Insistimos, una vez más y ante la realidad de toda colectividad humana, en la necesidad de negar toda verdad absoluta, caldo de cultivo para sectarismos y dogmatismos, que deberían ser ajenos a las ideas antiautoritarias; un pensamiento y unas prácticas, libres, que rechazen a nuevos dioses y amos, lo mismo que a cerradas doctrinas e ideologías.
Con cierta frecuencia, dentro del movimiento anarquista, se alude de modo crítico a personas dogmáticas, que en nombre de cierta «pureza» de las ideas se esfuerzan en señalar a todos aquellos que se aparten del buen camino de la futura sociedad libertaria. Como ya he dicho en otras ocasiones, me parece la del dogmatismo, o inclinación hacia pensar que se tienen ideas absolutas, algo que parece, si no inherente, sí una (peligrosa) tendencia del ser humano. Aunque creo que un poco hastiados del mismo, mencionaré de nuevo el proceso catalán como ejemplo de ello. Particularmente, lo he dejado claro en diversas entradas de este blog, toda proceso de «liberación nacional» es digno de crítica y rechazo por parte de unas ideas libertarias, que nada tienen que ver con cualquier proceso instituyente independentista. No incidiremos aquí, por demasiado sabidas, en las connotaciones políticas de términos como «independencia» y «nacionalismo». A pesar de ello, no puede negarse la realidad, las posturas dentro del movimiento anarquista han sido dispares respecto al proceso. Desde mi posición, y creo que la de muchos anarquistas, la creación de una república catalana no supone un mejor contexto para una sociedad libertaria, más bien al contrario al cimentar y legitimar más de lo mismo, un nuevo Estado. Por no hablar, del sistema económico, cuyas reglas del juego tendrían que ser aceptadas a la fuerza por el nuevo Estado y, ello, por muchos integrantes del Gobierno que se manifiesten anticapitalistas. Esta postura, en abstracto y en concreto, no me sitúa en ninguna ortodoxia libertaria ni nada por el estilo. Este caso que nos ocupa, resulta un buen ejemplo para reflexionar sobre el dogmatismo. Otra postura, parece que ha diferenciado entre una crítica intelectual, y purista (inmovilista, según las críticas), dentro del anarquismo y otra, más activa y supuestamente proclive al movimiento y la acción, que se lanza a luchar en la calle cuando es necesario (aunque, no sabemos si la reflexión libertaria se queda a veces por el camino). No insistiré en el reduccionismo, o abiertamente falacias, de dichas argumentaciones, que etiquetan con tanta facilidad. Tampoco me referiré más en este texto al proceso catalán, que creo que está dando sus últimas bocanadas dentro de la lógica (represiva, claro) de Estado.
En lo que quiero incidir es en esa detestable tendencia en el ser humano a las ideas absolutas, por no hablar de una suerte de papanatismo de no demasiado grandeza intelectual. Papanatismo, si seguimos añorando los grandes autores y las grandes hazañas en la historia del anarquismo, sin apenas asomo de crítica, y sin comprender que, por mucho que nos guste recuperar la historia, el mundo es hoy muy diferente. Y, papanatismo también, por el otro extremo, cuando se deja a un lado toda reflexión libertaria, si es que no queremos hablar de convicciones, y nos sentimos tentados por caminos institucionales que alejan de la sociedad anarquista. Dogmatismo y papanatismo, tal vez las dos caras de una misma postura. El anarquismo, es decir, la negación del autoritarismo en base a la libertad, igualdad y solidaridad, nos gusta decir a veces (aunque, no siempre seamos coherentes con ello), no se encuentra solo en las organizaciones específicamente anarquistas. Es más, precisamente, tal vez las mismas no se comporten siempre de manera antisectaria y antidogmática y hay que buscar el oxigeno libertario en otros grupos humanos. El anarquismo no puede reducirse a ninguna organización, ni bandera ni himnos, ni tampoco a una doctrina o ideología. Los que así lo hagan, directamente o indirectamente, están empezando a cavar su tumba al proclamar una nueva «verdad absoluta». El anarquismo, o «anarquismos» como nos gusta también decir, es permanente práctica, transformación y movimiento. Tal vez, cuando comprendamos esto, de manera permanente, al menos en primera instancia, no nos lancemos de manera tan bobalicona al anatema de los otros y, en segundo, nos pongamos a trabajar de manera constructiva.
El anarquismo, tenga uno las postura que sea sobre las ideas o sobre la realidad, y así lo he entendido siempre, es la permanente negación de toda verdad absoluta, por lo que debería liberarse de sus propios mitos, certezas y adoraciones. La analogía con el «librepensamiento» de la incipiente modernidad es inevitable, ya que si en el pasado supuso una liberación respecto a los dioses ultraterrenos, hoy hay que extender esa postura a otro tipo de deidades más terrenales. De nada sirve proclamarse anarquista o librepensador, al modo del pasado, negando aparentemente todo Iglesia y todo Estado, si nos mostramos incapaces de mostrarnos autocríticos con nuestros propios dogmas y nuestro propio culto, ideológico e incluso institucional. Por supuesto, esta actitud no abre la puerta a cualquier pragmatismo, entendiendo como tal vías ajenas a la práctica antiautoritaria, debería ser todo lo contrario. Claro que el anarquismo se encuentra vivo en la calle, pero no en cualquier tipo de algarabía, sino en prácticas antiautoritarias de personas que quieren mejorar sus vidas y construir una convivencia diferente. No existe, en mi opinión y adelantando ciertas críticas, una dicotomía entre la reflexión intelectual y la práctica libertaria cotidiana, ya que la primera es necesaria y va unida a la segunda. Es por eso que un auténtico «librepensamiento», negación de dioses y amos, y de todo sectarismo y dogmatismo, es tan importante. Las certezas y grandes verdades, lo sabemos desde un punto de vista antiautoritario, conducen a la humanidad al desastre. Tanto en aquellos que pretendieran institucionalizar cierto anarquismo, en forma de organizaciones «puristas», como en esos otros que invocan el pragmatismo en forma, directa o indirecta, de participación institucional. Porque, qué es el Estado si no la institucionalización de una verdad revelada. Ni participar en ello, por ajeno a las ideas libertarias, ni utilizar estas para construir e instituir nuevas certezas. Es por eso que, de nuevo, apelemos a la herejía, a la refutación de toda verdad absoluta, en nombre de esa permanente oxigenación libertaria.