«Me pregunto si podemos relacionarnos de otra manera con ese pasado, no como la “infancia” de la que hay que desprenderse si queremos crecer, sino como una potencia siempre actualizable. Hay algo de la experiencia de lo minoritario que puede tener siempre un valor: la creatividad, el desafío, la acción sin cálculo ni espera. Para que así, al “madurar”, no nos volvamos fríos y secos, en la mera aceptación del principio de realidad» – Amador Fernández-Savater (a propósito de las memorias de Íñigo Errejón, Con todo: de los años veloces y el futuro).
Desde que leí estas líneas he estado pensando en las velocidades de mi propio pasado político, su carácter minoritario y su no siempre reconocida potencia. La primera de esas reflexiones es tan subjetiva que carece de cualquier tipo de trascendencia, la segunda no consigue ir mucho más allá de la constatación de un mero hecho objetivo (ser pocos y pocas), pero la tercera creo que sí se merece desgranar unos pocos párrafos y expresar un afecto necesario.
Mi proceso de politización fue de la mano de mi proceso de psiquiatrización, el desfase entre ambos no pasó del año y medio. Acabé brevemente ingresado en el antiguo Hospital de Puerta de Hierro cuando llevaba relativamente poco habitando ese «pequeño mundo hecho de casas okupadas, radios libres, cultura de autoproducción, ilegalismo, choques con la policía y los fascistas, lecturas radicales» (Amador Fernández-Savater de nuevo). Dentro de él, me arrimé pronto a colectivos y proyectos de orientación libertaria, que en la segunda mitad de los años noventa, y en el ámbito juvenil madrileño, se organizaban en el entorno de la coordinadora Lucha Autónoma o de Juventudes Libertarias. Desde entonces he seguido vinculado a ese conjunto de ideas y prácticas que se suele denominar anarquismo, y que quizás debamos comenzar a llamar anarquismos para poder dar cuenta de las distintas corrientes que lo atraviesan. Continúo pensando que un mundo donde no se mande ni se obedezca sigue siendo el mejor horizonte posible al que podemos asomarnos, y por lo tanto no me atraen de momento las diferentes formas de cinismo que ha abrazado buena parte de mi generación política, concretadas frecuentemente en esa necesidad de declararse a vuelta de todo o exhibir con orgullo alguna forma de repliegue individualista (sea en clave de desarrollo profesional, familiar, crecimiento personal, etc.).
Lo afirmado anteriormente no quiere decir que durante todos estos años haya pensado de la misma manera. De hecho, ha sido todo lo contrario. Tras una fase inevitable de fascinación inicial descubrí las miserias y contradicciones que atraviesan esa constelación de anarquismos a la que he hecho referencia. También me pasaron (me pasan) cosas que hicieron (que hacen) que haya cambiado (que cambie) varias veces de opinión, de espacio, de estrategia. Personalmente creo que eso es consustancial al hecho de defender unas ideas que por definición no pueden ser rígidas ni incuestionables, así que no hay ningún tipo de drama en ello. No se piensa igual siendo estudiante que trabajador precario, ni siendo trabajador precario joven que de mediana edad… y otro tanto pasa con la vivienda, el territorio, la salud, etc. Proyectos que antes me escamaban, ahora me parecen una referencia. Autores que me inspiraban, ahora pueden incluso llegar a provocarme cierto bochorno (lo sentí recientemente releyendo el Panegírico de Guy Debord, por ejemplo). Desgraciadamente y, supongo que empujado por el contexto y la necesidad de hacer autocrítica, siempre me he centrado en todo aquello que ha sido deficitario en el ambiente anarquista (y de lo que en algún momento y en algún grado he participado): desconexión de la realidad cotidiana, autorreferencialidad, caducidad (cuando no atrofia) de sus organizaciones, alto componente estético, querencia por el purismo, etc. Me parecía, de alguna manera poco precisa, que lo bueno ya caía por su propio peso, y que el esfuerzo debía estar destinado a analizar lo que estaba jodido más que a identificar y valorar el pedazo de vida tan hermoso que nos traíamos entre manos. Ahora pienso claramente que fue un error.
Un impás político como este, en mitad de otra recesión, con el 15M y su desborde demasiado lejos en el tiempo, el posibilismo institucional encarnando el desaliento y el cansancio y crispación fruto de la pandemia pegados a la piel, es un buen momento para rastrear generosidades e imaginaciones que son propias del anarquismo que he conocido. Si entre ellas tengo que dejar especial constancia de una, es esta: nunca recibí ningún trato discriminatorio por tener problemas de salud mental, y tampoco hubo jamás atisbo alguno de paternalismo o condescendencia; lo que me parece todavía más valioso. Nunca se me ha tratado de manera distinta, en ninguno de los sentidos posibles. Cuando escucho y leo a la gente más joven del activismo en salud mental hacer referencia a la necesidad de espacios seguros, pienso que aquel “pequeño mundo” en el que aterricé constituía, con toda sus imperfecciones y torpezas, mi propio espacio de seguridad. Y claro que algún mamarracho hizo algún chiste fuera de lugar, pero nunca pasó de lo anecdótico y jamás sucedió en espacios formales (asambleas, debates, acciones, etc.). Quizás tenga que ver la alta tasa de personas con sufrimiento psíquico que siempre he creído que caracteriza a los movimientos sociales en general y al anarquismo en particular (obviamente no hay datos compartidos, y sin embargo creo que es una apreciación con cierto anclaje objetivo), pero siempre he encontrado las puertas de los locales abiertas para montar talleres, charlas o grupos de apoyo mutuo, y otro tanto ha sucedido con publicaciones, editoriales o radios libres. Puede que en su momento lo tomara como algo natural y no le prestara atención, ahora, con el paso de los años y lo que he ido aprendiendo a partir de escuchar a otras personas con problemas parecidos a los míos, entiendo que fue un jodido tesoro.
Únicamente volviendo la mirada a esa apertura generalizada hacia todo lo relacionado con la salud mental en la que crecí, puedo explicar algo que también me ha costado apreciar cuanto merece. Hay quien ha llegado a pensar que todo aquello fue tiempo perdido en batallas a su vez perdidas de antemano, como si no hubiera habido un pelear por ser lo que somos o dejamos de ser, como si no se tuviera en cuenta lo que nosotros y nosotras (y nuestros conjuntos de relaciones) cambiamos por el camino. Y es que solo desde allí pude escapar de la lógica psiquiátrica y pensarme de manera distinta a un enfermo mental. Si nadie me trataba como tal, mi extrañeza no era para con este hacer de los espacios políticos, sino con el de las prácticas de las consultas de psiquiatras y psicólogos, con su incesante cierre de sentidos.
Desde que las ideas anarquistas irrumpieron en mi vida, no he dejado nunca de imaginarme realidades distintas a la que vivo, y también modos de ser diferentes a como soy. No se trata únicamente de querer otra cosa, sino de imaginarse constantemente queriendo otras cosas. Una práctica que te agota y te frustra a la vez que te trasforma y sacude. Una elección que no se limita únicamente a dos posibilidades preexistentes, sino que opera a partir de la creación y reproducción de resquicios. Como consecuencia, y en un momento crucial, mi subjetividad no se construyó en la órbita de un diagnóstico, sino tratando de levantar proyectos colectivos; es decir: en continua relación con los otros, por maltrecha que esta haya podido llegar a ser. He aquí la potencia que me he propuesto reivindicar, al margen de que dichos proyectos se cayeran con más frecuencia de la deseada, la cantidad de hostias recibidas o el reguero de peajes pagados. Soy una persona con suerte, lo pienso cada vez que visito una planta de agudos o piso un dispositivo de salud mental.
Fernando Balius