Cuando escribo esto, hace una semana desde que el gobierno de España decretara el llamado estado de alarma. Desde entonces, los acontecimientos se han precipitado y han logrado que, una gran mayoría al menos, estemos quietitos en casa. Como creo haber dicho en otras ocasiones, no soy un gran amante de las teorías de la conspiración, tal vez porque la realidad sencillamente observable me parece mucho más terrible. Sin embargo, es paradójico que en un mundo sobreinformado no sepamos mucho sobre lo que han calificado como una terrible pandemia. Un virus de origen ignoto está causando estragos, saturando una sanidad pública cada vez más depauperada, causando víctimas entre los más debiles y ocasionando una nueva crisis económica, que por supuesto pagarán los más humildes. Las medidas gubernamentales han convertido España, algo inédito desde el fin de la dictadura franquista, en un Estado totalitario. Para ello, lo más terrible, peor quzá que la fuerza explícita, han inoculado el miedo en la población, y como es sabido no hay virus más efectivo para tener a la gente controlada.
La realidad política es que han logrado, casi sin coerción, con una machacona propaganda sin apenas alternativas o difíciles de encontrar, que nos aislemos o, los que nos vemos obligados a no hacerlo por motivos laborales o personales, mirar desde la distancia y de manera furtiva a los escasos prójimos con los que nos crucemos. Conspiración o no, en un mundo donde la insatisfacción social es constante, y las protestas periódicas, han conseguido tener al mundo confinado pendiente de una nueva amenaza. Resulta significativo que, no solo se ha afirmado que vivimos un escenario de guerra y de modo muy real el ejército esté patrullando por las grandes ciudades del país, también se use una terminología bélica: hay que luchar contra en el enemigo y destruirlo. Los poderes fácticos, no hace falta acudir a teorías de la conspiración, junto a los grandes medios que apuntalan el mundo que sufrimos, son muy reales e infinitamente más nocivos, en su búsqueda de beneficio político y económico, que cualquier microorganismo patógeno.
Este análisis, espero que se me entienda, no niega la existencia de ese virus biológico de nuevo cuño, llamado Covid-19, algo que se presume casi invisible, pero muy real, aunque sus efectos esperemos que no muy devastadores todavía estén por llegar. Escribí hace ya semanas que este virus estaba siendo propagado mediáticamente de forma respulsivamente mezquina y, más o menos real la amenaza, el tratamiento resultaba desproporcionado respecto a otras enfermedades, verdaderas pandemias, que afectan debido al afán de lucro de clases privilegiadas a los más débiles y humildes. Me reafirmo en todo lo que dije, pero una de las diferencias con la maldita cotidianeidad es que esta nueva crisis sanitaria ha llegado hasta la puerta de nuestra mal llamada sociedad desarrollada. Hay quien, desde el ámbito médico, sostiene que estas medidas de aislamiento son incluso cuestionables, muestra del mezquino paternalismo de las autoridades y la abundante sobreinformacion de falsedades; también, que ese afán sanitario por luchar contra la enfermedades anula la posibilidad de un modo de vida auténticamente saludable. Sea como fuere, lo evidente es que nos han inoculado el virus del miedo sobre el que hay que encontrar una pronta vacuna.