Uno de los fundamentos de la sociedad anarquista es la teoría del orden espontáneo, según la cual un grupo de personas, en base a sus necesidades comunes, y reiterando esfuerzos, errores y todo tipo de experiencias, logra finalmente un orden mucho más sólido y duradero que el impuesto por una autoridad externa.
Existe una muy grata experiencia, la del Pionner Health Centre de Peckham, sobre funcionamiento social en base al orden espontáneo. En los años 30 del siglo XX, un grupo de médicos y biólogos decidieron, en lugar de estudiar la enfermedad como la mayor parte de sus colegas, prestar atención a la naturaleza de la salud y a un comportamiento saludable. Así, crearon un centro social en el que sus miembros se afiliaban como si fueran parte de una familia y podían compartir una serie de comodidades a cambio de una suscripción para su familia y con el beneficio de poder someterse a exámenes médicos periódicos. Los científicos del experimento de Peckham, para poder obtener conclusiones válidas, pensaron que era necesario estudiar a los seres humanos con una total libertad para actuar como decidieran, es decir, sin reglas coercitivas ni dirigentes de ningún tipo. El Dr. Scott Williamson afirmaba que la única autoridad en aquel lugar era él, y precisamente la ejercía para vigilar que no hubiera ninguna forma de autoridad.
Los primeros ocho meses del experimento pueden definirse como un auténtico caos, ya que junto a las primeras familias llegaron una considerable cantidad de niños indisciplinados. Actuaban como verdaderos gamberros, corriendo por todas las habitaciones y destrozando todo lo que podían a su paso. Ello produjo que la vida se hiciese intolerable. Williamson, no obstante, con una paciencia encomiable, insistía en que sería posible restablecer la paz si los chavales respondían a ciertos estímulos. La confianza del doctor fue premiada y, en menos de un año, la situación caótica se convirtió en orden sin emplear la fuerza; los niños se dedicaron a actividades de lo más saludables: bañarse, patinar, montar en bicicleta, hacer deporte en el gimnasio, leer, todo tipo de juegos… John Comerford, uno de los autores que recogió aquel experimento, sacó como conclusión que, en las circunstancias adecuadas, una sociedad a la que se dejaba plena libertad para expresarse espontáneamente puede lograr una armonía incomparable con una autoridad coercitiva. Es uno de los experimentos en línea con las propuestas anarquistas.
Existen muchas otras experiencias, la de personas valientes, pacientes y confiadas, que han logrado crear comunidades autogestionadas sin ningún tipo de coerción para lo que habitualmente llamamos con demasiada facilidad jóvenes delincuentes. Homer Lane formó una pequeña comunidad, en 1912, con ese tipo de chavales enviados por los tribunales; su filosofía era que la libertad no es algo que puede entregarse y es el niño el que tiene que descubrirla como un juego y una creación. Aquella comunidad, llamada Little Commonwealth, llegó a crear su propia estructura de autogobierno desarrollada por los mismos chavales, de forma lenta y dolorosa, para satisfacer sus propias necesidades. En el mismo tiempo, August Aichhorn fundó en Viena una casa para niños inadaptados; como en Peckham, en un principio los actos violentos y destructivos eran cada vez más frecuentes, lo que les enfrentó a vecinos, policía y autoridades. Aichhorn, y otros creadores de la comunidad, tuvieron lo que puede definirse como una paciencia y un autocontrol sobrehumanos, lo que finalmente tuvo recompensa. Los niños, no solo llegaron a un estado de paz, sino que desarrollaron una fuerte solidaridad con las personas con las que interactuaban, lo que sirvió para un proceso de reeducación.
Son casos es lo que personas innovadoras, con una libertad total y una fuerza moral envidiable, así como con enormes dosis de paciencia, confianza y autocontrol para mantener en pie su método lograron réditos encomiables. Y nos estamos refiriendo a jóvenes con grandes problemas de origen, algo con lo que no nos enfrentaremos en la mayor parte de las situaciones de la vida cotidiana. En las mismas, hay veces que presionamos de una u otra manera a los demás para llevar a cabo un trabajo común. La espera del orden espontáneo es a menudo larga, incluso tediosa y con una aparente falta de propósito, por lo que existe el peligro de alguna imposición autoritaria. El amante del orden coercitivo, aparentemente seguro de su método y de sus objetivos, tratará de imponerlo a los demás. La paciencia varía en cada individuo, más o menos autoritario, más o menos paciente y solidario. Los expertos aseguran que el tipo que se muestra amante de la autoridad coercitiva, entrometido y partidario de las sanciones, lo es precisamente por su inseguridad y falta de libertad. Por el contrario, la persona tolerante actúa con una libertad digna de elogio, que puede asegurar finalmente un orden duradero basado en el autogobierno y en profundos valores solidarios.
Más allá de esas experiencias «clínicas» hay la realidad de la experiencia humana, a lo largo del camino andado por la humanidad desde el comienzo del proceso de humanización de nuestra especie, mostrando cómo el apoyo mutuo crea un orden que permite la convivencia de manera espontánea frente al desorden del Orden impuesto por la fuerza.
Si fuera cierto que el hombre es el lobo del hombre, hace tiempo que la humanidad se habría extinguido. Es una evidencia incontestable que es más lo que nos une que lo que nos opone, y que es la necesidad del otro la que está al origen de la sociedad; pues nuestra existencia solo es posible con la existencia del otro, y el otro solo puede existir si lo aceptamos. De ahí que el desorden del Orden autoritario sea una patología y que deba ser tratado con una terapia colectiva.