Es obvio que el anarquismo actual es variopinto, que se presenta como una entidad inconexa, fragmentada, polimorfa, fluida, inestable, sin duda eso puede crear cierta preocupación, cierto desasosiego entre quienes achacan a esa dispersión, a esa fragmentación, la dificultad para dotar al anarquismo con una mayor capacidad de incidencia política y social. Sin embargo, creo que cometen un gravísimo error quienes buscando mayor eficacia, pretenden estructurar al movimiento anarquista, organizarlo proyectando sobre él, el clásico y desfasado modelo de las organizaciones políticas de antaño, la nominación de: “un anarquismo organizado” está siendo sistemáticamente propagada en el seno de los medios libertarios, desde hace ya algún tiempo, sin embargo, no existe en realidad un anarquismo organizado por un lado, y otro, que no lo sea, por otro lado.
Es obvio que siempre hay que organizarse, y que el desarrollo de cualquier tipo de actividad colectiva, exige necesariamente alguna forma de organización, así como el despliegue de cierta actividad organizativa, aunque solo sea para editar unas hojas o para organizar un debate. Por lo tanto, la cuestión no es si hay que organizarse o no, sino cómo organizarse, y la respuesta es que para saber cómo organizarse hay que saber para qué nos queremos organizar, eso es lo que condiciona y lo que determina la forma organizativa que conviene adoptar. En la medida en que para ser eficaz, la forma de la organización debe adecuarse a la naturaleza de las tareas y de los objetivos por los que esta se crea, y en la medida en que estos son diversos y a veces variables, transitorios, en realidad son múltiples formas organizativas las que deben coexistir de manera tan complementaria como sea posible. No dudando en desaparecer o en transformarse al ritmo de los cambios que experimenta el contexto social, y al ritmo de los eventos que acontecen en su seno.
Basado en amplias perspectivas estratégicas, el modelo organizativo tradicional presupone la creación de una estructura permanente, estable, envolvente, articulada en torno a unas bases programáticas, a unos objetivos comunes de carácter suficientemente general, para que la estructura disponga de una amplia permanencia temporal, desde esa perspectiva se pugna por construir organizaciones tan grandes, tan duraderas, tan potentes como sea posible, para poder sostener enfrentamientos globales y para poder aguantar prolongadas guerras de trincheras.
Ahora bien, si dejamos de lado la nostalgia por un entrañable pasado que aun sentimos muy cercano, es fácil percatarse de que se trata de un modelo que congenia bastante mal con las actuales condiciones sociales, y que ha perdido buena parte de su eficacia en una época y en unos tiempos, que se sitúan bajo el signo de la velocidad desenfrenada y que se caracterizan por la extrema rapidez de los cambios. Frente al modelo organizativo tradicional, el nuevo imaginario anarquista sustituye los planteamientos estratégicos por perspectivas simplemente tácticas, y se decanta más bien por la fluidez de una guerra de guerrillas, donde las pesadas y grandes organizaciones constituyen generalmente un lastre, en lugar de una ayuda.
Parece claro que la actual fragmentación y la inestable fluidez del movimiento anarquista se corresponden bastante bien, encajan bastante bien, con las características de la realidad en las que estas se insertan y con la naturaleza de los dispositivos de poder a los que se enfrenta, y es precisamente por que encaja en la realidad actual y porque lucha contra las formas que adopta la dominación en el periodo actual, por lo que el movimiento anarquista contemporáneo, arraiga y se expande como lo está haciendo, en efecto, todo indica que la realidad actual exige modelos organizativos mucho más flexibles, mucho más fluidos, orientados por simples propósitos de coordinación, para llevar a cabo tareas concretas y específicas.
El hecho de romper esa fluidez organizativa, propiciada entre otras cosas por las nuevas tecnologías, y que dibuja una movilidad organizativa que podríamos calificar como “reticular” y “viral” conduciría muy probablemente, (y me temo que así sería), conduciría a condenar al movimiento anarquista a sufrir un nuevo eclipse. Mi convencimiento es que la cuestión de la organización debe ser repensada, resignificada, al estilo de lo que ha ocurrido con el concepto de revolución, no para propugnar la ausencia o la inutilidad de la organización, ya lo he dicho, sino para renovar su concepto, sus formas, y su práctica, sin embargo, mucho me temo que la fascinación ejercida actualmente en ciertos sectores militantes por el antiguo modelo de la organización, enarbolado como una panacea para incrementar la eficacia y la difusión del anarquismo, no facilita para nada ese cometido, sino que entorpece la creatividad militante que requiere esa reflexión.
Si queremos avanzar en la tarea de repensar la problemática de la organización, y explorar cuál es la forma de organización más adecuada al momento actual de las luchas, y a las características del terreno en el que se insertan, hay que dejar de alimentar la engañosa ilusión de que las dificultades que aquejan a las luchas actuales, se deben principalmente a la ausencia de una gran organización libertaria, y que esas dificultades desaparecerán tan pronto como esa organización vea la luz. La problemática de la organización, que suele ir acompañada de la exhortación a la creación de un “poder popular” y a “empoderar” al pueblo, me hace temer que volvamos a caer en viejos errores que la efervescente explosión libertaria de los años sesenta, parecía haber ayudado a superar.
Tomás Ibáñez
Publicado originalmente en revista Parrhesia # 30, Bahía Blanca, octubre 2016. El número completo es accesible en http://www.mediafire.com/file/jbsxibm5638yfae/PARRHESIA_N%C2%BA30.pdf