Todos los pueblos tienen necesidad de un territorio para vivir y reproducirse, y esta necesidad es tan fundamental que satisfacerla es condición para generar la identidad y valor cultural. Lo saben bien los pueblos exiliados que se esfuerzan por mantener la cohesión y la propia cultura cuando un poder político cualquiera les impone dejar su propia tierra y emigrar sin encontrarse verdaderamente a sí mismos en lugares extraños. Pero territorio no quiere decir necesariamente fronteras más o menos rígidas, ya que esas son el resultado de procesos históricos internos y externos, el primero de todos la organización social, particularmente cuando se trata de sociedades que se dividen en clases y se basan en la propiedad privada. Para esto se producen mapas y cartografías, no solo como guías para viajar, sino sobre todo para delimitar: en esta parte habitamos nosotros, esto es nuestro; en la otra parte, habitan los otros, cuyo derecho a estar donde están siempre es puesto en duda por los gobiernos interesados en la conquista y explotación de los demás.
Y con estas premisas, por ejemplo, nacen los imperios, primero territoriales y después económicos, y también las teorías, como la denominada Lebensraum (“espacio vital”), elaborada en 1897 por Friedrich Ratxel y base del nacionalsocialismo. Como escribía Hitler en Mi lucha: “Sin consideración por las tradiciones y los prejuicios, nuestro pueblo debe encontrar el coraje de unir el propio pueblo y su fuerza para avanzar a través del camino que llevará a nuestro pueblo del actual espacio vital restringido hacia la posesión de nuevas tierras y horizontes, y así lo llevará a librarse del peligro de desaparecer del mundo o de servir a los demás como una nación esclava”. Esta ideología incita también a Italia a pretender un “espacio vital” propio, que sería todo el Mediterráneo, es decir, la reproducción anacrónica del Imperio Romano.
Para entender este tipo de fenómenos no basta con recurrir a la economía, según la tradición del marxismo vulgar, ni con contar solo con las decisiones políticas de las clases dominantes, sino que es preciso poner sobre la mesa un tercer elemento fundamental: la geografía, como comprendieron los geógrafos anarquistas del siglo XIX, con Piotr Kropotkin y Élisée Reclus a la cabeza. Se trata de una geopolítica, como la nazi o la italiana citadas, que justifica el expansionismo territorial y que sirve también como motivación del expansionismo económico norteamericano o chino durante la segunda mitad del siglo XX y estos primeros años del XXI. Así, geografía, política y economía se combinan en una triada que conforma los imperios y mueve las economías, mucho más en esta época de globalización de la producción y del consumo, cuando ya la referencia al territorio propio casi desaparece y se construyen espacios virtuales que componen nuevas geografías económicas, culturales y, finalmente, mentales (y en que el tiempo también viene obligado a asumir las formas que Occidente le impone).
Al comienzo suele hacer referencia al concepto de “zona de influencia”, que no es un concepto nuevo del siglo XX, sino que encuentra su forma más notoria con la Segunda Guerra Mundial y la posterior “guerra fría”: en efecto, el precario pacto para vencer a la Alemania nazi no se mantiene mucho tras el fin de la guerra y produce la división en bloques opuestos, dominados por los Estados Unidos y la Unión Soviética, tras la proclamación de la Doctrina Truman, promulgada precisamente en 1947 para frenar la influencia de la URSS en el resto de Europa, con dos estrategias articuladas militar (creación de las bases militares en Europa) y económicamente (Plan Marshall). De este modo, la ordenación geográfico-política napoleónica ya perturbada por la Primera Guerra Mundial, asumía nuevas formas y relaciones. La misma constitución de la ONU en 1945, con sede en Nueva York, se considera como parte de la nueva estrategia de Occidente para controlar el avance de la URSS y de Oriente.
La Unión Soviética acusó de imperialismo a los Estados Unidos, mientras por su parte se imponía sobre la Europa del Este y se proyectaba en el Sudeste asiático. Al mismo tiempo, el gigante chino daba sus primeros pasos con Mao, y Japón maquinaba su revancha, quizá económica. El mundo se divide en dos bloques: occidental, con la creación de la OTAN en 1949 (aliando Europa occidental, Australia y América Latina como territorio indirectamente controlado con el apoyo de los dictadores de derechas) y la Organización del Tratado del Sudeste Asiático (SEATO, para controlar y frenar el avance del comunismo en Extremo Oriente, donde la Unión Soviética y China empujaban hacia la descolonización). De la SEATO formaban parte Estados Unidos, Reino Unido, Australia, Nueva Zelanda, Pakistán y Filipinas. Las guerras de Corea, Indochina y Vietnam deben ser analizadas en este contexto. En contraposición, la URSS crea el Pacto de Varsovia en 1955, un “Tratado de amistad, cooperación y asistencia mutua” militar y económica.
Durante los cincuenta años siguientes, la geografía política vuelve a moverse de nuevo, tras la crisis de los misiles, derrota de Estados Unidos en Vietnam y avance de China, constituyéndose así tres polos de influencia, mientras el resto del mundo se inclinaba a uno u otro lado, campo de batalla económico y militar, con África cada vez más alterada por intereses externos y América Latina buscando un espacio propio que, de alguna manera, encuentra, aunque potencialmente, con la constitución del Movimiento de No Alineados, creado en 1955 por la Conferencia de Bandung, en Indonesia (con Occidente sospechando la presencia de la invisible mano soviética). La caída del Muro de Berlín en 1989 desestabiliza los precarios equilibrios políticos y cierra una época, tanto que algunos ingenuos lo consideraron como una victoria de Occidente y el “fin de la historia”.
En efecto, se ha tratado de una perturbación más que de un cambio profundo, aunque a la larga ha producido la ampliación de la zona europea, mientras Rusia intentaba restablecer la zona de influencia soviética, sin mucho éxito, como los sucesos de Ucrania parecen confirmar. Mientras tanto, China se ha convertido en una verdadera potencia mundial, realizando en gran parte la teoría del Heartlan, elaborada en 1904 por el político y geógrafo británico Halford John Mackinder (quien controlase el Oriente frenaría el imperio occidental con posibilidades de transformarse en la primera potencia mundial); América Latina se ha orientado a la izquierda, aunque con altibajos políticos, y África continúa entre guerras internas e influencias externas de Estados Unidos, Rusia y China, y el hambre.
En este nuevo escenario, hay que poner atención a los procesos que parecen paralelos pero forman parte del mismo juego: la globalización (la intención de occidentalizar el mundo); la tendencia de los países más ricos a acaparar tierras fértiles en Latinoamérica, África y en la misma Europa (parece que el sesenta por ciento de las tierras fértiles ucranianas están en manos de capital norteamericano); la formación de grandes corporaciones industriales y financieras multinacionales, con centros de poder descentralizados; por último, la crisis de la OPEP, que pone en dificultades a los grandes productores tradicionales de petróleo. Parecería que la nueva geopolítica haya puesto en crisis a los Estados-nación nacidos en el siglo XIX y el futuro esté ya en manos de las corporaciones trasnacionales.
En efecto, ante estos escenarios políticos y económicos se ha acentuado la oposición del mundo hacia el Norte rico, aunque cueste producir fuertes frentes contrapuestos (ver en este sentido el casi fracaso de los BRIC, países emergentes que han seguido la misma lógica del capital imperialista). En cualquier caso, la alteración producida por la guerra de Estados Unidos en Iraq y en Afganistán (primero conquistada por los soviéticos y ahora por los norteamericanos) propone dramáticamente de nuevo las relaciones entre geografía y política, drones incluidos, mientras el flagelo producido de Occidente a Oriente Medio altera constantemente las fronteras, con míticos deseos de refundar un califato sobre los moldes territoriales del Imperio Otomano, empujando masas ingentes hacia Occidente, ambiente propicio para los extremismos islámicos.
A nosotros no nos queda más que reflexionar y organizarnos territorialmente contra quien ponga en peligro nuestra posibilidad de ser libres. Digo territorialmente ya que, como dice Richard Peet en su imaginaria carta a Kropotkin, “la teoría anarquista es una teoría geográfica”.
Emanuele Amodio
Publicado en Tierra y libertad núm.332 (marzo de 2016)