Revolución rusa Comunismo

Centenario de la Revolución rusa

Los acontecimientos que se desarrollaron en Rusia en 1917 marcaron profundamente la historia del siglo XX, y sus efectos perduran en nuestros días. Los hechos han sido presentados de manera unilateral por la ideología oficial, por lo que es bueno recordarlos ahora tal y como tuvieron lugar, obstinados y contrastados. Tras una guerra llevada a cabo de manera desastrosa en 1914-1917, se produjo el hundimiento del régimen monárquico tricentenario de los Romanov, seguido de la instalación de un gobierno provisional compuesto sobre todo por liberales, pero también por socialistas dirigidos por Aleksandr Kerensky. A la espera de la convocatoria de una asamblea constituyente, que debería decidir el futuro del país, esta revolución democrática, denominada «de febrero», adopta no obstante medidas inmediatas coincidentes con las aspiraciones del pueblo: abolición de la pena de muerte; amnistía general de los presos políticos; instauración de la jornada laboral de ocho horas; libertad de prensa, de expresión, de opinión y de reunión; satisfacción de las aspiraciones de independencia de las nacionalidades, etc. Esto, simultáneamente a la resurrección de los soviets de la revolución de 1905 en todas las formas sociales del país, y de sindicatos y de comités de obreros en la industria. Fue un periodo de libertad y de alegría después de tantos años de desolación y desgracia. Pero el problema de la guerra contra los imperios centrales -Alemania, Austria-Hungría y sus aliados Bulgaria y el Imperio Otomano- no estaba resuelto, porque las nuevas autoridades rusas seguían comprometidas con los acuerdos establecidos por sus predecesores con la Entente aliada de los países occidentales, en los que Francia, principal acreedor con los famosos préstamos franco-rusos, había dirigido el gran desarrollo económico operado en la inmediata preguerra en el Imperio ruso.

Las conversaciones para establecer las negociaciones de paz, las vacilaciones a la hora de designar la fecha de elecciones de la asamblea constituyente, que debería resolverlo todo, una catástrofe ofensiva en el frente, y la incapacidad de asegurar el avituallamiento, provocaron la desafección generalizada de los soldados y las masas urbanas. Esa fue la oportunidad para todos los demagogos, entre los que se distinguió un tal Vladímir Lenin, líder del Partido Bolchevique (1), completamente desconocido hasta por el gran público. Aunque había declarado que Rusia era «el país más libre del mundo» (2), cuando volvió del exilio en abril de 1917 preconizó constantemente el derrocamiento del poder socialista. Con ese fin, no vaciló en volver la espalda a la doctrina marxista para propagar palabras libertarias, tales como «la tierra para los campesinos», «las fábricas para los obreros», «paz inmediata» o «todo el poder para los soviets». Gracias a sus proclamas, se hizo con la adhesión de una parte de la guarnición de Petrogrado y de los marineros de la base naval de Kronstadt, además de los anarquistas, bastante numerosos e influyentes, que creyeron haber superado sus diferencias teóricas con los «marxistas». Apoyándose en ellos y beneficiándose del apoyo de una minoría de socialistas revolucionarios opuestos a que siguiera la guerra, pudo llevar a cabo el golpe de Estado contra el gobierno socialista el 25 de octubre de 1917, tan fácilmente como «levantar una pluma», según sus propias palabras.

Bautizado pomposamente como «Revolución de Octubre», este golpe de fuerza se presentó en nombre del II Congreso de los Soviets, que tenía lugar por aquel entonces, y cuyos adversarios socialistas revolucionarios y mencheviques cometieron el error de abandonar. Al quedarse solo, pretendió poseer cierta legitimidad. Sin esperar más, adopta, siguiendo el modelo de los jacobinos de 1793, una serie de decretos: en primer lugar, sobre la tierra, para satisfacer a los campesinos, aunque dejando al Estado la propiedad; sobre la prohibición de la prensa considerada «reaccionaria», esperando hacer los mismo con las publicaciones anarquistas, mencheviques, socialistas revolucionarias y, de manera general, con todos los órganos mínimamente críticos hacia su poder; y por último, sobre todo, sobre la creación de una policía política de futuro siniestro: la Checa. Fue desautorizado por sus compañeros más próximos: sus lugartenientes Zinoviev y Kamenev, así como once miembros de su partido que acababan de ser nombrados comisarios del pueblo, que dimitieron. Su declaración del 4 (14) de noviembre merece citarse: «Somos de la opinión de que es indispensable formar un gobierno socialista con la participación de todos los partidos soviéticos. Estimamos que solo la creación de un gobierno así podrá ofrecer la posibilidad de estabilizar las conquistas de esta lucha heroica que la clase obrera y el ejército revolucionario han llevado a cabo durante las jornadas de octubre y noviembre. Consideramos que fuera de esta vía solo hay una salida: mantener un gobierno puramente bolchevique en medio del terror político. Sobre esta vía se ha comprometido el soviet de los comisarios del pueblo. No podemos ni queremos seguirla».

Mediante una serie de maniobras a las que estaba acostumbrado, Lenin consiguió reducirlos y reintegrarlos en las estructuras de su gobierno y, por otra parte, sumó a los socialistas revolucionarios (SR) que se calificaron de «izquierda», una secesión reciente del Partido Socialista Revolucionario Ruso. A final, considerándose el representante de la clase obrera (dos millones y medio por aquel entonces, sobre una población estimada en ciento sesenta millones), por tanto ultraminoritario, constituye no obstante un gobierno «obrero y campesino», cuyo cometido estaba destinado a sus aliados socialistas revolucionarios de izquierdas (es el símbolo de la hoz y el martillo de la bandera). Ante la insistencia de estos últimos, se mantuvieron las elecciones de la asamblea constituyente y tuvieron lugar tres semanas después del golpe de fuerza del 25 de octubre. Estas elecciones, las más libres de toda la historia del país, de escrutinio directo, secreto, igual y universal, dieron una mayoría aplastante -el sesenta por cien- a los socialistas revolucionarios y a sus aliados socialdemócratas mencheviques, y solo un veinticinco por ciento a los bolcheviques. Ante la amenaza de alejarse del poder, Lenin concibió un nuevo golpe de Estado, el 6 de enero de 1918, día de la inauguración de la asamblea constituyente. Apelando a la Guardia Roja, a los fusileros letones y a los marineros de Krondstadt, bajo el pretexto de protegerlos contra un peligro inexistente, los mandó rodear y ocupar la sala de la asamblea para finalmente conseguir cerrar la sesión al final del día. Al día siguiente, firma un decreto de disolución de esta institución, que encarnaba el viejo sueño de varias generaciones de revolucionarios rusos, y de la que él mismo había reclamado anteriormente la elección y convocatoria. Numerosas personalidades revolucionarias, como Piotr Kropotkin, el teórico del comunismo anarquista, y David Riazánov (3), miembro del Comité Central bolchevique y «bestia negra» de Lenin porque sabía más de Marx que él (y futuro fundador del Instituto Marx-Engels-Lenin), desautorizaron con indignación este acto antidemocrático. Esta manera brutal de resolver la cuestión de la dualidad de poder entre la democracia representativa y la asamblea constituyente -o sea, la sociedad civil- y la democracia directa encarnada por entonces por los soviets de soldados, los comités obreros de fábricas y talleres, además de los soviets urbanos y de campesinos, es decir, las clases populares y trabajadoras, contravenía la tendencia natural de complementariedad, de fusionar federativamente el conjunto en el seno de la asamblea constituyente, en lugar de ser absorbida por un partido-Estado totalitario, tal como quería Lenin y tal como lo puso en práctica, eliminando rápidamente todas las estructuras intermedias. Una nueva pirámide social, cuya cúspide estaría ocupada por el Buró Político del Comité Central del Partido Bolchevique, con el todopoderoso Lenin a la cabeza. Eso desembocaría inevitablemente en un conflicto armado. Y en efecto, los bolcheviques sin ninguna legitimidad fueron la señal del desencadenamiento de la terrible guerra civil para restaurar la asamblea constituyente y, al mismo tiempo, para proseguir la guerra patriótica contra los alemanes. Una guerra que asolaría al país durante más de tres años.

Eso podría haber evolucionado de una manera totalmente distinta si no hubiera existido una complicidad inconsciente por parte de los socialistas revolucionarios. En efecto, se había decidido hacer una manifestación de apoyo a la asamblea constituyente para el día de la inauguración. El testimonio de Boris Sojolov, responsable del comité militar de los SR, nos explica su fracaso. Dos regimientos de la Guardia, el Semenovski y el Preobrazhenski, habían estado de acuerdo en desfilar armados en la manifestación a favor de la asamblea constituyente. El presidente del Partido SR y de esta asamblea, Victor Chernov, así como el Comité Central del Partido SR, se opusieron vivamente «ante el miedo a derramar una gota de sangre del pueblo». Según su razonamiento, «si los bolcheviques habían cometido un acto criminal contra el pueblo al derrocar el gobierno provisional y adueñarse del poder, eso no significaba que ellos debieran hacer lo mismo en absoluto; había que actuar sobre el plano legal, por medio de los elegidos del pueblo, mediante el parlamentarismo. Bastante sangre derramada ya, bastante aventurismo. La asamblea resolverá la querella». Como consecuencia, los dos regimientos rechazaron acudir armados; la Guardia Roja, fanatizada por los bolcheviques, no tuvo tantos escrúpulos y dispersó a los diez mil manifestantes disparando contra ellos, produciendo muertos y heridos. Si los dos regimientos se hubieran presentado armados a la manifestación, es probable que Lenin y los suyos solo hubieran dejado un mal recuerdo de ese periodo, devorados por el olvido de la Historia. Chernov y su partido tienen en esto una gran responsabilidad: en vez de una gota, será un «océano» de sangre lo que habrá provocado su «pusilanimidad». Esa fue la misma motivación que desarmó a los anarquistas, a los SR de izquierda, a los majnovistas y a los marineros de Krondstadt, que se paralizaron ante la opción última de unos hombres a los que consideraban como «hermanos extraviados». Había que conformarse con una crítica oral y escrita, sin tomar las armas, lo que solo serviría para dar alas a la reacción. Exagerando esta y minimizando el riesgo de la «reacción de la izquierda», los socialistas y otros revolucionarios se convirtieron en cómplices de la instauración duradera del totalitarismo leninista, situándose a su vera cada vez que este estuviera en peligro. El dirigente de los mencheviques, Tseterelli, también de su parte, declaró que «más valía que la asamblea constituyente pereciera en silencio, antes que iniciar una guerra civil». Todos ellos tuvieron su posteridad en la persona de los «compañeros de viaje», que los leninistas llamaron los «tontos útiles».

Según la retórica leninista, que se servía de un artificio dialéctico, las libertades suprimidas eran formales y burguesas, mientras que su poder pretendidamente proletario encarnaba las libertades reales. En ese mismo orden de ideas, la revolución democrática de febrero recibió el nombre de burguesa, una calificación peyorativa que servía en realidad para desacreditarla a los ojos de las masas populares. Y de hecho, en la composición del gobierno bolchevique -rebautizado «comunista» en febrero de 1918 en honor del Manifiesto comunista de Karl Marx- no había ni un solo proletario sino «revolucionarios profesionales», ya fueran intelectuales o algunos escasos obreros antiguos, todos ellos futuros burócratas que disfrutarían de unos privilegios desmedidos en relación a la población trabajadora. Todo ello justo al contrario de los prometido anteriormente. De hecho, el respeto a la palabra dada, la lealtad y la franqueza que habían caracterizado hasta entonces al honor y la dignidad revolucionarias, todo ello para crear un mundo nuevo de justicia y de verdad, quedaron como prejuicios de la «moral burguesa» y de quienes siguieran creyendo en ello, que eran unos ingenuos que estaban al margen de la «ley histórica» del devenir humano y de los «mañanas que cantan». De ahora en adelante, su destino trágico quedaba sellado: la bala en la nuca, marca de fábrica de la Checa, o una lenta agonía en el gulag.

De hecho, contrariamente a su conversión aparente al ideal libertario, Lenin quiso seguir fiel al análisis marxista, considerando a Alemania como la «tierra prometida» del socialismo con su infraestructura industrial; por tanto, se debía ser «derrotista» frente a ese país desarrollado, y solo le faltaba conseguir que la «revolución proletaria» estallara allí, para lo que Rusia solo debía servir de complemento y sacrificarse provisionalmente. Los años siguientes se dedicarían únicamente a vigilar ese «advenimiento». No será hasta la insurrección de Krondstadt, en marzo de 1921, que la llevó al borde de la desaparición, cuando Lenin se dé cuenta del desafecto de Alemania y efectúe un cambio completo con la NEP (Nueva Política Económica) con el fin de conservar el poder, a riesgo de restaurar el capitalismo desaparecido hacía dos años y de sabotear la autogestión obrera y campesina de los comités de fábricas y los soviets campesinos. Se ha podido ver después a qué abismos ha podido llevar ese cinismo ideológico de geometría variable. Una de las medidas estrella de la revolución de febrero de 1917, la supresión de la pena de muerte, se anuló, y su primera reintroducción oficial fue debida a León Trotski el 16 de junio de 1918, ante el capitán de navío Chastny, apodado «almirante» por el soviet de los comisarios del pueblo, culpable de haber salvado a 236 barcos de la Marina rusa que el propio Trotski se había comprometido, en nombre del gobierno bolchevique, a entregar a los imperios centrales en los términos del tratado concluido con ellos en Brest-Litovsk en febrero de 1918. Lenin escribió que «ninguna revolución ni guerra civil pueden evitar las condenas a muerte» y que «no repetiría los errores del zarismo podrido». Su doble juego ilustraba bien su política: la de antes de la toma del poder, consistente en criticar las taras del sistema antiguo, y la de después, en la que esas taras eran excelentes a sus ojos. La continuación de la historia ha sido un descenso a los infiernos, del que pocos de sus protagonistas pudieron escapar.

El escritor e historiador Mark Landau-Aldanov, cercano al SR, ha identificado certeramente el resorte profundo y subliminal que ha favorecido la empresa leninista: «Para la obra de destrucción que supone el régimen bolchevista, Lenin ha sabido explotar con gran maestría a ese poderoso actor social que es el odio. Ha puesto al servicio de sus ideas todos los odios amasados por las iniquidades de la vida y aumentados por la guerra: el odio del obrero contra el capitalista, el del pequeño empleado contra su patrón, el del campesino contra el terrateniente, el del letón proletarizado contra el rico, el del judío oprimido contra sus opresores, y sobre todo, terrible, el del soldado y el del marinero contra el oficial y la disciplina militar. El odio, todo el odio, solo el odio, esa fue la palanca de Arquímedes que hizo ascender a Lenin con esa fulminante rapidez».

Alexandre Skirda

Publicado en Tierra y libertad núm.351 (octubre/noviembre de 2017)

Notas:


1.- Bolcheviques significaba «mayoritarios», porque obtuvieron la mayoría gracias a un solo voto de diferencia en el Congreso de la escisión de 1903, debido a la ausencia del Bund (partido obrero socialdemócrata judío). Lenin y sus partidarios conservaron no obstante esta denominación por su voluntad hegemónica, mientras que los mencheviques, «minoritarios», aun siendo mucho más numerosos desde hace tiempo, cometieron el error de aceptar este término.
2.- Lenin: «Rusia es hoy, de todos los países beligerantes, el más libre del mundo», noche del 3 al 4 de abril de 1917, artículo publicado el 7 de abril de 1917 en el número 26 de Pravda.
3.- David Riazánov (Goldendach), de gran honradez a pesar de sus divergencias, fue respetado por Lenin y pudo publicar una serie de escritos inéditos de Marx y de Bakunin (!). Alejado de la dirección del Instituto Marx-Engels-Lenin por Stalin, fue deportado y ejecutado en 1938.

Un comentario sobre “Centenario de la Revolución rusa”

  1. No me parece acertada la opinión del escritor e historiador Mark Landau-Aldanov, compartida por Alexandre Skirda, afirmando que el odio («El odio, todo el odio, solo el odio») fue «el resorte profundo y subliminal» que permitió a Lenin imponer el régimen bolchevista.
    Que el movimiento revolucionario ruso haya acabado en ese régimen , no creo que haya sido porque Lenin supo «explotar con gran maestría ese poderoso actor social que es el odio» sino porque la mayoría de los obreros, los empleados, los campesinos, letones proletarizados, , judios, soldados y marineros se rebelaron solo por odio y no por un ideal de justiciay libertad
    La sociedad de clases es una fuente permanente de iniquidades y guerras y estas producen odio; odio contra los responsables de ellas; pero el odio contra las personas solo puede producir rebeldía y venganza, y por ello esa rebelión no es capaz de destruir las instituciones y el Poder. Al no haber en esas mayorías la conciencia y el deseo de emancipación, Lenin pudo sevirse de esa rebelión para conquistar el Poder y ejercerlo, con el resutado que sabemos.

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