Bakunin, en Dios y el Estado, atribuía la creencia en un ser supremo abiertamente a la ignorancia; la imposición del trabajo, la falta de ocio y de medios intelectuales conducen a la aceptación acrítica de las tradiciones religiosas. Sacerdotes y gobernantes, para el anarquista ruso, son los que mantienen artificialmente esa dependencia mental y moral, de tal manera que resulta a menudo más poderosa que el buen sentido natural. Existe otro motivo para explicar la creencias absurdas del pueblo y Bakunin, en la línea de Marx, la atribuye en gran medida a las penosas condiciones económicas a las que se ve condenado. Solo existe un medio no ilusorio para salir del estado de necesidad material y es la revolución social, la cual acabará con todo rastro de hábitos y creencias absurdos. Bakunin considera que opresores y explotadores de la humanidad, aunque no sean verdaderos creyentes en su fuero interno, necesitan que el pueblo se aferre a una religión; hacen buena, así, la máxima de Voltaire: «Si Dios no existe, habría que inventarlo». Además, el filósofo anarquista señala otro tipo de creyentes, aquellos intelectualmente incapaces de aceptar los dogmas, pero que dejan intacto el absurdo máximo de la religión: se aferran a la existencia de Dios; no es ya el ser omnipotente y brutal de la teología clásica, pero siguen creyendo en un ser supremo, nebuloso e ilusorio, hasta tal punto que es plenamente identificable con la nada.
Bakunin todavía señala a otro tipo de personas, entre los cuales se encuentran autores ilustres. Son aquellos que tratan de legitimar las creencias en base a su antigüedad y universalidad; sin embargo, nada hay tan inicuo y antiguo como lo absurdo. Bakunin se muestra aquí de una actualidad innegable al señalar valores como la verdad y la justicia como menos universales y más jóvenes. Las tradiciones hay que observarlas como fenómenos históricos construidas desde el momento en que el ser humano avanza dejando atrás su animalidad; desde ese punto de vista, la esclavitud divina seria un estado intermedio entre la bestialidad y la humanidad del hombre, el cual debe seguir marchando en pos de la realización de la libertad. Así, Bakunin considera que altas metas como la fraternidad no se encuentran al principio de la historia, sino al final; hay que mirar hacia adelante y el pasado solo es válido para comprobar lo que se ha sido, creído y pensado y lo que no debemos ser, creer ni pensar ya más. Respecto a la universalidad de una creencia, Bakunin considera que lo que demuestra es la similitud de toda la especie humana hasta el punto de convertir un error en históricamente necesario. Se reclama aquí la comprensión sobre cómo se produjo la idea de un mundo sobrenatural y divino para luego desenvolverse en la historia y en la conciencia humana, precisamente para, no solo señalarla como absurda, sino también destruirla definitivamente. En otras palabras, hay que ir a la raíz de los absurdos que atormentan al mundo para acabar con ellos y que no generen nuevos problemas. El anarquista ruso explica así la caída, una y otra vez, en el absurdo religioso.
Bakunin recoge la herencia del gran Feuerbach al decir que el paraíso ultraterreno no es más que un reflejo idealizado y magnificado de la propia existencia del hombre. A lo largo de la historia, cada vez que el ser humano descubría una fuerza, cualidad o defecto lo atribuía a seres sobrenaturales. Así, el cielo cada vez se fue enriqueciendo más en perjuicio de la existencia terrenal hasta el punto que Dios acabó siendo la causa, razón, árbitro y dispensador absoluto de todas las cosas: el hombre se convirtió en nada ante Dios, su propia creación. Para Bakunin, el cristianismo representa la esencia de todo sistema religioso: «el empobrecimiento, el sometimiento, el aniquilamiento de la humanidad en beneficio de la divinidad». Dios supone la abdicación de la razón humana y de la justicia, la negación de la libertad a todos los niveles. El desafío que lanza el filósofo ruso a la creencia religiosa es el siguiente: «Si Dios existe, el hombre es esclavo; ahora bien, el hombre puede y debe ser libre: por consiguiente, Dios no existe». La crítica de Bakunin es feroz y no deja títere con cabeza entre idealistas y metafísicos, por muy sinceros que se muestren: el Dios positivo de la tradición deja paso al ser supremo de Robespierre y Rousseau, al Dios panteísta de Spinoza o al Dios inmanente y confuso de Hegel. Todos esos autores se muestran cautos a la hora de otorgar una condición positiva a su Dios, simplemente lo nombran como una abstracción que simbolice lo grande, lo bueno y lo noble en la humanidad. Para Bakunin, la contradicción está en separar la idea de Dios de la humanidad, algo que supone su destrucción mutua. Si se quiere salvar la existencia de Dios en nombre de aspiraciones como la libertad humana es porque se coloca otra palabra junto a ella: la autoridad. Al referirnos a la autoridad no hablamos de las leyes naturales manifestadas en la sucesión de fenómenos, tanto en el mundo natural como social; frente a esas leyes, la rebeldía resulta imposible, ya que constituye la base misma de la existencia humana.
Tal y como lo observa Bakunin, la sumisión a esas leyes naturales no es ninguna degradación, ya que forman parte del ser humano, le son inherentes y, puede decirse, constituyen nuestro ser. De hecho, el conocimiento y aceptación de esas leyes, y no la imposición por parte de una fuerza externa, son parte del camino hacia la emancipación humana. Por lo tanto, el rechazo a la autoridad se produce solo en la medida en que supone una imposición, por parte de los hombres o de la divinidad; desde este punto de vista, la sumisión a la autoridad externa es una pérdida de libertad y de dignidad. Por otra parte, en el mundo humano no existe tampoco una autoridad fija e inmutable, sino un cambio continuo de autoridad y de subordinación mutuas, temporales y, sobre todo, voluntarias. Aunque Bakunin reconoce la autoridad de la ciencia, a priori de forma absoluta, pasa a continuación a matizar que se rechaza la infabilidad y universalización de los que la ejercen; frente a los que observan la perfección como un ideal abstracto, se considera aquí la perfectabilidad continua de la acción humana sin llegar nunca a la realización absoluta. En otras palabras, la ciencia entendida como reproducción exacta del universo y como el sistema o coordinación de todas las leyes naturales no se realizará nunca de manera plena; así, Dios no se substituirá por la ciencia y la libertad humana no se compromete en absoluto.