Suelen mencionarse como dos las corrientes políticas y filosóficas que marcan el desarrollo de la modernidad, socialismo y liberalismo; sin embargo, el engaño de tal aseveración estriba en la marginación de una que, aunque ello precise de muchos matices, puede observarse como una síntesis de ambas. De esa manera, como afirma el sociólogo Christian Ferrer, podrían ser tres las filosofías modernas con aspiración emancipatoria: liberalismo, marxismo y anarquismo; particularmente, creo que son muchas las diferencias que separan las ideas libertarias de las marxistas, mientras que de las ideas liberales no podían aceptar bajo ningún concepto que la libertad política y la justicia económica fueran irreconciliables. Es por eso que, una de las tesis de este libro, es que la anarquista es la más compleja concepción de la libertad que ha dado la modernidad. Es cierto que las ideas libertarias, proudhonianas o bakuninistas en origen, nacen o al menos se desarrollan inicialmente como una corriente socialista en la Asociación Internacional de Trabajadores, pero pensamos que van mucho más allá y una muestra de ello sería la temprana ruptura con la rama marxista, por incompatibilidad entre medios y fines, por realizar la doctrina de Marx demasiado hincapié en la liberación obrera, pero también por la fe que depositaban los libertarios en la autonomía individual y en el criterio y la responsabilidad personales.
A principios de la década de los 90 del siglo XX, tras la caída de la URSS y en general del fracaso del comunismo originado en Marx, Francis Fukuyama proclamó entusiasta el fin de la historia y de las ideologías, que era otra manera de decir que el liberalismo se había proclamado triunfador a nivel universal. El fracaso del sistema soviético, con sus desmanes hacia las personas y el medio ambiente en nombre de un futuro halagüeño que nunca llegó, empujó de manera maniquea a creer que la economía liberal sería el único orden posible, y ello a pesar de sus excesos y de los numerosos excluidos de un bienestar mínimo. El supuesto fracaso de las ideologías hizo cuestionar los tradicionales conceptos de derecha e izquierda, algo que con el tiempo solo se ha exacerbado, especialmente por la sumisión de la segunda a propósitos electoralistas y gestiones estatales; la idea de progreso, siempre cuestionada por los ácratas, que nunca sucumbieron a doctrinas históricas finalistas, se mantuvo en el imaginario popular gracias al supuesto triunfo del sistema liberal, mientras que el individualismo parece ir inevitablemente asociado a la modernidad, aunque desprendido del carácter subversivo e irreductible más propio del anarquismo. En cualquier caso, más de tres décadas después, aquella aseveración simplista de Fukuyama es posible que no merezca demasiado recorrido intelectual, pero para el caso que nos ocupa nos detendremos brevemente en ella. En primer lugar, como ocurre con el propio anarquismo, no es posible trazar unos límites precisos sobre el liberalismo, por lo que habría que hablar de liberalismos en plural con rasgos, incluso, contradictorios entre ellos. De hecho, las discrepancias entre los que se consideran liberales son numerosas, algo que podría ser lógico al referirnos a ideas que no son fijas o inmutables, pero que a veces caen en lo grotesco al reclamar unos u otros el “verdadero” liberalismo. Por otra parte, hablar de ideas con pretensiones universales ocasiona no pocos problemas, ya que existen condicionantes culturales locales con mucho peso; de hecho, esa universalización liberal se identifica no pocas veces con la globalización capitalista, del llamado libre mercado y de la propiedad privada, mucho más que con una globalización de la solidaridad y de una fraternidad universal, que un anarquista abraza sin dudarlo. No obstante, para ser justos, no identificaremos liberalismo de manera simplista con capitalismo, especialmente en su confrontación ideológica y moral con el anarquismo. Dejaremos claro, en cualquier caso, que hay que hablar de liberalismos y de anarquismos en plural, aunque es posible que las ideas libertarias posean más rasgos que las unan, especialmente en su irreductibilidad sobre la negación de cualquier clase de dominación, lo cual les confiere una innegable fortaleza moral.
Dejaremos claro, antes de sumergirnos en este modesto ensayo, que al hablar de anarquismo e ideas libertarias nos vamos a referir en todo momento a propuestas emancipadoras opuestas a toda forma de dominación, y no solo provenientes del Estado, así como de explotación económica. Precisamente, la acaparación en los últimos años del término “libertario”, e incluso “anarquismo”, para designar lo que no son más que corrientes liberales radicales, que propugnan un capitalismo sin límites políticos, al menos en la teoría, no invita más que a la confusión. Proliferan ciertas perezosas traducciones al castellano, mediáticas y editoriales, del término inglés “libertarian” por “libertario”, pero no entraremos en ese juego y nos mantendremos fieles a una nítida concepción semántica de amplia raigambre histórica*.
Otra cuestión en la que el anarquismo está en desventaja, y tal vez unas de las motivaciones para la escritura de esta obra, es su mala prensa especialmente en comparación con el liberalismo; si alguien se proclama anarquista, obliga a continuación a una serie de esforzadas explicaciones, mientras que la persona liberal, incluso aceptando la polisemia del término, es vista de forma habitual como abierta y tolerante. Curiosamente, el término “liberal” se dice que nació en España hace dos siglos para representar a un partido político y es posible que aquel fuera el punto de partida para dar nitidez a los contornos de unas ideas que deseaban otorgar a los individuos oportunidades para llevar a cabo sus específicos proyectos de vida al margen de toda opresión externa. Expresado de esta manera, es posible que las simpatías hacia el liberalismo, como puede ser en parte el caso del que suscribe, a pesar de que en esta obra hay un esfuerzo en no ocultar las preferencias por las ideas libertarias, estuvieran mucho más extendidas de lo que se acostumbra.
No obstante, las ideas y prácticas liberales han sufrido notables variantes, muchas más de lo que algunos supuestos propugnadores del liberalismo en la actualidad, pertinaces en su defensa de ciertas concepciones clásicas, suelen hacer creer. De esta manera, con muchísimos matices, puede hablarse de un liberalismo clásico, de un liberalismo de corte social o progresista o, con más vigencia en los últimos años, del llamado neoliberalismo. El liberalismo clásico hizo hincapié en la libertad individual, en las garantías constitucionales y en un Estado limitado, que garantizara el orden y defendiera la propiedad privada. En cambio, el liberalismo social o socioliberalismo, nacido a finales del siglo XIX y principios del XX, realizo una crítica al laissez faire, y se esforzó en el desarrollo individual, así como en atender a la sociedad como espacio de convivencia; hay quien sostiene que de esta corriente surge el llamado Estado de bienestar, desarrollo más bien convulso e inestable a lo largo del siglo XX, aunque esto daría lugar a otro debate. Por último, con poco o nada en común con alguna inquietud social, nace en la segunda mitad del siglo XX el neoliberalismo, que confía de manera exacerbada en la libre iniciativa, la propiedad privada y los mercados, lo cual no dejan de ser rasgos que ocultan los manejos de las élites políticas y económicas como veremos en el capítulo correspondiente. Michael Freeden, en una obra citada a lo largo de este ensayo, considerará que el neoliberalismo es una tergiversación de algunos de los rasgos primordiales de lo que podemos considerar ideas liberales, como sería el caso de la sociabilidad del ser humano o por querer identificar la racionalidad meramente con la maximación de beneficios. Sea como fuere, consideramos necesario matizar entre las diferentes familias del liberalismo, sin caer en categorizar sobre cuál es más verdadera, y bien es cierto que el neoliberalismo y los que lo preconizan, que habitualmente se consideran los auténticos herederos de la doctrina, han servido para caricaturizar en no pocas ocasiones el liberalismo en general. Helena Rosenblatt, en otro libro reciente al que acudiremos en alguna ocasión y en una línea similar a Freeden, en su mismo título alude a un “liberalismo olvidado”, que quiere identificar con preocupaciones morales y comunitarias; si ese liberalismo es el más correcto a nivel histórico lo dejaremos a juicio del lector.
Recordaremos también, estando muy relacionado, otro asunto que lleva a la confusión, que el término liberal tiene diversas connotaciones según la tradición del país donde nos encontremos; de esa manera, en el mundo anglosajón el liberalismo está más vinculado con una actitud progresista, mientras que en la Europa continental es más propio de la derecha y es visto, incluso, como enemigo de los intereses de las clases trabajadoras. Si, de nuevo, hablamos de traducciones poco rigurosas, obras escritas en inglés que usan el término “liberal” y son simplemente traducidas de esa manera al castellano, sin explicación alguna, sume en la perplejidad al lector al vincularlas con el sentido continental desprovisto de cualquier connotación social. Efectivamente, la ubicuidad del liberalismo invita no pocas veces a la perplejidad y la distorsión final.
Este ensayo está dedicado, fundamentalmente, al pensamiento y a no pocos autores, aunque se aluda someramente a la realidad social y política de cada momento; no podemos dejar de mencionar que, al menos en el caso del anarquismo, teoría y movimiento se conforman y enriquecen mutuamente, siempre vinculados a las circunstancias sociales y culturales que les tocaron vivir. Durante casi un siglo, el anarquismo tuvo una vitalidad notable con el culmen de la Revolución española de 1936 y, desgraciadamente, su fin tras el triunfo de la reacción; a pesar de que durante casi tres décadas, hasta el evento de Mayo del 68, tuvo solo una presencia residual en las luchas sociales, queremos reivindicar el rico corpus teórico que se mantuvo vivo e innovador en ciertos autores y colectivos. Para el que suscribe, el anarquismo tiene un componente liberal innegable, que se remonta al viejo Bakunin, el cual trató de conciliar de manera entusiasta, otorgando toda confianza a cierta armonía natural, individualismo y socialismo. Por supuesto, no en todo el anarquismo posterior se ha aceptado fácilmente esa conciliación entre dos polos, a veces, antitéticos. Valga como muestra la pasión que suscita en el mundo libertario, pero no pocas veces también rechazo, un individualista exacerbado como Max Stirner, que bien es cierto nunca se consideró a sí mismo como anarquista; en el otro polo, podemos encontrar a un Kropotkin, cuyas encomiables propuestas comunitarias no pueden, en cualquier caso, ser vistas como un dogma para un amante de la libertad individual. Como se ha señalado en ocasiones, y temiendo ser simplistas, existe un anarquismo de tendencia comunitaria de base obrera y otro individualista, más propio del mundo anglosajón en origen, aunque con influencia en países europeos continentales, con más carácter intelectual y artístico; del mismo modo, se ha querido ver el primero como marcadamente solidario, mientras que el segundo caería a veces en el elitismo al no confiar demasiado en la acción de las masas. Particularmente, pensamos que dicha división no es tan estricta, ya que los ácratas, de cualquier tendencia, confiaron en cada momento en la rebeldía personal y en el librepensamiento, mientras criticaron siempre la vulgaridad del rebaño; a pesar de ello, creemos que, gracias a su fortaleza moral, trató siempre de sortear el caer en alguna suerte de aristocracia individual para tratar de que el conjunto de la sociedad buscara sus propias vías de liberación. El anarquismo ha sido, en cualquier caso, la filosofía que ha defendido con más fortaleza la libertad individual, pero entendida siempre con su componente social y solidario, ya que la libertad de unos se completa con la libertad de todos, si se nos permite de nuevo parafrasear el pensamiento de un reivindicable Bakunin. Dentro de esta compleja filosofía sobre la libertad, nos encontraremos en este ensayo con su concepción negativa, más propia del liberalismo, entendida como no interferencia en los asuntos del individuo, y también con la necesidad libertaria de completarla con una visión positiva en toda su amplitud a nivel social y político, pero sobre todo moral. Es aquí donde, como reza el subtítulo de esta obra, puede abrirse un abismo entre anarquismo y liberalismo.
A pesar de que el autor del libro no esconde en ningún momento la importancia del pensamiento e, incluso, se atreve a emparentar en algunos aspectos las filosofías liberales y libertarias, anticipándose a algunas críticas pertinaces, niega cualquier asomo de ingenuidad a la hora de imaginar alguna suerte de evolución antropológica optimista entre nuestras sociedades liberales (con todo lo que eso tiene de falacia en algunos aspectos), en las que supuestamente vivimos hoy en día, y una probable sociedad libertaria futura. Para que dicho cambio radical se produzca, lo dejaremos más que claro, son necesarias transformaciones de las estructuras sociales y políticas sobre las que se cimentan, precisamente, las propias sociedades que se autodenominan liberales.
José María Fernández Paniagua
Si te interesa el libro, escribe a: info@acracia.og
*A menudo, se atribuye a Sébastian Faure el haber acuñado el término “libertario”, como sinónimo de anarquista, ya que en 1895 creó la publicación Le Libertaire; sin embargo, tal como precisó George Woodcock, el haber sido usado por Joseph Dejacque ya en 1858 con la misma intención, en el periódico anarquista Le Libertaire, Journal du Movement Social, indica que es bastante anterior.