico Rojo y Negro # 340, Madrid, diciembre 2019. Número completo accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro%20340%20diciembre_0.pdf