«El espíritu insurreccional que hay en el anarquismo es hoy la única resistencia que se opone al utilitarismo reformista invasivo. Lejos de repudiarlo, precisamente por eso, lo consideramos la mejor fuente de nuestras energías» (Lettere ad un socialista, Luigi Fabbri, 1914).
Encuentro interesante esta cita de Fabbri, bien clara por su lejanía de cualquier exceso extremista, por una reflexión sobre el tema de la violencia, que considero particularmente oportuna en un periodo de crecientes contradicciones sociales y de potencialidad revolucionaria (no necesariamente libertaria) como el que estamos viviendo, en el que el binomio insurrección y violencia es visto por algunos como imprescindible, como si todo acto violento fuera por sí mismo insurreccional, y por otros como inaceptable sin más.
El poder juega siempre
Refiriéndome a la definición de violencia, he afirmado muchas veces que el sujeto que es por excelencia su elemento constitutivo -es decir, la coacción física y moral- es el Estado, que con la amenaza de las leyes, dispositivos, normas, cárceles, manicomios, etc. integra a los individuos en un sistema de jerarquías y de valores autoritarios y de propiedad, de manera que no se discuta la presunta legitimidad del poder y de la propiedad privada.
De igual manera, la violencia puede ser entendida -y esta es la interpretación de la mayoría- como la afirmación de una voluntad criminal que se manifiesta en el uso de la fuerza física y de las armas. Se interprete como sea, lo cierto es que la violencia se presenta como una relación social ya que implica dos sujetos, el que la ejerce y el que la sufre. Y como en cualquier relación social, plantea un problema político por implicar su uso un juicio ético sobre lo que es justo y lo que no lo es.
A tal fin es oportuno subrayar que la palabra «violencia» es básicamente utilizada por el poder para denigrar a sus opositores, ya sean reales o no; mientras, paradójicamente es el poder, el Estado, el que, arrogándose el monopolio de las armas y ejerciendo el gobierno sobre la sociedad a través de normativas y leyes, fruto exclusivo de las relaciones de fuerza existentes, ejerce coacción y obliga, «violencia» de hecho, aunque enmascarada por los mecanismos de la autodenominada democracia representativa.
Porque la palabra «violencia» horroriza a la gran mayoría de la población, que aspira a una sociedad más justa y humana, acusando de «violencia» a sus oponentes y a quien no se somete a su control absoluto, el poder quiere suscitar y difundir en la sociedad el descrédito y el miedo para luego justificar el uso legítimo de la represión, más o menos violenta, reforzada periódicamente con medidas «especiales» en teoría contra los «violentos» pero que en realidad van dirigidas contra todo el cuerpo social.
En este ámbito, el poder ha trabajado para dividir y disgregar los movimientos opositores, acusando a sus componentes más radicales y determinados de «violentos» -instrumentalizando hechos singulares, provocando arteramente otros, explotando evidentes ingenuidades- para enfrentar a los unos con los otros según el antiguo principio de «divide y vencerás».
Esta estrategia, que juega -repito- con el rechazo a la violencia por parte de la mayoría de la población, alimenta a la vez a la parte más moderada de los movimientos de oposición que aparecen dispuestos a aceptar las limitaciones impuestas al modo de manifestarse y protestar según los dictámenes del gobierno, para no correr el riesgo de ofrecer una imagen violenta de la actividad desarrollada.
Pero actuando de este modo, toda perspectiva de cambio viene de hecho delegada en la élite que se disputa el poder, renunciando a ser protagonistas de la propia vida y del propio futuro, restringiendo sus posibilidades de expresión a una elección de vez en cuando o a manifestaciones cada vez más vacías de una voluntad real de transformación concreta forjada con luchas incisivas, huelgas reales, sabotajes y boicots.
Clamoroso error de análisis y de perspectivas
Ante este estado de cosas hay quien responde con actos y proclama que reivindica la legitimidad de la acción violenta contra la violencia del Estado, pensando en sobrepasar los límites de los movimientos. Y lo hace identificándose con la «propaganda por el hecho» de antigua memoria, o con el individualismo nihilista o con una cierta tradición guerrillera de tipo «foquista».
Presentando y viviendo el conflicto social como guerra en constante desarrollo, se quiere proponer una acción violenta «revolucionaria» capaz de estallar y de implicar a las masas en este combate, que se considera ya declarado por ambas partes. Pero, contrariamente a la mayor parte de las guerras entabladas, donde los contendientes se sienten (con razón o sin ella) en guerra, en el caso de la lucha de clases o del conflicto social la gran mayoría de las capas bajas de la sociedad no se siente en guerra.
Por ello, reivindicar la violencia revolucionaria como lema de la acción transformadora de quien se opone al orden existente es un regalo que se hace al enemigo, al poder y a sus élites políticas, sociales y sindicales, que lo utilizan para volverlo contra toda realidad no dispuesta al colaboracionismo o a la subordinación.
Es necesario tener presente las características y las consecuencias del poder actual: el dominio del capital y la subordinación a su dinámica, la fragmentación de gran parte de la población, continuamente sometida a los condicionamientos jerárquicos de una sociedad autoritaria (el patriarcado, una escuela construida para el encuadramiento, el trabajo asalariado, el control policial, la justicia clasista, etc.) reforzada por un uso masivo de los medios de comunicación, el miedo a perder los medios necesarios para el sustento (paro, precariedad), la continua insistencia al consumo, un sentido de desigualdad constante, de alienación, de aislamiento, la mercantilización de las relaciones humanas, etc.
Interpretar en estas condiciones el conflicto social como una guerra entre dos contrincantes en el mismo nivel de conocimiento, de claridad de intenciones, es un clamoroso error de análisis y de perspectivas. Útil para dotar a las propias filas de cierta unidad, pero incapaz de superar la compleja situación.
Razonamiento y elección inteligente
En cualquier caso, la resistencia a la violencia del poder no se puede definir como «violencia» y el rechazo al uso sistemático de la violencia no implica la aceptación de la violencia sobre nosotros o sobre otros sujetos.
Ser resoluta y enérgica es característica de la acción directa propugnada por los anarquistas, y eso es lo que la diferencia de la mediación y del compromiso del método parlamentario y reformista. Pero para los anarquistas, la eficacia de la acción directa no viene expresada por el grado de violencia que contenga, sino por la capacidad de indicar un camino practicable para muchos, por construir una fuerza colectiva con posibilidad de reducir al máximo posible la violencia.
El anarquismo, por sí mismo, indica razonamiento y elección consciente de las acciones; si por un lado rechaza asumir tesis violentas, por otro huye de planteamientos explícitamente no violentos; remitiendo siempre a la conciencia de los individuos y a la interpretación del momento histórico en el que vive el anarquismo actual, deber saber conjugar el respeto a los valores que de siempre lo caracteriza, con la capacidad de reforzar el sentimiento de libertad e igualdad presente en los movimientos, promoviendo la autogestión y la autoorganización, verdaderas claves en todo proceso real de transformación revolucionaria de la sociedad.
Massimo Varengo
Tomado de https://www.briega.org/es/opinion/autogestion-autoorganizacion-verdaderas-claves