Toda teoría política está ligada a una antropología determinada y “comparable”, es decir, a una visión específica del ser humano. Es posible hablar de antropología –literalmente “tratado sobre el ser humano”– solo si pensamos que pueda haber una representación unitaria de la naturaleza humana, que todos los humanos tengan unas características esenciales, es decir, “naturales”, comunes. Por otro lado, cuantos opinan que todos los hombres tienen la misma naturaleza, dan por descontado que en su dimensión social y comunitaria los humanos deben vivir de forma coherente con tal naturaleza.
Antropología y teoría política
Lo recordado no se relaciona solo con la antropología, sino también con la lógica: si por ejemplo considerásemos al hombre como una criatura de Dios –como sucede en las religiones monoteístas– deberemos estar de acuerdo en la necesidad de que el hombre, tanto en la dimensión pública como en la privada, viva de manera conforme a la voluntad percibida a través de la revelación de su creador.
Existe también una prueba de lo contrario de lo recordado: por ejemplo, cuantos piensan que todos los hombres son antisociales y agresivos por naturaleza, no pueden imaginar una forma de convivencia fundada sobre la primacía de la libertad, que exaltaría las naturales tendencias agresivas e imposibilitaría la convivencia pacífica.
El gran monstruo, el Estado absoluto
Tres mil años de historia nos muestran una serie diferenciada y alternativa de formas de gobierno; en la época moderna se contraponen, entre otras, dos teorías extremas e incompatibles: la del Estado absoluto totalitario, que se rige por la fuerza y la brutalidad, y la basada en la libertad de los individuos, vistos como individuos privados tanto como sujetos políticos. La primera es la del “Estado Leviatán”, fórmula que retoma el título del famoso libro de Thomas Hobbes, que a su vez se refiere a un monstruo marino del que se habla en varios pasajes de la Biblia. El Leviatán es utilizado en la Biblia también en sentido metafórico, como símbolo de reyes y naciones potentes, retomado por Thomas Hobbes en su obra principal como sinónimo de Estado absoluto: una especie de monstruo que se impone esencialmente gracias a su potencia. Absoluto significa “superiorem non recognoscens”, disponer en el propio ámbito específico de un poder omnímodo, es decir, no limitado ni condicionado por nadie. Tal poder está concentrado en las manos de uno o de unos pocos, mientras todos los demás son súbditos, sujetos a tal poder. En este punto surge espontáneamente una pregunta: ¿por qué motivo y a cambio de qué los miembros de una comunidad deberían someterse a un poder tan totalitario, renunciando a la condición de ciudadanos libres para convertirse en súbditos?
El hombre lobo y la agresividad humana
Hobbes explica en todas sus obras políticas, en los Elementos, en De Cive y en Leviatán, precisamente a partir de una visión del hombre rigurosa y dramática, que se puede resumir en la famosa fórmula homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre); el hombre entre los demás hombres se comporta como una fiera. Esto es el hombre en estado original, en estado natural, que para Hobbes es un “estado de guerra” donde los individuos gozan de una libertad absoluta que solo es teórica, porque se expresa con una extensa agresividad, que hace precaria e insegura la vida de los individuos. El paso del estado natural al estado civil llega a través de la creación de una realidad artificial que centraliza y monopoliza el poder de los individuos, que ceden al Estado-Leviatán su poder y su libertad a cambio de seguridad. Hobbes seguramente estuvo influido por los acontecimientos de su época, ya que vivió gran parte de su existencia en una precaria condición de guerra. Su modelo de Estado absoluto, si bien no puede asegurar la paz en el ámbito internacional, la garantiza en el interior del Estado, con la fuerza y la autoridad que impone a todos los súbditos, los cuales renuncian a una parte considerable de su libertad a cambio de seguridad y paz.
Sociabilidad humana y asociaciones libres
En las antípodas de la teoría hobbesiana hay una visión del hombre y de la política fundada sobre el imperio de la libertad y la natural sociabilidad del hombre, que encontramos ya en el pensamiento clásico y en la filosofía política de la democracia antigua. Es la teoría que considera al hombre un zoon politikon, un animal sociable, y a la polis, la comunidad política, como un conjunto de libres e iguales que se autogobiernan, gestionando por turno y por tiempo las diferentes tareas. El límite de la teoría aristotélica, como el de la democrática, reside en el hecho de que no se refiere a todos los hombres, sino solo al varón adulto, libre y ciudadano, excluyendo a las mujeres, los esclavos y los extranjeros. Por ejemplo, si bien Aristóteles considera al hombre naturalmente sociable, justifica la marginación social de las mujeres y llega a considerar “natural” la esclavitud; es decir, distingue a los hombres en dos categorías, libres y esclavos, casi una teoría protorracista. La propia democracia griega, aunque valora extraordinariamente la libertad, el compartir y distribuir el poder entre todos los polites, los ciudadanos, niega la participación en la gestión del poder a las mujeres y mantiene en la condición servil a una parte de los habitantes de la ciudad. No obstante, no hay que minimizar la aportación de tal concepción del hombre y de la comunidad política: por primera vez se plantea que todos los miembros de una comunidad deben gestionar el poder en régimen de autoadministración y defenderse a sí mismos a través de lo que representa el primer ejército del pueblo en la historia.
Antropología libertaria
En la base de la democracia antigua, como en el moderno pensamiento libertario, hay una visión “pesimista”, casi “trágica”, del poder a la que se contrapone una concepción positiva y optimista de las capacidades humanas, es decir, una antropología de signo positivo que considera a cualquier hombre digno y capaz de ser libre y de utilizar de manera positiva y socialmente útil la libertad. La libertad puede ser entendida como un valor, como un principio positivo solo si pensamos que los humanos son capaces de usarla de modo provechoso para sí mismos y para la comunidad en la que viven.
Existe una relación inseparable entre toda teoría de la sociedad y la visión del hombre en que se basa y en la que se identifica. Los dos extremos, al menos en el pensamiento clásico, pueden identificarse en la filosofía aristotélica y en la de Thomas Hobbes. Al zoon politikon, al hombre animal político, es decir, social, de Aristóteles, se contrapone el “hombre lobo” del filósofo de Malmesbury.
Ambivalencia impulsiva
Entre ambas hay una serie de teorías, por así decir, “intermedias”: por ejemplo la antropología en la base del cristianismo describe un hombre que, en términos freudianos, podremos definir con una ambivalencia impulsiva. Criatura de Dios, hecho a su “imagen y semejanza”, pero al mismo tiempo imperfecto, presa de las pasiones y capaz de pecar, hasta despreciar su papel de criatura y rebelarse al creador, culpa por excelencia que está en la base del “pecado original”. Esta visión por la que el hombre no es ni ángel ni demonio, pero puede convertirse en lo uno o lo otro, ha sido justificada por la Iglesia, considerada necesaria para orientar y guiar a los cristianos en su elección.
Lo que Freud define como “ambivalencia impulsiva”, es decir, como duplicidad en el hombre tanto de impulsos agresivos, de muerte (identificados con Tánatos), e impulsos eróticos, que abocan a las relaciones (identificadas con Eros) es difícilmente rebatible. Los testimonios históricos y los datos de las crónicas nos facilitan las pruebas irrefutables de cómo el individuo es capaz de ser solidario y fraterno con los demás, pero también violento y sádico. Todo hombre puede ser al mismo tiempo, si bien en contextos diferentes, tanto ángel como demonio, tanto solidario como agresivo. Una serie de estudios freudianos a partir de las Consideraciones sobre la guerra y la muerte de 1915, explican por qué el hombre en tiempo de guerra, una vez despreciadas las rémoras sociales, puede con toda naturalidad transformarse en una máquina de matar, en un asesino, ya que la agresividad es un componente estructural, “natural”, de su psique.
Optimismo antropológico
La visión del hombre fundada en la “ambivalencia impulsiva”, en la doble presencia de sociabilidad y agresividad, está presente también en el pensamiento anarquista, si bien prevalece la primera perspectiva: el hombre, todo hombre, es considerado sustancialmente sociable, capaz de la cooperación y la solidaridad con los demás hombres, capaz de vivir libremente y sin la necesidad de una organización jerárquica de la sociedad. En otras palabras, con posibilidades de crear una sociedad sobre bases igualitarias y libertarias, en un régimen de autoadministración, de democracia directa. Es una teoría que retoma el pensamiento político y la antropología de la democracia griega y que conjuga lo que yo defino como “optimismo antropológico”, con una visión “escéptica” si no trágica del poder. Los griegos, por primera vez en la historia, teorizan y traducen en realidad la idea de que todo hombre es capaz de gobernar la polis, la sociedad política en la que vive. No uno, no unos pocos, sino todos los miembros de una comunidad política, pueden y deben, según teóricos como Protágoras y personajes como Pericles, gestionar la cosa pública, común a todos. Al comienzo de este artículo, subrayaba cómo la democracia, si por un lado significaba “gobierno de todos los ciudadanos”, por otro lado excluía a los “no ciudadanos”, como los extranjeros y los esclavos. Al mismo tiempo, sin embargo, hay que recordar que en sus orígenes la democracia ateniense permitía (si bien como excepción) que individuos como los metecos (extranjeros residentes) e incluso los esclavos pudieran convertirse en ciudadanos. En otras palabras, ningún hombre era considerado incapaz por naturaleza de convertirse en ciudadano, o sea, un sujeto políticamente activo, capaz de (auto)gobernarse. La moderna teoría libertaria no dice nada diferente: cualquier humano tiene la posibilidad de vivir como ser libre, es decir, de autogobernarse cooperando con sus semejantes, sin necesidad de construir realidades políticas basadas en la jerarquía, en las que el individuo asume el papel de súbdito, de siervo y no de hombre libre.
Esto significa “optimismo antropológico”: pensar que todo hombre, al menos en potencia, sea capaz de ocuparse de la organización y la gestión de la sociedad en la que vive. “En potencia” no quiere decir de forma abstracta e hipotética; significa que quienes parecen desmentir este asunto, revelándose incapaces de autogobierno, no son tales por incapacidad natural, congénita, sino por limitaciones de tipo cultural, histórica o contingente, ligados a una específica condición social, cultural y temporal. Una vez eliminados esos impedimentos, por ejemplo ayudando a las personas a tener una formación cultural adecuada, cualquier humano, si bien con diferentes modalidades, llegará a cooperar con sus semejantes y será capaz de tener y ejercer el “arte de la política”.
La cuestión de la libertad
Solamente una teoría de este tipo puede poner como central la cuestión de la libertad. La libertad es considerada un valor, incluso “el valor” por excelencia, solo si imaginamos un hombre naturalmente sociable, “bueno”, que a través de la libertad realiza de manera espontánea y natural su sociabilidad. Para cuantos, como Thomas Hobbes, piensan que el hombre es agresivo por naturaleza, la libertad es un no-valor, puesto que libera la agresividad humana, libera al “lobo” de las cadenas y le permite agredir, hacer el mal a sus semejantes. Ante tal perspectiva, el valor sería la autoridad y no la libertad.
La teoría libertaria, por antigua o moderna que sea, une a la visión optimista de la sociabilidad humana y de sus capacidades políticas una visión escéptica del poder. El poder no es considerado como poseedor de un valor en sí, sino que tiene solo un valor de uso, por añadidura solo a condición de que no sea prerrogativa de uno o de pocos, de un soberano, una clase o un partido, sino que sea de toda la comunidad, de forma paritaria y rotatoria, sin que sean profesionales de la política o personas que detenten el poder de forma permanente, sin límites y sin tener que rendir cuentas.
Esta visión “escéptica” del poder, al menos en parte empaña el optimismo antropológico: todo hombre es sociable y solidario a condición de que no ostente un poder sin límites ni condicionamientos, sino que sea compartido, ejercido por turno y dirigido al bien común bajo el control de todos. Existe una cuestión importante ligada a estas dos teorías: ¿por qué el hombre capaz de autogobernarse en el curso de la historia ha vivido a menudo en sociedades jerárquicas y autoritarias, contrarias a su naturaleza más profunda? Cuestión importante pero que no nos es posible afrontar en esta ocasión.
Enrico Ferri
Publicado en el Periódico Anarquista Tierra y Libertad, octubre de 2018
It is nice to have optimistic opinion about the human nature regarding freedom & equality & solidarity, and compose an «anarchist theory» about it. It is even nicer when you know the up to date finding of research in the social sciences about the «human nature» as an emotional/urges driven animal that can optimally satisfy them in an organized direct democracy libertarian communist/socialist world society.
Sin cuestionar el razonamiento de Enrico Ferri sobre la problemática de la relación entre el poder (Poder) y la libertad, puesto que en este texto solo avanza algunas consideraciones históricas a retener en el análisis o debate, me parece necesario precisar que la antropología es una ciencia y, por consiguiente, no puede ser ni «optimista» ni «pesimista». Otra cosa es la existencia de «antropólogos» más o menos optimistas o pesimistas, sobre el devenir del animal humano, en función de los conocimientos que la investigación antropológica a podido acumular… Pero no lo son porque la antropología lo sea sino porque, por las razones que sean, ellos lo son.
De ahí que no se debe ni se puede abordar la temática de la relación entre el poder y la libertad desde posiciones «optimistas» o «pesimistas» sino simplemente desde consideraciones éticas y el conocimiento antropológico de cada época.