Cuando el lumpen levanta la voz

La izquierda política, y desde hace unas décadas tristemente también cierto espectro del anarquismo, es profundamente clasista. ¿En el sentido de que cree que la sociedad está constituida por clases antagónicas y promueve la desaparición de éstas? No, en el sentido de que tiene prejuicios elitistas hacia las personas más golpeadas por el sistema.

Lamentablemente, el hecho de que casi todos los fundadores teóricos del socialismo en el siglo XIX (con la excepción de Proudhon y poco más) fueran de clase acomodada, propiciaba que en su reformulación de la clase obrera excluyeran sistemáticamente a la gente más pobre y marginada. Eso aludía a todas aquellas personas que sólo podían acceder a trabajos irregulares y a cualquier ocupación condenada por la ley o la moral y las convenciones sociales. El término “lumpemproletariado” (“proletariado en harapos”), acuñado por Marx y Engels en su Manifiesto del Partido Comunista (1848) [1], no tenía otra intención que denigrar y trazar una línea clara entre proletarios y “subproletarios”. A su modo de ver, el “lumpen” es, casi siempre, instintivamente contrarrevolucionario y, si no es arrastrado por la fuerza al campo de la revolución, debe ser, poco más o menos, fusilado [2]. El socialismo centralista y estatista ha mantenido opiniones similares hasta nuestros días. El anarquismo, por el contrario, no ha sido hasta hace poco que ha empezado a adquirirlas.

El discurso de Marx y Engels ya era confrontado en aquella época por Bakunin. Para él, el marxismo excluía de la ecuación política a sectores (no sólo al “lumpen” sino también al campesinado) cuyo potencial revolucionario no podía desdeñarse a la ligera. Bakunin, aunque a veces cayera en una innecesaria romantización e idealización [3], tenía claro que no se podía segregar del proyecto revolucionario a quienes justamente más lo necesitaban:

“[…] El proletariado extremadamente pobre, ese lumpenproletariado del que los señores Marx y Engels, y en consecuencia toda la escuela socialdemócrata de Alemania, hablan con un desprecio profundo, es tratado muy injustamente, porque en él, y solamente en él, y no en el estrato burgués de la masa obrera […], es donde está cristalizada toda la inteligencia y toda la fuerza de la futura revolución social” [4].

Abrir los brazos a los sectores más pobres del proletariado, que otras fuerzas políticas rechazaban, fue una constante del incipiente movimiento anarquista más allá de Bakunin. De Stirner al anarcondividualismo francés e italiano y de éste al anarcosindicalismo ibérico. Quizás por eso el anarquismo se hizo especialmente fuerte entre las masas campesinas de las regiones más deprimidas y entre la población urbana más marginada de las grandes ciudades. La importancia en los posteriores acontecimientos revolucionarios de esas oprimidas acusadas de “desclasadas” porque vivían en los márgenes de la moralidad burguesa, demostraría el error del anatema marxiano. Desde la Comuna de París (1871), pasando por la Semana Trágica en Barcelona (1909) hasta la Revolución española (1936), las nadie, las sin nombre y sin clase, fueron punta de lanza a la hora de enfrentarse a la reacción [5].

El 18 de marzo de 1871 fueron muchas de las mujeres más pobres de París las que, con Louise Michel a la cabeza, dieron la voz de alarma e impidieron que las tropas gubernamentales versallescas incautaran los cañones de la Guardia Nacional que el propio pueblo de París había sufragado [6]. Fueron estas mujeres, muchas de ellas prostitutas, a las que Michel reclutó para establecer un servicio de ambulancias en el frente (a pesar de la oposición de la “aristocracia obrera masculina” [7], y también fueron ellas las que se unieron a los niños de la calle, los expresidiarios y los desempleados para formar batallones que nacían directamente de los arrabales.

En 1909, cuando el gobierno español empieza a reclutar a los jóvenes proletarios catalanes para una nueva bufonada imperialista en Marruecos, son las mujeres las que con más fuerza inician los primeros actos de protesta, y, de entre ellas, nuevamente, las prostitutas. La movilización femenina para evitar que sus hijos o compañeros fueran a morir a una estúpida trifulca colonialista adquiriría la naturaleza de una verdadera insurrección que duraría del 26 de julio al 2 de agosto. En esas jornadas, y también en los días previos, los apodos de compañeras prostitutas como “La Valenciana”, “La Cuarentacéntimos”, “La Bilbaína”, “La Larga” o “La Castiza” destacarían entre la multitud: levantaban barricadas, organizaban y encabezaban piquetes, escondían perseguidos y preparaban la logística barrial para atacar a las “fuerzas del orden” [8].

En los años posteriores la joven CNT iría creciendo y, sobre todo entre los años 20 y 30, aglutinaría en su seno a gran parte de la joven militancia de los barrios más marginados (de Las Injurias en Madrid al Barrio Chino barcelonés) de las grandes urbes del Estado. Está militancia no sería contemplativa y compondría en muchas ocasiones los cuadros de defensa confederales. Expropiadores profesionales como Felipe Sandoval, provenientes de la miseria más extrema, o expertos en el uso de la pistola star como el artista transformista Lluis Serracant (“Flor de Otoño”), eran frecuentes entre los llamados “hombres (y mujeres) de acción” del anarcosindicato [9]. Incluso el que fuera secretario del Comité Nacional de la CNT, y antes del Regional de Catalunya, “Marianet” Rodríguez Vázquez, provenía del mundo de la delincuencia juvenil. Sería precisamente en la cárcel donde se aproximaría a las ideas libertarias, siguiendo un proceso bastante común en la época. Con una CNT que había pasado unos 10 años intermitentemente ilegalizada (1911-1914 y 1923-1930), la conexión natural de su militancia politizada, constantemente encarcelada, con el resto de la población reclusa, era inevitable. Las cárceles se convertían en centros de propaganda y formación y las ideas antipenalistas de los anarquistas circulaban sin dificultad. La fuerza del vínculo del “lumpen” con la CNT sería sometida a la prueba de fuego de las jornadas revolucionarias del 19 de julio de 1936, donde esas supuestas clases y subclases proletarias se fundirían por la misma causa [10].

¿Es este pequeño retablo histórico un intento de idealizar al “lumpen” y confirmar ese supuesto “instinto revolucionario” del que hablaba Bakunin? En absoluto. He vivido demasiado de cerca la miseria para no conocer todo el capitalismo desnudo, el darwinismo social y la mierda sin edulcorar que hay tras ella. Quien conoce la marginación a través de la literatura barata o el folletín sociológico de moda, del último artefacto pop de Hollywood, de algún reality de Cuatro o Telecinco, de las redes sociales o de algún videoclip de la MTV, puede consumir sucedáneos y fetichizar lo que desconoce. Pero cuando la marginación te rodea y ahoga a diario algunos sólo intentamos buscar las herramientas para escapar de ella. O haces eso o te permites el lujo de comprar la propia caricatura que venden de ti mismo, fusionarla con tu identidad y seguir naufragando lastrado por los clichés. Mi intención, por tanto, no puede estar más lejos de la simplicidad mitificadora. Esta semblanza histórica que he compartido es sólo un humilde e incompleto intento de demostrar que muchas veces somos precisamente aquello que las circunstancias no nos impiden ser; y que a veces somos eso mismo hasta cuando las circunstancias nos impiden serlo. Sí, mostrar ante la adversidad nuestra mejor versión es un desafío que afecta el noble que renuncia a sus privilegios para abrazar la causa de las oprimidas, y también al oprimido que se olvida momentáneamente del hambre para abrazar la causa de su propia autonomía; pero, y no se puede negar, descender una pendiente siempre es menos duro que subirla. Renunciar a privilegios no implica la misma cantidad de trabajo que conquistar derechos. Lo primero supone, sobre todo, un acto de conciencia individual y como mucho un disgusto familiar; lo segundo, además de eso, requiere un acto deliberado de lucha social. No idealizo, pero sí reconozco el mérito de las que se niegan a seguir tragando lodo. Negarse a que los demás se sigan arrastrando ante ti no me parece, lo siento mucho, ni la mitad de arriesgado.

Para la mayoría de la izquierda, sin embargo, los intentos emancipatorios del “lumpen” no son nunca parte de un proceso consciente y autónomo, sino algo a los que se ve forzado por la fuerza de los acontecimientos o a lo que directamente hay que obligarlo. Y aún aquellos que no contemplan al “lumpen” como un sector contrarrevolucionario por sistema, lo ven como un eterno menor de edad, perdido, desorientado, inmaduro, que debe ser guiado y dirigido porque por sí solo es incapaz. Es la mentalidad de la caridad cristiana y del tutelaje oenegero. Saturados de ideología, no son capaces de ver que sólo apoyan la manumisión (concesión de la libertad) y no la autoemancipación, ni tampoco las consecuencias reales de esta postura. Cuando cacarean como un mantra que “la emancipación de los trabajadores será obra de sí mismos o no será” creen que esa primera línea de los estatutos de la AIT de 1864 (redactados precisamente por Marx a instancia de cartistas y proudhonianos) incluye a cualquier explotado, salvo al “lumpen”. Quieren “salvar a la gente” pero sin contar con esa gente. Despotismo ilustrado al fin, aunque se pinte de rojo.

Es esto lo que ha pasado con el último debate en torno al derecho a sindicarse de las prostitutas. El análisis sobre la prostitución, desde una óptica libertaria, no puede ser más meridiano. Es una de las formas de opresión, de la explotación del ser humano por el ser humano, más brutal, cruda y sin artificios de todas cuantas existen. Es también una de las pocas que antecede al capitalismo, es decir, una de las pocas relaciones de poder que ha sido mercantilizada que, aunque encuentre en el librecambismo un aliado perfecto, no proviene directamente de él. La prostitución es hija de una institución mucho más rancia y antigua: el patriarcado. Es éste el que estableció la jerarquía de géneros, el que históricamente convirtió a las mujeres en botín de guerra y el que las sigue reduciendo a un simple objeto de consumo, sexual o doméstico. La prostitución (aunque no omito que también la hay masculina) es producto incontestable de la androcracia. Todo intento de romantizarla es vano, y todo discurso sobre la voluntariedad absurdo. Ninguna forma de explotación es nunca voluntaria. Si algo se va a hacer de forma voluntaria, ¿por qué existe el incentivo o la coacción de la retribución económica sin la cual no lo haríamos? Procurad que toda persona tenga techo y tres comidas al día y entonces podremos hablar de voluntariedad. Mientras, no habrá elección libre condicionada por la necesidad.

La postura anarquista ha sido siempre la de la abolición. Si pretende la abolición de la esclavitud moderna convertida en trabajo asalariado, ¿cómo excluir de esa exigencia a la prostitución? Toda forma de explotación y asalariamiento deben ser abolidas, y más las que no sólo tratan de alquilar nuestro cuerpo y nuestra inteligencia sino también nuestra intimidad. Creo que podemos considerar esta reivindicación como algo históricamente mayoritario dentro del anarquismo. Sin embargo, el problema no surge tanto en relación a la abolición en sí (cuando se interpreta como una figura abstracta) sino en relación a cómo debe obtenerse ésta (cuando se convierte en lo que de verdad importa: una figura concreta). Una parte numerosa, o al menos con bastante repercusión en los medios contrainformativos, desde determinados sectores del anarquismo a la izquierda autoritaria, coinciden en reivindicar la abolición, pero, para mi sorpresa, excluyendo a las prostitutas del proceso y negando su derecho a organizarse/sindicarse. Se darán mil excusas para negar esta afirmación, pero la realidad es que toda la retórica sobre la autoorganización es tirada por el desagüe en cuanto las prostitutas salen del oscurantismo y entran en escena.

Algunos de los pretextos más socorridos son los siguientes: “no pueden organizarse por sí solas porque no están capacitadas”. Aunque parezca una exageración esto es lo que hemos oído y leído estos días. Comparadas recurrentemente con animales no humanos encerrados en jaulas, o con niños explotados laboralmente, se les ha atribuido respectivamente la misma capacidad emancipatoria que la de seres que carecen de facultades intelectuales humanas o que la de otros que aún no han madurado ni se han desarrollado completamente. Esa es la visión desnuda, y aquí cabe poco maquillaje, que se tiene realmente de las prostitutas desde ciertas torres de marfil: seres limitados o a medio formar, incapaces de emitir opinión, y menos aún una solución razonable, sobre su propia situación.

Cuando les conceden la venia para organizarse dicen: “que se organicen, pero que no se sindiquen porque eso significaría aceptar que la prostitución es un trabajo”. Sólo se entiende la organización de las prostitutas en clave de ONG caritativa, nunca como una estructura fuerte y reivindicativa. El debate no es si la prostitución es o no un trabajo, pues la pregunta, casi siempre lanzada de forma tendenciosa, suele tener más recorrido excluyendo a las prostitutas que condenando a la prostitución; el debate, que no se quiere afrontar porque revela los verdaderos prejuicios burgueses que hay detrás del asunto, es si las prostitutas son o no clase obrera. Los que las reconocemos como compañeras de clase ignoramos los juicios legales y morales de la misma sociedad que las explota. No tienen los medios de producción en su poder, se ganan el pan sometiéndose a una cruenta explotación que a su vez no ejercen sobre los demás. Para considerarlas hermanas de lucha no se necesita más. Si admitimos que son clase obrera, tendremos que reconocer simultáneamente su derecho a articular su lucha usando la estructura sindical. Aunque queramos sacralizarla y colocarla tras un cordón dorado que no se pueda traspasar, la realidad es que un sindicato no es más que un órgano de clase usado por los de abajo para defender sus propios intereses. Con independencia de la opinión que nos merezca tal o cual actividad, de que la consideremos trabajo o no, la herramienta sindical es igual de válida y utilizable. ¿Acaso los sindicatos de inquilinas, con casi 100 años de historia, son un órgano estrictamente laboral? No lo son, y por eso su reformulación moderna ha generado tantas objeciones por parte de los puristas, pero la realidad, que éstos parecen desconocer, es que los sindicatos de inquilinas nacieron precisamente impulsados por sindicatos laborales y organizaciones obreras, como la CNT y la FAI, que entendían las reivindicaciones de clase de forma integral y no dibujaban una línea divisoria entre la arrendataria y la trabajadora. Es por eso que hoy son tan necesarios como antes. ¿Acaso no necesitamos también que proliferen los sindicatos de presas, con independencia de que tampoco sean organismos exclusivamente laborales? Lo importante es crear las estructuras defensivas con las que la clase obrera, en su distintos y compatibles estadios, como consumidoras, como encarceladas, como inquilinas, y no sólo como productoras, pueda dar una respuesta coordinada contra los ataques que sufre.

Otro de los reparos más comunes alude a la posibilidad de que el establecimiento de un sindicato de prostitutas suponga el reconocimiento tácito de una patronal y que esto abra la puerta a la legitimación de los proxenetas y a la regularización de la prostitución. Primero, y tristemente, las distintas asociaciones de proxenetas que explotan a mujeres bajo el eufemismo de “locales de alterne” ya han sido regularizadas y legalizadas, entre otras instituciones por el mismísimo Tribunal Supremo, desde hace casi 20 años [11]. Es curioso que la organización legal de los explotadores no levante hoy, ni levantara entonces, el mismo revuelo que el intento de organización de las explotadas. Por otra parte, es absurdo creer que una organización de autodefensa sindical implica necesariamente el reconocimiento de una patronal. Sólo implica la necesidad de organizarse para combatir abusos y agresiones, vengan éstas de donde vengan. ¿Cuál es la patronal de los sindicatos de manteros y lateros? Se constituyen como sindicato para defenderse de las redadas policiales y las políticas municipales, para tejer redes de apoyo y protesta, sin que esto signifique reconocer como interlocutor a patronal alguna. Lo mismo puede decirse sobre la retorcida pretensión de que crear un sindicato es legitimar la explotación que sufren las sindicadas. Cuando las personas que viven hacinadas en un “piso patera” o en un cuarto de lavadoras mínimamente habilitado como vivienda se unen a un sindicato de inquilinas, ¿están legitimando con ello el arrendamiento draconiano al que han sido sometidas? Cuando un grupo de trabajadoras migrantes, sometidas a jornadas laborales maratonianas, sin medidas de seguridad ninguna y con auténticos sueldos de hambre, se afilian a un sindicato laboral convencional, ¿están legitimando la esclavitud encubierta a la que son sometidas o por el contrario la están combatiendo? Lo que legitima la explotación es seguir desarmadas, inermes, aisladas y calladas. Lo que justifica la opresión es seguir como hasta ahora, ocultas bajo el manto del statu quo, sin hacer ruido, sin molestar.

Uno de los argumentos capitales para negar la sindicación de las prostitutas alude al supuesto carácter amarillo que puede haber tras los sindicatos que impulsan el proceso. Ante la propia ignorancia vamos a aceptar el presupuesto. Seguramente hay muchos intereses espurios que pueden tratar de controlar dichos sindicatos, como lo hacen los empresarios con los sindicatos laborales convencionales o la administración con las plataformas de vivienda. Ahora bien, ¿la existencia de estructuras amarillas y quintacolumnistas dentro de las organizaciones obreras invalidan toda forma de organización y sindicación? Que existan CCOO y UGT, ¿deslegitima por ejemplo a todos los anarcosindicatos? Tomar la parte por el todo no es nunca una buena solución. La existencia de sindicatos amarillos que tratan de maquillar la explotación de las compañeras es precisamente un argumento más para que los sindicatos revolucionarios abran sus puertas a la organización de las más precarias. A más amarillismo más necesitamos organizaciones combativas opuestas al armisticio social.

Llegados a este punto, sin muchos más argumentos en contra, se acaba soltando: “vale, que se sindiquen, pero que lo hagan para exigir la abolición de la prostitución ipso facto”. Pues sí, ojalá lo hicieran, pero la realidad suele ser mucho más dura, insatisfactoria y compleja. No sé cuántas de las personas que me leen han militado en un sindicato, pero si lo han hecho sabrán perfectamente de lo que hablo. Cuando una inquilina se acerca a un sindicato habitacional, ¿lo hace para exigir la abolición de los alquileres y la socialización de la vivienda o simplemente para pedir una bajada de la renta o evitar su desahucio? Cuando una trabajadora convencional se acerca a un sindicato laboral, ¿lo hace para exigir la abolición del trabajo asalariado y la destrucción del sistema capitalista o lo hace inicialmente para impedir una reducción de salario o evitar su despido? Habitualmente, ninguna explotada se acerca a una organización obrera para reclamar un cambio revolucionario radical. La gente, lógicamente, sólo está interesada en un principio en mejorar sus condiciones de vida, que no es poco. Después, con el contacto, la confluencia y el autoaprendizaje, se va dando ese proceso por el que se abren las expectativas y se amplían las exigencias. Pero el primer paso, para conseguir eso, es organizarse. ¿Podemos exigir a las prostitutas que empiezan a dar los primeros pasos organizativos que reclamen inmediatamente la abolición de la prostitución y la desaparición del sistema patriarcal y que renuncien a su vez a reclamar simples y elementales derechos sanitarios o sociales? Quien se sienta con la autoridad moral necesaria para hacerlo que lo haga. Pero que no se olvide antes de visitar a las organizaciones obreras con más de un siglo de historia que aún no le exigen eso a sus afiliados.

Y este último punto abre la puerta, inevitablemente, a qué tipo de abolición queremos. ¿Queremos una abolición vertical, de arriba a abajo, a base de decretos y leyes, que excluya del proceso a las prostitutas o queremos una abolición surgida de abajo a arriba y protagonizada por las propias afectadas? Cuando hoy la izquierda habla de abolición de la prostitución, y lo hace arguyendo algunos de los argumentos desmontados más arriba que niegan la organización/sindicación de las prostitutas, está defendiendo en realidad una abolición muy poco abolicionista. Sin las prostitutas liderando el proceso, la abolición sólo puede venir del Estado, de una reforma del Código Penal promovida por el Parlamento, de unas leyes aplicadas por los tribunales y de una batería de medidas gubernamentales. No hay más recorrido. Si ese es el modelo de abolición de cierta izquierda, e incluso de algún anarquismo, tenemos un grave problema de ignorancia histórica, y, en el segundo caso, de coherencia práctica.

Ningún cambio de paradigma radical, y eso es lo que requiere la abolición, se ha producido nunca de espaldas a los afectados directos. En los años previos a la Guerra civil americana (que duró de 1861 a 1865) se fue desarrollando un considerable movimiento a favor de la abolición de la esclavitud, mayoritariamente blanco, religioso y en muchos casos paternalista con respecto a los propios esclavos. La esclavitud se convirtió en una cuestión que ofendía la moral cristiana de los blancos, pero no necesariamente en un asunto que fuera competencia de los negros. Este movimiento pudo propiciar que se aplicara al final de la guerra la “Proclamación de emancipación”, pero al ser un mero decreto legal, que no requería ni la participación, ni la aportación y ni siquiera la opinión de los negros, la abolición gubernamental de la esclavitud se convirtió en una “abolición en falso”. Durante las décadas posteriores las personas negras, tanto en el norte como en el sur (aunque con más virulencia en los Estados sureños), eran simples ciudadanos de segunda o de tercera. La segregación era un hecho, los asesinatos y linchamientos cotidianos también. No habían ganado derechos tangibles. Seguían trabajando en las plantaciones de los blancos con la diferencia de que ahora debían pagar un alquiler por residir en ellas. Las fuentes públicas, restaurantes, hostales, transportes y colegios seguían estando reservados, en su mayoría, para los blancos. No es hasta 90 años después que el paradigma –sin caerse– se tambalea. ¿Qué ocurrió? Que los afroamericanos tomaron el control de sus propias reivindicaciones y de su propia emancipación. La movilización en la calle y la lucha social a partir de 1955 hizo mucho más por cambiar las condiciones de los negros que cualquier decreto legal.

La concesión de derechos de arriba a abajo, otorgados por un tercero, es incompatible con cualquier cambio que no sea meramente estético y formal; no hay cambio profundo si no lo protagonizan directamente las afectadas. Patrafraseando lo que decían los supervivientes de los Comités de Defensa cenetistas sobre la revolución [12], no hay abolición posible desde el Estado sino contra el Estado. Y es aquí dónde cierto anarquismo actual rompe con el relato histórico libertario sobre la abolición. El abolicionismo anarquista, salvo lamentables excepciones, intentó huir siempre de los juicios elitistas morales que excluían a las prostitutas del resto de la clase trabajadora. Para este abolicionismo, las distintas forma de explotar a las mujeres no podían jerarquizarse, y no comprendían que la mujer casada por inercia [13] o la operaria de fábrica manoseada por su patrón, miraran por encima del hombro a la prostituta y no entendieran su situación como parte de un todo. El anarquismo creía que la prostitución era un fenómeno cultural y social, pero también, y es algo que hoy parece querer omitirse, económico [14]. Cuando Mujeres Libres aprovecha el acontecimiento revolucionario de 1936 en Barcelona para crear sus famosos Liberatorios de Prostitución, no espera nada de decretos gubernamentales, tampoco cree que baste con vaciar los burdeles y echar a las prostitutas para que se produzca un cambio a mejor [15]. Aunque en algunas circunstancias sí pudieron pecar de cierto paternalismo, el programa de Mujeres Libres consistía en apoyar la organización de las prostitutas, en intentar acercarlas a las estructuras sindicales (y viceversa), conseguir que se afiliaran y, desde ahí, introducir la capacitación profesional y el reciclaje laboral. El proyecto fracasó por circunstancias sociales y estratégicas que exceden al análisis de este artículo. Pero la gran lección que se puede extraer de uno de los momentos históricos donde más definida quedó la posibilidad de la abolición de la prostitución, es que no se puede hacer de espaldas a las afectadas.

La abolición de la prostitución no se conseguirá sin cuestionar y atacar antes (o al menos simultáneamente) a la estructura que le dio origen y a la que hoy la sustenta: el patriarcado y el capitalismo, respectivamente. Para acabar con la prostitución necesitamos, por tanto, un cambio de paradigma; y no hay cambio de paradigma posible si primero no se organizan las afectadas.

En esa línea de pensamiento nos decía Goldman, en su triple condición de anarquista, mujer y, en cierta ocasión, prostituta:
«Solamente una opinión pública inteligentemente educada, que deje de poner en práctica el ostracismo legal y moral hacia la prostitución, ha de coadyuvar al mejoramiento del presente estado de cosas. Cerrar los ojos por un falso pudor y fingir ignorancia ante este mal y no reconocerlo como un factor social de la vida moderna, no hará más que agravarlo. Debemos estar por encima de la estúpida noción soy mejor que tú, tratando de ver en la prostituta solamente a un producto de las condiciones sociales. […] Respecto a la total extirpación de la prostitución, nada, ningún método podrá llevar a cabo esa magna empresa, sino la más completa y radical trasmutación de valores, en la actualidad falsamente reconocidos como beneficiosos –especialmente en lo que atañe a la parte moral– junto con la abolición de la esclavitud industrial, su causa causarum[16]

La importancia de ahorrarse los jodidos sermones y la pretendida superioridad moral, la necesidad de que sean las afectadas las que lideren su propio proceso de emancipación, es algo que va más allá de la sindicación de las prostitutas y que alude directamente a todo el sector de explotadas y marginadas que viven en la periferia de la “clase obrera canónica”. Necesitamos sindicación y organización entre presas sociales, indigentes, paradas crónicas y todas las personas aplastadas por el sistema que viven en sus margenes. Si no somos capaces de aprender y escuchar, de apoyar y ayudar a que la gente más jodida se encuentre y agremie, por lo menos no hagamos la función de palos en la rueda.

Pero para que la izquierda llegue a esa conclusión, y deje de boicotear todo aquello que no puede controlar, primero debe soltar mucho lastre. Debe dejar de usar los límites legales como brújula, y debe abandonar todo el moralismo que le inculcaron en la universidad, en el partido o en la iglesia. Mientras no esté dispuesta a demoler cuanto de burguesa hay en ella (17), seguirá haciendo gala de un clasismo asertivo que aún no atina a definir. Si sabemos que existe un racismo asertivo que es incapaz de evaluar el propio racismo, y a su vez un nacionalismo asertivo (como hemos visto en relación al conflicto catalán) que ve nacionalismo por todas partes salvo en su propio patriotismo, hemos de admitir que existe también un clasismo asertivo que analiza con gran dedicación todos los prejuicios de las clases altas con respecto a la clase trabajadora, pero que no tiene ningún interés en cuestionar sus propios prejuicios con respecto al “lumpen”, al que excluye de esta categoría obrera.

Concluyendo, sé que la organización del “lumpen” no tiene por qué representar per se un cambio radical. Ni siquiera, necesariamente, un cambio a mejor. La gente puede organizarse para acomodarse a su opresión, para venderse a las instituciones o para cualquier otra corrupción similar. Puede, efectivamente, que el porcentaje de cambio real que produzca la organización/sindicación de precarias, marginadas y excluidas sea realmente bajo. Es una posibilidad. Pero contra esa posibilidad se levanta una certeza: sin esos primeros pasos organizativos el porcentaje de cambio es del 0%. Asumir la derrota como punto de partida es un buen aliciente para crear literatura épica y regodearse en las batallas perdidas por nuestros abuelos. Las que no tenemos nostalgia, las que no tenemos estabilidad, ni techo propio, ni pan seguro, no podemos conformarnos con eso. Nos toca encontrarnos, conocernos, organizarnos y empezar a desarrollar una resistencia económica y social callejera. Quizás la izquierda discrepe, pero aún le queda una opción: seguir cagándose de miedo cada vez que una puta levante la voz.

Ruymán Rodríguez

Tomado de https://www.radioklara.org/radioklara/?p=7332

NOTAS


[1] La definición reza así: “El lumpemproletariado, ese producto pasivo de la putrefacción de las capas más bajas de la vieja sociedad […]” (Marx y Engels, op.cit.). En el primer tomo de El Capital (1867), Marx insiste en separar explícitamente a los obreros que caen en la pobreza por desempleo, orfandad, vejez o accidentes laborales de “vagabundos, delincuentes, prostitutas, en suma, del lumpemproletariado propiamente dicho […]” (ibíd.). A lo largo de toda la obra marxiana y engeliana pueden leerse pasajes del mismo talante: “El lumpemproletariado, esa escoria integrada por los elementos desmoralizados de todas las capas sociales y concentrada principalmente en las grandes ciudades, es el peor de los aliados posibles. Ese desecho es absolutamente venal y de lo más molesto” (Engels, prefacio a la segunda edición de La Guerra Campesina en Alemania, 1870). “[El] lumpemproletariado, que en todas las grandes ciudades forma una masa bien deslindada del proletariado industrial. Esta capa es un centro de reclutamiento para rateros y delincuentes de todas clases, que viven de los despojos de la sociedad, gentes sin profesión fija, vagabundos, gentes sin hogar y sin credo […]” (Marx, La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850, 1850). En el 18 de Brumario de Luis Bonaparte (1854) Marx hace una larga lista con muchos de los tipos de “subproletarios” que identifica y que van desde mendigos y expresidiarios a traperos y afiladores, para acabar concluyendo que son una “hez, desecho y escoria de todas las clases”. Idénticos juicios se esgrimen hoy, sin sonrojo, mientras se sorbe alguna bebida de moda entre risas cómplices, en muchas de nuestras charlas, tertulias y foros públicos. Omito las redes sociales porque desconozco qué bebe la militancia roja cibernáutica mientras rezuma falta de empatía.

[2] “Cuando los obreros franceses escribían en los muros de las casas durante cada una de las revoluciones: ¡Muerte a los ladrones!, y en efecto fusilaban a más de uno, no lo hacían en un arrebato de entusiasmo por la propiedad, sino plenamente conscientes de que ante todo era preciso desembarazarse de esta banda” (Engels, La Guerra…, op.cit.).

[3] Es emblemático ese pasaje en el que define al “lumpen” como “la flor del proletariado”: “Por flor del proletariado entiendo sobre todo esa gran masa, esos millones de no civilizados, de desheredados, de miserables y analfabetos que Engels y Marx pretenden someter al régimen paternal de un gobierno muy fuerte […]. Por flor del proletariado entiendo precisamente esta carne de gobierno eterno, esta gran canalla popular, que siendo casi virgen de toda civilización burguesa, lleva en su seno, en sus pasiones, en sus instintos, en sus aspiraciones, en todas las necesidades y miserias de su posición colectiva, todos los gérmenes del socialismo del futuro, y que por sí sola es lo suficientemente poderosa hoy en día como para inaugurar y hacer triunfar la Revolución social” (M. Bakunin, El Imperio Knuto-germánico y la Revolución Social, 1871).

[4] Íd, Estatismo y anarquía, 1873.

[5] Más allá de los acontecimientos mencionados, podrían nombrarse muchas más algaradas y conatos revolucionarios donde el “lumpen” jugó un papel determinante o incluso donde llevó la iniciativa, pero eso requeriría convertir este humilde artículo en toda una tesis de investigación. Muchas de las “protestas del hambre” y huelgas de alquileres a comienzos del s. XX fueron encabezadas por el “lumpen”, especialmente por las compañeras que ejercían la prostitución. Un caso paradigmático es el de la huelga de inquilinas que iniciaron las prostitutas a comienzos de 1922 en Veracruz (México), y que impulsaba el Sindicato Revolucionario de Inquilinos que organizaba el anarquista Herón Proal. Este último homenajearía a las compañeras en un mitin: “Ustedes […] fueron las primeras en decretar la huelga que hoy ha tomado proporciones gigantescas: ustedes son en realidad verdaderas heroínas, por haber puesto la primera piedra de este edificio gigantesco que hemos ahora levantado; son las iniciadoras, y por tanto, merecen un estrechísimo abrazo de confraternidad. El Sindicato Rojo de Inquilinos les abre los brazos y les llama con todo cariño sus queridas hermanas. Sí señores y no se rían (porque la palabra hermanas causó risa entre el auditorio) estas pobres y despreciadas mujeres, no solamente son nuestras compañeras, sino también nuestras hermanas, […] y no hay motivos para excluirlas de la hermandad, tanto más, cuanto que son carne de explotación de los burgueses” (citado en El movimiento inquilinario de Veracruz, 1922, 1976, de O.G. Mundo).

[6] “Las mujeres se tiran sobre los cañones y las ametralladoras interponiéndose entre nosotros y el ejército; los soldados permanecen inmóviles” (L. Michel, La Comuna de París. Historia y recuerdos, 1898).

[7] “¿Quién tiene más derecho que estas mujeres, las víctimas más desgraciadas del viejo orden, a dar su vida por el nuevo?” (Michel citada por J.M. Merriman en Masacre: Vida y muerte en la Comuna de París de 1871, 2017). La Comuna, sin embargo, no supo apreciar el sacrificio de estas compañeras y en su resolución “Sobre la prostitución” (del 30 de marzo al 18 de junio), como intento de abolirla, decretó, después de un bonito prefacio, la detención de todas las mujeres “libradas de la prostitución” (dixit) que circulen por el 2º distrito, pero ni una sola medida contra proxenetas o puteros.

[8] El inspector jefe de policía de Atarazanas diría sobre “La Bilbaína y “La Castiza”: “Estas dos mujeres son y han sido siempre las cabecillas de todos los motines iniciados en la calle del Mediodía […]” (citado por A. Talero en su artículo “Las ‘petroleras’ de 1909. Papel de la mujer en la Semana Trágica” en Historia 16, 1979).

[9] Como semblanza del nexo entre anarquistas y “lumpen” durante ese período histórico puede consultarse Fuera de la ley (volumen I [2016] y II [2017]) de la editorial La Felguera.

[10] “Los militantes anarcosindicalistas han pasado la noche en los sindicatos, en los centros, en los Ateneos Libertarios. Las sirenas anuncian que las tropas sublevadas avanzan sobre el centro de la ciudad y que ellos, armados
o desarmados, deben acudir a combatirlas. […] Los desheredados acogidos en las barracas de Montjuic, los que por la noche tiroteaban el polvorín, vecinos del Pueblo Seco acuden a la movilización. […] Los desarrapados de las barracas del Monte Carmelo descienden hacia la ciudad y se unen a los habitantes de las calles a medio urbanizar, a los del Poblet […]. [Los] peones buenos para cualquier oficio, los sin trabajo, convergen hacia los cuarteles y la maestranza de San Andrés, cuya conquista les dará las armas suficientes para dominar la ciudad entera. […] [Los trabajadores de las distintas industrias enlazarán] con los ‘trinxeraires’ [se puede traducir como ‘golfillos’] y gitanos del Somorostro. Todos ellos han escuchado el ulular de las sirenas” (Luis Romero, Tres días de julio, 1967).

[11] Con independencia de lo que diga el Código Penal en su artículo 187.1 sobre el proxenetismo, la Asociación Nacional de Empresarios de Locales de Alterne (ANELA) es legal desde 2001, y la Asociación Nacional de Empresarios Mesalina (ASNEM) desde el 2004 (según sentencia de la Sala 4ª de lo Social del Tribunal Supremo). Estas y otras asociaciones, vinculadas en muchas ocasiones con la extrema derecha, mantienen una actividad de explotación sexual legal ante la completa vulnerabilidad de las mujeres que a día de hoy siguen desarmadas. Los que después de leer esto intenten establecer una vergonzante diferencia entre “alterne” y “prostitución” pueden ahorrarse el esfuerzo y el ridículo.

[12] Citados por Agustín Guillamón en “De los Comités de Defensa al análisis revolucionario de Los Amigos de Durruti. Los Comités de Defensa de la CNT” (en Fuera de la ley II, op.cit.).

[13] En el anarquismo fue un recurso clásico, y muy provocador entonces, equiparar matrimonio y prostitución. Anne Mahé lo argumentaba de forma cruda: “[…] La inmensa mayoría de las mujeres son prostitutas, putas honestas que, sin deseo ni placer, cumplen con el ‘deber conyugal’ […]; ellas, las putas honestas, que desprecian tanto a las que hacen del amor un oficio” (Defensa de la prostitución, 1905). Para Emile Armand: “No existe actualmente diferencia esencial entre el matrimonio burgués y la prostitución. El matrimonio es la prostitución de larga duración, y la prostitución es el matrimonio de corta duración” (La emancipación sexual, el amor en camaradería y los movimientos de vanguardia, 1934). Emma Goldman hacía un razonamiento similar: “No es más que una cuestión de gradaciones que [la mujer] se venda a un hombre, casándose, o a varios” (“La prostitución”, en La hipocresía del puritanismo y otros ensayos, 1910).

[14] El artículo de Mujeres Libres (aparecido en su publicación homónima) titulado “Acciones contra la prostitución” no paraba de repetir esa premisa: “Insistimos en lo que se ha dicho multitud de veces: la mujer ha de ser económicamente libre. […] Sólo la libertad económica hace posible las demás libertades, tanto de los individuos como de los pueblos. He aquí esto tan repetido, tan escuchado y que es la base de las acciones contra la prostitución, porque la mujer que vive en dependencia económica recibe una paga, aunque sea de un marido legítimo” (en la compilación de M. Nash: Mujeres Libres. España 1936-1939 ,1974).

[15] De nuevo a través de su revista, Mujeres Libres comparte el texto “Liberatorios de prostitución”, donde comentan cargadas de ironía: “En varias localidades que hemos visitado recientemente se nos ha hecho saber, como gran medida, que en ellas habían suprimido la prostitución. Al preguntar cómo y qué se había hecho con las mujeres que la practicaban, se nos ha contestado: ¡Ah, eso allá ellas! De este modo, suprimir la prostitución es bien sencillo: se reduce a dejar a unas mujeres en la calle, sin medio alguno de vida” (ibíd.).

[15] Goldman, op.cit. Nuevamente desde Mujeres Libres volverían a emitir un juicio similar a través de esta “falsa entrevista”:
“–¿Qué opinas de la prostitución?
–Que no sólo las mujeres y los sexos se prostituyen.
–¿La crees necesaria?
–La creo una afrenta para el hombre y para la mujer. Y para la civilización.
–¿Cómo suprimirla?
–Suprimiendo leyes y moralizando costumbres. Reeducándonos sexualmente” (Nash, op.cit.).

[16] Los prejuicios burgueses con respecto al “lumpen”, transversales también a la izquierda, pocas veces han sido mejor descritos que en este imprescindible fragmento de Stirner: “La burguesía se reconoce en su moral, estrechamente ligada a su esencia. Lo que ella exige ante todo, es que se tenga una ocupación seria, una profesión honrosa, una conducta moral. El caballero de industria, la ramera, el ladrón, el bandido y el asesino, el jugador, el bohemio, son individuos inmorales y el burgués experimenta por esas gentes sin costumbres la más viva repulsión. Lo que les falta a todos es esa especie de derecho de domicilio en la vida que da un negocio sólido: medios de existencia seguros, rentas estables, etc.; como su vida no reposa sobre una base segura, pertenecen al clan de los individuos peligrosos, al peligroso proletariado: son particulares que no ofrecen ninguna garantía y no tienen nada que perder, ni nada que arriesgar. La familia o el matrimonio, por ejemplo, ligan al hombre, y este lazo le proporciona un lugar en la sociedad, le sirve de fiador; pero ¿quién responde de la prostituta? […]. Se podría reunir bajo el nombre de vagabundos a todos los que el burgués considera sospechosos, hostiles y peligrosos. […] Esos extravagantes vagabundos entran en la clase de las gentes inquietas, inestables y sin reposo, como son los proletarios, y cuando crean sospechas de la falta de domicilio moral, se les llama enredadores, cabezas calientes y exaltados. Tal es el sentido amplio del llamado proletariado y del pauperismo. ¡Cuánto se engañaría el que creyese a la burguesía capaz de desear la desaparición de la miseria (del pauperismo) y de consagrar a ese fin todos sus esfuerzos! Nada, por el contrario, conforta al buen burgués como la convicción, incomparablemente consoladora, de que un sabio decreto de la Providencia ha repartido de una vez y para siempre las riquezas y la dicha. La miseria que se amontona en las calles a su alrededor, no turba al verdadero ciudadano hasta el punto de solicitarlo a hacer algo más que congraciarse con ella, echándole una limosna o suministrando el trabajo y la pitanza a algún buen muchacho laborioso. Pero siente vivamente la turbación de sus apacibles goces por los murmullos de la miseria descontenta y ávida de cambios, por esos pobres que no sufren ni penan ya en el silencio, sino que comienzan a agitarse y a desatinar. ¡Encerrad al vagabundo! ¡Arrojad al perturbador en los más sombríos calabozos! ¡Quiere atizar los descontentos y derribar el orden establecido! ¡Apedreadlo! ¡Apedreadlo!” (El Único y su propiedad, 1844).

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