Erich Fromm, en su influyente obra El arte de amar, considera que el amor no es un objeto (que debe «encontrarse»), sino una facultad (la cual debe crearse y ser desarrollada). En una sociedad moderna y capitalista, en la que el individuo está subordinado a fuerzas externas, el individuo suele mostrar un temor consciente a no ser amado cuando el miedo auténtico, puede que a veces inconsciente, es a amar de forma real.
Desgraciadamente, y una muestra es el creciente éxito de superficiales libros de autoayuda, una gran parte de personas esperan encontrar alguna receta del tipo «cómo debe usted hacerlo» y eso suele llevarse también al terreno afectivo. El amor es una experiencia personal y, considerándolo un arte, sí pueden establecerse unos requisitos generales como en cualquier otro; Fromm alude a que la práctica de un arte requiere siempre disciplina. Por supuesto, hablamos de una palabra delicada que el individuo asocia al trabajo forzoso, a gastar energía en fines ajenos; en una rebeldía algo infantil contra el autoritarismo el individuo desconfía de cualquier forma de disciplina, tanto de la proveniente de una autoridad externa (irracional) como de la autoimpuesta (racional). Sin la disciplina, la vida puede volverse caótica y sin posibilidad de concentración; en nuestra sociedad, como puede comprobarse fácilmente, no hay autodisciplina porque raramente hay concentración: se requiere inmediatez en lo placentero y eficacia rápida en lo productivo, se hacen multitud de cosas a la vez, se tiende a consumirlo todo (incluso el arte y la cultura), existe numerosa ansiedad y nerviosismo… Otro factor primordial es el de la paciencia, algo obviamente necesario para dominar cualquier tipo de arte; es por eso que la búsqueda de resultados rápidos supone no dominar nunca verdaderamente una disciplina. El hombre moderno no posee disciplina, concentración ni paciencia, ya que se le reclama constantemente la rapidez. En ese sentido, es muy significativo y grato el lema del movimiento 15M: «Vamos despacio porque vamos lejos». En la sociedad moderna, todas las máquinas están diseñadas para lograr rapidez; la búsqueda del máximo beneficio así lo determina y aquí encontramos una vez más que los valores humanos están condicionados por lo económico. Una condición también primordial para el dominio del arte es la preocupación y resulta igualmente necesaria para los afectos humanos, para la capacidad de amar.
La visión de Fromm sobre el arte de amar es indisociable de su análisis general sobre el ser humano y la sociedad. La persona que quiera amar verdaderamente debe comenzar por practicar la disciplina, la concentración y la paciencia; desgraciadamente, nuestra sociedad está diseñada para todo lo contrario, la enajenación es el rasgo más habitual. La vieja concepción de una disciplina autoritaria ha dejado paso a todo lo contrario, el elogio de la pereza y de la complacencia, y la sospecha sobre cualquier tipo de disciplina; la capacidad de concentración suele ser nula, el individuo ni siquiera es capaz de estar solo consigo mismo, requisito indispensable para estar preparado para amar por mucho que parezca una paradoja, y suele entregarse a otra persona como si fuera algo así como un salvavidas. No es fácil estar solo consigo mismo, tendemos a la inquietud y a la angustia, y nos abordan toda clase de pensamientos que solemos racionalizar (en este ámbito, esta palabra significa que nos autoengañamos con falsos razonamientos). Sería bueno aprender a estar solos con nosotros mismos un tiempo diario, huyendo de pensamientos que interfieran, lo mismo que aprender a concentrarnos en las actividades concretas que realizamos; esa capacidad de concentración va asociada en el diálogo a conversaciones que no sean triviales ni abstractas y sí asociadas a la experimentación y la profundización en cuestiones concretas. A pesar de todo, aunque a nuestro alrededor se produzcan pensamientos y conversaciones triviales, si tratamos de establecer un trato directo y humano pueden lograrse efectos sorprendentes en los demás. La concentración en la relación con los otros supone, fundamentalmente, poder escuchar; es habitual que unas personas no se escuchen unas a otras y asocien la conversación al cansancio, la concentración adecuada puede convertir el diálogo en algo placentero.
Una idea adecuada de lo que es la paciencia la obtenemos cuando observamos a un niño intentar caminar, cae una y otra vez hasta que logra finalmente tenerse en pie; los adultos podrían hacer grandes cosas si tuvieran la paciencia de un niño y se concentraran en fines realmente importantes. Fromm recuerda que la capacidad de concentración va asociada a hacerse sensible con uno mismo, lo cual no significa estar analizándose ni pensando constantemente en uno mismo. Nos referimos a adoptar conciencia sobre una determinada situación, como el estar cansado o deprimido, a analizarla en profundidad y no a racionalizarla buscando todo tipo de falsas excusas. La persona media tiene una imagen aceptable de lo que es sentirse bien físicamente, por lo que sí suelen ser sensibles a sus procesos corporales; en el caso de los mentales, no es tan sencillo, ya que a menudo no se tiene un modelo aceptable alrededor, se suelen acomodar al funcionamiento síquico de las personas cercanas y, sintiéndose normales adoptando esa norma establecida, no indagan más allá. Para ser sensible con respecto a uno mismo, habría que tener una imagen del funcionamiento humano completo y sano; no hay respuesta sencilla a esta cuestión, pero lo que es evidente es que los modelos de la sociedad capitalista contemporánea son cualquier cosa menos arquetipos de grandes cualidades morales (figuras del deporte, del espectáculo, mediáticas, etc.).
En cuanto a las cualidades importantes para la capacidad de amar, Fromm menciona como primordial la superación del narcisismo. Éste, consiste en la experimentación como real solo de lo que ocurre en nuestro interior, mientras que los fenómenos externos carecen de realidad de por sí y solo se valoran como útiles o perniciosos para uno mismo. En el polo opuesto, estaría una objetividad que contemplara a las personas y a las cosas tal y como son, sin que influyan en ese juicio nuestros deseos y temores. En una u otro medida, todos nos vemos influenciados por nuestra orientación narcisista, por lo que la visión objetiva se ve afectada. Fromm considera identificable el pensar objetivamente con la razón y, para ello, es necesario ser humilde en el sentido de conocer nuestras limitaciones. En el ámbito afectivo, para la práctica del arte de amar es necesario desterrar el narcisismo, por lo que hay desarrollar la humildad, la objetividad y la razón. Debemos tender a la objetividad y ser sensibles hacia aquellas situaciones en que no somos objetivos, hay que discernir entre la imagen que nos construimos de una persona (debido a la deformación narcisista) y tal y como es esa persona al margen de nuestros intereses, necesidades y temores. Ser objetivo y racional es primordial, pero no solo con la persona amada, es necesario abarcar esas cualidades a todos los que nos rodean o no tardaremos en entrar en nuevas distorsiones.
Entramos ahora en un análisis también muy esclarecedor. Si hemos visto la polisemia de palabras como «autoridad» o «disciplina» y comprendido que pueden ser beneficiosas sin van asociadas a una condición racional, algo similar ocurre con la fe. La fe no tiene que ir asociada a una creencia ciega e irracional (sumisión a una autoridad), puede ser perfectamente racional y ser una convicción arraigada en la propia experiencia mental o afectiva. Tal y como lo expresa Fromm, la fe racional no es primariamente una creencia, sino una cualidad de nuestras convicciones, un rasgo de nuestra personalidad. En este sentido, la fe es un importante componente del pensamiento racional, el cual acaba formando parte de la creatividad humana en cualquier campo; podríamos hablar de una «visión racional», la cual es a su vez resultado de estudios previos, pensamiento reflexivo y dotes de observación. Para Fromm, la fe racional forma parte del proceso, desde la concepción de esa visión racional, pasando por una hipótesis probable y plausible hasta la formulación de una teoría científica. Se trata de una fe propia de un individuo activo y creativo, arraigada en la propia experiencia y en la confianza en el propio poder de pensamiento, observación y juicio. Así, la fe racional es un componente primordial también en la esfera de las relaciones humanas; confiar en otra persona, tener fe en su personalidad y en su amor. Aquí conviene aclarar que cuando Fromm habla de una esencia humana (de un yo auténtico), no se refiere a la inmutabilidad de las opiniones, sino a motivaciones básicas que deberían ser inconmovibles (como el respeto a la vida y a la dignidad humanas).
Tener fe racional en uno mismo y en los demás culmina en la fe en la humanidad, en unas potencialidades del ser humano tales que pueden fundar una sociedad regida por los principios de igualdad, justicia y amor. Ese modelo social aún no ha sido creado, por lo que la convicción para crearlo necesita de cierto grado de fe. Por supuesto, aclararemos una vez más que no se trata de una mera expresión de deseos, sino de una fe racional sustentada en logros históricos y en la experiencia interior del individuo. Es evidente que el grado de enajenación es tal, la amenaza de fuerzas externas es tan constante, que impiden que gran parte de las personas tengan convicciones guiadas por una fe racional en un mundo mejor; de esa manera no tarda en llegar la «racionalización», entendida en este caso como razonamientos distorsionadores que hacen que nos autoengañemos y tratemos de engañar a los demás (uno de los más habituales es considerar cualquier idea innovadora, no ajustada a los canones de lo establecido, como utópica e irrealizable). La fe racional expresada por Fromm tiene una lectura libertaria y antiautoritaria, ya que sin ella acabámos aceptando lo establecido (alguna forma de poder entendido como dominación). Sumisión al poder es buscar la seguridad y tranquilidad, mientras que la fe racional requiere riesgo y coraje en la innovación e incluso aceptar el dolor y el fracaso. Fe y coraje son requeridas para iniciar cualquier actividad, por muy dificultosa que sea, o para mantener las propias convicciones incluso cuando no sean populares y nos enfrentemos a la mayoría social. Otra actitud indispensable para las relaciones afectivas es la actividad, que Fromm entiende, no como «hacer algo», sino como una actividad interior, dar un uso productivo a nuestras potencialidades: ser activo en el pensamiento y en el sentimiento evitando la pereza interior manteniéndose siempre vitalista y perceptivo. Esa productividad se realiza en todos los ámbitos humanos, no solo en el afectivo, por lo que la teoría de Fromm sobre el amor es indisociable de su crítica al capitalismo, a la división del trabajo y a la posterior enajenación.
Desde este punto de vista, el amor no es solo propio de la esfera personal, se extiende a todos los dominios sociales, no existe «división del trabajo» entre el amor a los nuestros y el amor a los ajenos. Para Fromm, y aquí entra su loable confianza en la fraternidad universal propia de individuos autónomos, el amor a los próximos es la condición para extender el sentimiento a toda la humanidad. El principio de equidad de la sociedad capitalista (intercambio de bienes y servicios en el mercado) sería incompatible para Fromm con el principio del amor, ya que prima el beneficio para uno mismo (y no pocas veces la mentira es la herramienta para obtenerlo). Es por eso que Fromm considera que la gente capaz de amar realmente es una minoría en las sociedades occidentales contemporáneas, se trata de un fenómeno marginal e individualista; para convertirlo en un paradigma social, son necesarios importantes cambios en la estructura política y socioeconómica. Las personas están motivadas únicamente por sugestiones colectivas, su finalidad es producir más y consumir más; toda la actividad está subordinada a metas económicas y el ser humano se acaba convirtiendo en un autómata. Para cambiar también las relaciones afectivas, toda la maquinaria económica debe ser puesta al servicio del ser humano (no al revés); las personas deberían capacitarse para compartir experiencias y trabajo, y no repartir simplemente beneficios en el mejor de los casos. El problema de los valores en una sociedad no radica en algo externo a ella, sino que forma parte de su propia estructura, la cual está directamente relacionada con la posibilidad de desarrollar las potencialidades del ser humano.