ANARQUISMO ANARCOSINDICALISMCNT

El anarcosindicalismo frente a los malos tiempos

Ha llegado pues el momento de concretar y definir el sindicalismo
de nuestro tiempo situándolo en la posición exacta que le
corresponde frente a su adversario el capitalismo.”
Pierre Besnard, Los sindicatos obreros y la revolución social, 1930.

Cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial, el anarcosindicalismo era poco menos que una reliquia histórica, testimonio de los mejores días de un proletariado orgulloso y ajeno a la normativa de la sociedad capitalista. Su reaparición en el Estado español durante los pasados años setenta fue consecuencia del desarrollo durante el tardofranquismo de un movimiento obrero autónomo, que se organizaba en asambleas, nombraba delegados con mandato imperativo y empleaba piquetes para informar y defenderse. Ignorando toda la legislación antilaboral de la dictadura, ejercía sus derechos mediante la acción directa, la ocupación de fábricas, los piquetes de extensión y la huelga salvaje. A pesar de todo, la contraofensiva conjunta del Estado, los partidos políticos y el empresariado, mediante elecciones sindicales, logró imponer un nuevo sindicalismo de concertación vertical que heredó tanto las estructuras laboralistas del franquismo, como su función neutralizadora e inmovilista. Precisamente, con el fin de evitar que las centrales burocráticas legalizadas, apoyadas por la patronal y los partidos, acapararan y usurparan la representación de la clase obrera, la mayoría del movimiento asambleario se organizó en sindicatos independientes, parte de los cuales adoptaron las tácticas y los fines de la ideología anarcosindicalista. Las causas del fracaso de esta jugada estratégica habría que buscarlas en el trabajo de zapa de las susodichas centrales, en la reconstrucción fallida de la CNT y, sobre todo, en el propio proletariado.

Si bien es cierto que, de acuerdo con una conocida máxima, el pasado dramático del sindicalismo revolucionario se repetiría en el futuro a menudo como farsa, no era menos verdad que durante la transición política hacia la partitocracia posfranquista, los trabajadores en su mayoría no aspiraban a un cambio social abrupto, cuyo coste habían ilustrado los muertos de Vitoria, y se conformaban con un mejoramiento inmediato de su situación económica y una asistencia jurídica barata para casos particulares. Reorganizar una CNT abierta a las tendencias más contrapuestas y a los aventureros más abyectos que pudiérase imaginar no fue una idea muy brillante. El fetichismo de las siglas y el patriotismo orgánico fueron factores nefastos. Las fuerzas del viejo régimen y las de recambio supieron aprovechar mejor el momento crítico para reforzar el Estado y estabilizar el capitalismo patrio, saboteando la menor iniciativa independiente del proletariado. Fueron los años de los Pactos de la Moncloa, del incendio del Scala y del Estatuto de los Trabajadores. Tras las elecciones sindicales del 78, los obreros renunciaban no solo a gestionar los cambios político-sociales que se estaban produciendo, sino a celebrar asambleas libres para discutir sus convenios y elegir a sus representantes. Los escasos comités de empresa, comisiones representativas y consejos de fábrica que existían no lograron consolidarse, ni los sindicatos que propiciaron, extenderse. Con una actitud pasiva difícil de comprender, la clase obrera de la transición, cansada e invertebrada, presionada por el paro y los despidos, ni tan siquiera se mantuvo a la defensiva. Los reducidos núcleos anarcosindicalistas supervivientes se vieron forzados a centrarse en la defensa del puesto de trabajo y el mantenimiento del poder adquisitivo dentro de un mercado laboral endurecido. Para eso, la solución CGT era mucho menos libertaria pero más funcional. De todas formas, no evitaba el desclasamiento. Era el fin de la utopía y la epifanía de la apodada «democracia». El principio básico del anarcosindicalismo según el cual los sindicatos constituirían el principal instrumento de la revolución y de la emancipación integral de la clase, la herramienta orgánica con la que se evitaría una dictadura de partido -y un Estado-, o el órgano con el que se construiría una sociedad comunista libertaria, quedaba en suspenso. A los factores coyunturales se sumaban otros, de índole estructural.

El capitalismo nacional salió de la crisis provocada por el encarecimiento del petróleo y las huelgas, apuntándose a un proceso de reestructuración y reconversión industrial que condujo al cierre de muchas fábricas. La «modernización» de los años ochenta -la «transición económica»- no era más que la adaptación de la economía española al mercado capitalista europeo, y consistía básicamente en la expulsión de la fuerza de trabajo del proceso productivo y su desplazamiento hacia el empleo improductivo. En menos de una década, el proletariado industrial perdió casi todo su peso en la economía, en provecho de los asalariados de las finanzas, el comercio, la logística, el turismo y la función pública, sectores mucho menos organizados y combativos, poco igualitaristas y escasamente atraídos por la autonomía. La desaparición de las huelgas por solidaridad sería una señal de mal tiempo. Las limitaciones extremas del derecho a la huelga y la prohibición expresa de otras modalidades de lucha antaño corrientes pudieron establecerse sin problemas. Las ideas dominantes en los medios obreros sufrieron una regresión completa. El sentimiento de pertenencia a una clase se diluyó muy rápidamente al calor de una coyuntura compleja y difícil. Durante los ochenta, las asambleas de las empresas en crisis y las asambleas de parados se centraron en la defensa del empleo. Los sindicatos se ocuparon de la afiliación todavía ilegal de empleados y funcionarios. El Estado, inmerso en un proceso de crecimiento sin precedentes, fue requerido por las partes como mediador entre capital y trabajo, gran creador de empleos y regulador del mercado. La ocupación generada por el boom turístico e inmobiliario, el empleo público y la liberación de los activos de las Cajas de Ahorros, extendió los hábitos burgueses consumistas entre las masas asalariadas. La familia tradicional se descompuso, el tejido social se deshizo inexorablemente y cada cual se desvinculó del pasado para sumergirse enteramente en una vida privada mercantilizada: donde antes hubo conciencia de clase, ahora no había más que mentalidad de clase media, satisfecha, individualista y dependiente. A la sociedad de consumo se la llamó «estado del bienestar».

Durante los años noventa, en plena globalización financiera, la ilusión de estabilidad y bonanza prolongada que provocaron el crédito abundante y la facilidad de hipotecarse posibilitó un conformismo entre los asalariados y las asalariadas mayor que el que pudo lograr por la fuerza la dictadura de Franco. A la vez que finalizaba la transición, el Estado retrocedía ante los mercados mundiales y abandonaba su función mediadora, a pesar de los ruegos de las clases medias asalariadas y de los aparatos sindicales institucionalizados. El sindicalismo alternativo empezó a preocuparse más por quienes se encontraban en una posición social más débil, sin capacidad para ejercer sus propios derechos, a saber, los parados, los presos, los trabajadores poco cualificados (habitualmente precarios), los «sin techo» y la superexplotada mano de obra inmigrante. Por desgracia, la defensa sindical de la mano de obra relegada o excluida era un fenómeno marginal. Dicha fuerza de trabajo distaba mucho de conformar un sujeto político común y desempeñar así un papel activo importante. Por otra parte, hacía tiempo que el sindicato había dejado de ser la punta de lanza de un movimiento obrero en plena desbandada. El anticapitalismo no radicaba ya en los lugares de trabajo, ni la meta liberadora apuntaba a la autogestión de la producción y la distribución. Esta, tal cual era, no cambiaba la naturaleza perniciosa de ambas, ni alteraba sus fundamentos capitalistas. Las profesiones y los oficios estaban tan deteriorados que ya nadie en su juicio amaba su trabajo, y menos aún el lugar donde trabajaba. El trabajo era una condena, el precio de la supervivencia que el régimen capitalista imponía a la mayoría de los mortales. La generalización del trabajo-basura inducía al rechazo del trabajo en sí, más que a reivindicar su «dignificación». El «no trabajar jamás» -la abolición del trabajo- respondía más a los deseos de liberación que la demanda de un «empleo de calidad». Además, si tenemos en cuenta el carácter superfluo e inútil de la mayoría de los empleos, entenderemos por qué la idea de la expropiación de los medios de producción no levantara pasiones. En la era de la automatización de la producción y buena parte de los servicios, del dinero virtual, del auge de las asustadizas clases medias, del endeudamiento de masas, de los servicios mínimos sobredimensionados y del estado de excepción, el arma fundamental del anarcosindicalismo, la huelga general, ya no podía paralizar el sistema como lo haría una pandemia o un apagón. Con mayor razón, la perspectiva de una revolución llevada a cabo por los sindicatos había languidecido hasta esfumarse en el cielo de la ideología. Si las centrales libertarias no tomaban en consideración todos estos detalles, entrarían en contradicción consigo mismas.

Las consecuencias nefastas del desarrollismo no se acababan con los empleos de mierda. El crecimiento infinito acarreó la explotación intensiva más insensata de la naturaleza. De resultas, la economía tropezó no solo con la barrera de los recursos naturales limitados, principalmente energéticos, sino con el deterioro de la vida en el planeta. A medida que comenzaban a disminuir la producción mundial de combustibles fósiles y metales «estratégicos», y dado que el crecimiento económico ponía en peligro la supervivencia humana, el capital serraba la rama del árbol en la que se sentaba. Su reproducción volvíase cada vez más difícil, lo cual auguraba una crisis de otro tipo, la ecológica, destinada por sus implicaciones a ocupar el centro de la cuestión social. Y como todas las crisis, iba a ser utilizada por el capital en provecho de su ampliación. Bajo una óptica capitalista, el desastre puede ser una fuente de beneficios, la principal si cabe. Para los dirigentes catastrofistas, el nuevo capitalismo tenía que ser verde, descarbonizado y eléctrico, es decir, extractivista, o no sería. Con la puesta en marcha de nuevas tecnologías sería suficiente. Deseando insertarse en tal remodelación, los ecologistas relativos hicieron cola en los despachos. Las estrategias «duales» tienen esos efectos. Las multinacionales energéticas les contrataban para el diseño de módulos de sostenibilidad desarrollista y economía circular capitalista. La gran crisis de 2008 restauró el papel del Estado en la economía financiarizada, lo cual aceleró el lavado de cara ecológico del capitalismo y estableció las pautas de un desarrollo tecnoeconómico etiquetado de «sostenible». En Galicia significaba la eucaliptización de país y las macroplantas productoras de pasta de celulosa. En Castilla-León, las macrogranjas y las incineradoras; en otras regiones, los «mares de plástico», la energía nuclear y las centrales eólicas, fotovoltaicas o de biogás. En el Gobierno, el Ministerio de Transición Ecológica. En fin, el eslabón más vulnerable del capitalismo se trasladaba al territorio. Por la fuerza de las cosas, los círculos de resistencia obrera se veían abocados a posicionarse frente a problemas como la contaminación, la pérdida de biodiversidad, el cambio climático (y como corolario, el uso de combustibles fósiles), la motorización privada, la acumulación de residuos y, en general, las incesantes agresiones al medio ambiente causadas por el agronegocio, el extractivismo y la urbanización vertiginosa. Si restringían su ámbito de actuación al mundillo laboral, los sindicatos se situaban en el mismo frente que los capitalistas, puesto que deliberadamente ignoraban tanto el carácter prescindible de la mayoría de empleos, como la nocividad de los productos del trabajo, por no hablar de la socialización imposible de muchas actividades industriales, especialmente de las relativas al campo.

Antaño, en la fase heroica de la clase, los trabajadores habían declarado huelgas «sociales», negándose a cocinar comida en mal estado, a construir casas con materiales inadecuados, a fabricar productos perjudiciales para la salud, a adulterar bebidas, etc. En cambio, hoy, el trabajador no se cuestiona la utilidad social del trabajo que realiza y es indiferente a la esencia del producto que contribuye a fabricar. Por más daño que cause, el asunto parece no afectarle. Lo más probable es que se aferre a su labor y su estatus contra ecologistas, conservacionistas, campesinos y antidesarrollistas. Con pocas excepciones, el proletariado, manso o contestatario, creyó siempre en el progreso y en el papel liberador de la ciencia y la técnica, y cuando la crisis ecológica, el incremento de la desigualdad y la digitalización global deslegitimaron dicha creencia revelando un mundo desarraigado, no autogestionable, el resultado fue un repliegue sobre sus intereses cotidianos. Pero se quiera o no se quiera, a medida que progrese la destrucción ambiental, la defensa unilateral del empleo entrará cada vez más en conflicto con la defensa de la tierra y de la especie. La mayoría de los sindicalistas se enrocan en la primera, mientras que los ecologistas profesionales y las plataformas light tratan de conciliar la segunda con el desarrollismo verde y estatista. Con todo, las agresiones al territorio y la «carestía de la vida» no pararán de crecer en paralelo a las conurbaciones, zonas residenciales e infraestructuras de toda clase. La dinámica capitalista es esencialmente destructiva, y contra ella no existen paliativos reales que aminoren sus efectos. Llegados a este punto, los anarcosindicalistas han de replantearse a fondo sus tácticas y sus objetivos finales.

Los trabajadores de hoy no se encuentran en condiciones como las que imperaban a principios del siglo XX, ni su deseo de vivir de espaldas al Estado es el mismo. No son estos los tiempos del Congreso de Amiens o del de la Comedia. No existe un medio obrero cerrado sobre sí mismo, con sus reglas y costumbres. Las relaciones de mercado se han impuesto en la vida cotidiana de los obreros, acabando con la sociabilidad de su mundo y oscureciendo su conciencia de clase aparte. Su voz ha sido prácticamente secuestrada por profesionales de la representación espuria. Por otro lado, aun en el caso de que se desarrollen un montón, es poco probable que los sindicatos lleguen a estar capacitados para deshacerse del capitalismo y asegurar el desenvolvimiento de una revolución social. Al relativo aislamiento nacional de antes de la guerra ha sucedido una interdependencia mundial realmente asombrosa. Una revolución sindicalista no subsistiría en un solo país más que unos pocos días, víctima del desabastecimiento y demás problemas que causaría el bloqueo de la economía. Pero si el régimen capitalista ya no es el mismo, tampoco lo es el Estado. Los mecanismos de control social no eran antes tan potentes, ni el miedo era un factor de domesticación tan eficaz. Los sindicalistas no tienen enfrente a policías de a pie y patronos locales, sino a sofisticados equipos represores, armamento complejo, un aparato de domesticación imponente y grupos de ejecutivos transnacionales. Como la correlación de fuerzas es tan desigual, las tácticas de lucha tendrán que ser mucho más ponderadas; de todas formas, lo prioritario hoy no es el uso de la violencia, sino el fin de una mentalidad resignada. La autodefensa viene luego.

Con el objetivo de recomponer la sociedad civil trabajadora separada lo más posible del Estado -y sin abandonar la lucha por el bienestar de todos los trabajadores- los sindicatos con espíritu libertario habrán de revitalizar con algo más que propaganda no solo su internacionalismo, sino el sentido comunitario, la tradición oral y los valores solidarios que dominaban en la época preconsumista. Para ello necesitarán una praxis anárquica positiva. En principio, procurarán resolver la cuestión del abastecimiento al margen del sistema -salirse en lo posible del capitalismo-, por lo que habrán de prestar más atención a las redes de intercambio, la tecnología alternativa, los comedores populares, las clínicas gratuitas, la enseñanza en libertad, los huertos colectivos y las cooperativas. Deberán tender puentes hacia lo que quede de campesinado independiente y aportar fuerzas contra la depredación del territorio. Cuando el proletariado mejor garantice y desmercantilice su subsistencia, menor será su dependencia del capital y el Estado, y mayor grado de libertad tendrá a la hora de pensar, escoger sus armas y elegir sus aliados. Entre otras cosas, habrá de revisar o precisar sus objetivos, como por ejemplo la soberanía alimentaria o la autogestión. Hoy por hoy, esta última concierne ante todo a la descolonización de la vida cotidiana y, dada la nocividad de una gran parte de la producción en el capitalismo tardío, la única autogestión posible es la de su desmantelamiento. Se acabaron el progresismo obrero y la fe sindical en el desarrollo, herencia de la burguesía. Los y las anarcosindicalistas tomarán nota de ello. Como también la toman del encarecimiento de la vivienda, la peor consecuencia de la búsqueda del beneficio privado. Habitar era un derecho convertido por los fondos de capital en un calvario. La condición proletaria actual se define mejor hoy por las dificultades del hábitat, reflejo de las cuales son los movimientos pro vivienda, la lucha contra los desahucios, las ocupaciones de fincas, los sindicatos de inquilinos y los conatos de instalación en el campo. El movimiento anarcosindicalista ha de encabezar la resistencia a la gentrificación.

Paradójicamente, una de las misiones futuras del nuevo proletariado, clase urbana a la fuerza, o más bien periurbana, será la de equilibrar el territorio desmontando las conurbaciones, bien a través de los sindicatos radicales o de los consejos, las asociaciones de productores, las asambleas de repobladores, las comunidades campesinas y cualquier otra forma de auto-organización que se presente. Aunque de ahora en adelante la cuestión social resida sobre todo en la vida cotidiana y la defensa del territorio contra los intereses especulativos y la administración que los apoya, las huestes defensoras, centradas en el trabajo asalariado, el techo, la salud y el transporte, provendrán en su mayoría de las aglomeraciones urbanas. En principio, la confluencia entre la lucha por el sustento, propia del sindicalismo, y el combate contra la catástrofe ambiental, típica del antidesarrollismo, ha encontrado su expresión sintética en el eslogan de los Chalecos Amarillos franceses: «fin de mes, fin del mundo». A partir de ahí, todo o casi todo está por hacer.

Miguel Amorós

Charla en el 2º Encuentro del libro anarquista organizado por la Unión Anarcosindicalista de La Coruña, el 24 de mayo de 2025

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